Javier Sierra - Las Puertas Templarias

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Al hacer un barrido fotográfico sobre Francia, un satélite geoestacionario descubre algo inesperado: ciertas áreas de la región de la Champaña emiten una extraña señal. El responsable del proyecto inicia una investigación que le llevará a la búsqueda de un enigma que tiene nueve siglos de antigüedad. Su investigaicón se mezcla con la llegada de nueve caballeros cristianos al antiguo solar del Templo de Salomón, bajo cuyos escombros desenterraron en 1125 una codiciada reliquia que no sólo les hizo ricos, fuertes e influyentes, sino que les valió la fundación de una docena de catedrales misteriosamente alineadas con la constelación de Virgo.

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Poco pudo sacar Bernardo de la garganta de aquel extranjero. Peregrino compostelano, prófugo del señor de Monzón y aventurero por naturaleza, aquel hombre confesó haber hurgado en el contenido de los carros sin entender demasiado el valor de tanta tablilla grabada.

– ¿Le hablasteis de esas Tablas al obispo de Orléans? -preguntó el abad.

– Sí. Le hablé.

– ¿Y qué os dijo?

– Nada que recuerde.

– ¿Y no dispuso nada más para vos?

– Sí. Me pidió que no las perdiera de vista.

Por último, aquella misma jornada el monje blanco fue conducido a una pequeña vivienda situada tres callejuelas más allá de la iglesia. En ella, una familia local había dado generoso cobijo al tercero de los «reaparecidos» en Chartres. Todos los que le vieron antes que él, le aseguraron que se trataba de un personaje de lo más peculiar. Vestía un camisón muy desgastado y sus maneras eran ciertamente singulares. Hasta dijeron que podía hablar tantos idiomas que era capaz de hacerse entender incluso con los árboles del huerto familiar.

A última hora Bernardo llegó a la casa de Christian, el herrero, acompañado de dos monjes más. Su esposa y sus dos hijos habían terminado en ese momento de cenar, y el huésped se había retirado ya a su alcoba para, según dijo, concentrarse en sus oraciones.

La mujer de Christian, una bretona de caderas anchas y amplia sonrisa, les explicó que el anciano se había recuperado muy rápidamente de su viaje, pero se quejó de sus modales un tanto taciturnos y de su escasa locuacidad. Como el resto de Chartres, la familia del herrero ardía en deseos de saber qué había sucedido exactamente en la iglesia de Notre Dame. Tenía, por fuerza, que ser un milagro… pero ¿cuál? El anciano no lo dijo.

Después de pasar al interior de la vivienda, y dejar atrás la forja, Bernardo bendijo a la familia y pidió que le dejaran a solas con el extranjero. Christian obedeció. Y así, tras cerciorarse de qué estancia de la casa hacía las veces de celda y dormitorio del visitante, se dirigió hacia ella rogando a sus monjes que no les importunaran.

La habitación -si es que así podía llamarse- era un anexo de las cuadras, cerrado con un improvisado muro de tablas y despejado para dejar hueco al camastro de paja y la improvisada mesa en la que reposaban varios frascos cuidadosamente etiquetados.

Con la luz de una vela gruesa, sin duda lo que quedaba de alguno de los grandes cirios de la iglesia de San Leopoldo, un anciano de larga cabellera leía un libro grueso y sucio.

Bernardo conocía aquellas pelambreras.

– ¿Gluk? -se le hizo un nudo en la garganta-. ¿Sois vos, maestro?

La voz de Bernardo quebró el silencio que envolvía el lugar. El anciano, tieso como una vara, levantó la vista del manuscrito que sostenía y buscó tranquilamente en la penumbra la silueta blanca del abad. También él, aunque no lo expresara, parecía haberle reconocido.

– ¡Ah, Bernardo! -tronó al fin-. Debí suponer que estabais aquí.

El monje tendió sus manos para ayudar a levantarse al druida, y se fundió en un largo abrazo con él. Al apretarlo contra su cuerpo, Bernardo notó lo escuálido que estaba.

– Gluk, magister , ¿qué es lo que hacéis aquí? Nunca pensé que os vería en momento tan oportuno.

– Y bien que lo decís, De la Fontaine -sonrió-. El Enemigo ha pretendido hacerse con el control de este lugar santo para apropiarse de lo que habéis traído hasta aquí.

– ¿Vos ya sabíais que…?

– Vamos, Bernardo. En la cripta abrí la Puerta para vuestro centinela, el caballero De Avallon. En cuanto le vi, supe que las Tablas no debían de andar lejos de aquí, porque el Umbral se abrió con facilidad. ¿Acaso no fue este caballero el elegido en Jerusalén para localizar las Puertas y sellarlas después junto a las Tablas? ¿No fue él el señalado por la Providencia para dejar descansar estos lugares e impedir que caigan en manos impuras?

El abad asintió.

– Sin embargo, Gluk, temo perder tan preciosa carga antes de cumplir con mi trabajo.

– Lo decís por la muerte del maestro Blanchefort, ¿verdad?

– Y porque hemos capturado a un espía del obispo de Orléans que, al parecer, ha estado siguiendo a nuestra caravana durante su último trayecto, desde Troyes hasta aquí.

El druida vio que el rostro sereno del monje blanco se enturbiaba.

– Pero, Bernardo, ¿de qué os han servido mis lecciones? ¿Habéis olvidado ya que la calma de espíritu es imprescindible para vuestra lucha contra el Mal? Si la inquietud os vence, habréis perdido la batalla. Y además, nadie puede abrir las Puertas de Nuestra Señora si no posee la llave. Y nadie puede utilizar esa llave si no posee el libro de instrucciones adecuado para ello.

– ¿Libro de instrucciones?

Instintivamente, el cisterciense echó un nuevo vistazo al libro que leía el druida.

– ¡Mi buen Bernardo! ¿Habéis olvidado los años en los que trazamos este plan para vos? ¿Tampoco recordáis las sesiones de aleccionamiento en los bosques cercanos a Claraval, donde os mostramos los símbolos mágicos que representaban las Puertas?

– Recuerdo el laberinto. Metáfora del camino interior y de la peregrinación a las Puertas Santas de Jerusalén, Roma y Santiago… Recuerdo la escalera. Alegoría que disfraza el viaje de Jacob a los cielos y el acceso al conocimiento sagrado. Recuerdo…

– No habéis olvidado nada -dijo el druida.

– No.

– Entonces, mi viaje ha sido oportuno. Después de que habléis con Jean de Avallon, podréis usar esto como vuestro manual para girar la llave. Será el inicio de un período glorioso en el que vuestras obras crecerán como agujas hacia el firmamento, atrayendo sobre vuestros fieles la bendición de las luminarias celestes. Y en ellas incluiréis los símbolos que os fueron enseñados para que otros sepan leerlos llegado el momento oportuno.

Gluk tendió a Bernardo aquel raído volumen escrito en latín, que tomó cuidadosamente entre las manos. Estaba toscamente encuadernado, y la mugre de sus páginas había ennegrecido los bordes exteriores de cada cuartilla.

Sin terminar de soltarlo, el druida explicó a Bernardo que aquel texto había sido originalmente escrito en árabe por sabios de Harrán, la ciudad a la que se dirigía Jacob cuando tuvo su visión de la Scala Dei. Después, un sabeo -uno de aquellos habitantes iluminados de Harrán- se llevó una copia a la magnífica biblioteca de Córdoba, desde donde, tras la conquista, llegó a manos de los precursores de la Escuela de Traductores de Alfonso X en Toledo. Allí fue volcado finalmente al latín, «y de sus depósitos lo tomé yo», dijo.

El libro, crípticamente titulado El fin del sabio y el mejor de los dos medios para avanzar , estaba dividido en cuatro tratados que explicaban pormenorizadamente la ciencia de las estrellas. «Estudia sobre todo la cuarta de sus partes, en especial el capítulo dedicado a Hermes y a la fundación que hace de una ciudad idéntica a la Jerusalén Celestial del Apocalipsis -le advirtió-, y después usa su sabiduría para establecer el lugar donde levantarás tu Puerta y las proporciones que darás a tu obra para protegerla.»

– Blanchefort conocía las proporciones, maestro -se lamentó el abad.

– Pero no tenía aún ni las Tablas ni el conocimiento para usarlas -le atajó Gluk-. Tú y los tuyos, sí.

– ¿Y quién mató al magister comiciani ?

– Eso os lo desvelará también el caballero Jean, pues a esas revelaciones y a muchas otras accedió cuando fue ascendido al mismo cielo que los profetas Enoc o Ezequiel.

– Comprendo.

Bernardo de Claraval no volvió a ver más a Gluk. Después de recibir de sus manos el libro que durante tantos años había protegido, el abad estaba seguro de que el druida había dado por finalizada su tarea vital. Los sabios de los bosques eran así: impredecibles y sorprendentes. Gluk moriría en soledad, tal como él había elegido, y sus herederos -entre los que se encontraba el propio Bernardo- continuarían más o menos abiertamente con su misión: la de lograr establecer un vínculo definitivo entre la Tierra y el Cielo.

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