– ¡Oh, Dios mío, miren esto! -exclamó inclinada sobre la barandilla de un puente, señalando hacia abajo con el brazo extendido.
Todos nos precipitamos para examinar aquella superficie líquida y plateada que, en su fluir, arrastraba unos extraños peces flotantes que parecían hechos de hierro. En realidad, la forma de peces hacía tiempo que la habían perdido y eran como los restos del casco de un barco naufragado: deformes, comidos por el óxido y arruinados.
– Debían de ser hermosos animales acuáticos de buen acero cuando los soltaron en el mercurio -comentó el anticuario.
Muy bien, primer desajuste histórico. Por ahí sí que no estaba dispuesta a pasar.
– El acero, Lao Jiang, creo que lo inventó un americano el siglo pasado.
– Lo siento, Elvira, pero el acero se inventó en China durante el Período de los Reinos Combatientes, previamente a la unificación del Primer Emperador. El hierro fundido lo descubrimos en el siglo iv antes de la era actual aunque ustedes los occidentales se empeñen en adjudicarse estos avances muchos siglos más tarde. En China siempre hemos tenido buenas arcillas para la construcción de hornos y fundiciones.
– Es cierto, madame.
– ¿Y por qué hicieron estos peces de acero y no de oro o de plata? -preguntó Fernanda, viendo cómo se alejaban aquellos tristes restos río abajo.
– El oro y la plata se hubieran aleado con el mercurio y habrían desaparecido, mientras que el hierro es resistente y el acero no es otra cosa que hierro templado.
Continuamos nuestro camino a través de los jardines descubriendo cosas aún más asombrosas, como hermosos pájaros alineados en las ramas de los árboles, ocas, gansos y grullas picoteando en el suelo entre macizos de flores y cañas de bambú, ciervos, perros, extraños leones alados, corderos y, significativamente, un abundante número de esos feos animales llamados tianlus, monstruos míticos con poderes mágicos que, al igual que los leones alados, tienen por misión proteger el alma del fallecido defendiéndola de los espíritus malignos y de los demonios. También había pabellones colocados en medio de los riachuelos, con sus tejados cornudos, sus mesas para tomar un refrigerio y sus orquestas de músicos con antiguos instrumentos; había, además, unas oxidadas barquichuelas de acero graciosamente colocadas en un pequeño muelle cercano; un ejército de siervos de tamaño natural a lo largo de las veredas (de repente, te encontrabas con alguien a la vuelta de una esquina y te llevabas un susto de muerte hasta que descubrías que era una estatua y, entonces, te lo llevabas también); templetes en los que actuaban grupos de acróbatas o atletas como los que habíamos visto en la sala de banquetes; bandejas con jarras y vasos de finísimo jade dispuestos para saciar la supuesta sed del emperador; cestas de frutas hechas de perlas, rubíes, esmeraldas, turquesas, topacios… Mis ojos no podían despegarse de aquella inmensa riqueza, de aquella opulencia exagerada. Cierto, todo eso pagaría mis deudas y me devolvería la libertad, pero ¿por qué y para qué quiso acumular tanto aquel Primer Emperador? Debía de tratarse de algún tipo de enfermedad porque, una vez que tienes todo lo que necesitas y quieres, ¿de qué te sirve acumular, por ejemplo, cestas de frutas hechas con piedras preciosas o un sinfín de palacios en los que acabas viviendo a escondidas del mundo?
Todos menos Lao Jiang cogíamos lo que nos gustaba y lo íbamos echando en las bolsas. El anticuario decía que eso eran menudencias y que el gran tesoro se encontraba en el auténtico palacio funerario del emperador, pero aún tardamos un buen rato en salir de los jardines y toparnos, al fin, con la edificación más enorme que habíamos visto en nuestras vidas: una especie de pabellón inmenso de paredes rojas con varios tejados negros superpuestos y numerosas escaleras se levantaba en mitad de una nueva explanada de la que no se divisaban los confines. También allí las pilastras ardían incansablemente haciendo refulgir tanto las gigantescas estatuas de bronce de unos guerreros que vigilaban el camino de acceso como el brillante suelo y un techo increíble cuajado de constelaciones celestes de tamaño descomunal que desprendían destellos luminosos de todos los colores imaginables. Claramente se divisaba, allá arriba, la figura de un grandioso cuervo rojo al sur, que no podía estar hecho más que de rubíes o de ágatas; una tortuga negra al norte realizada con ópalos o cuarzos; al oeste, un tigre blanco de jade; al este, un impresionante y hermoso dragón verde elaborado sin duda con turquesas o esmeraldas; y, en el centro, sobre la gigantesca sala de audiencias del palacio subterráneo de Afang, una exquisita serpiente amarilla de topacios.
¡Qué belleza y qué desmesura! Nos quedamos embobados mirando aquella imagen que se abría ante nuestros asombrados ojos como si no fuera real, como si fuera un lugar de fantasía imposible de concebir. Pero era cierto, era auténtico, y nosotros estábamos allí para observarlo.
– Creo que tenemos un problema -me pareció que decía el maestro Rojo.
– ¿Qué pasa ahora? -La voz de Lao Jiang también sonaba irreal.
– No podemos llegar hasta allí -repuso el maestro y, entonces, a la fuerza, tuve que despegar los ojos de aquel maravilloso techo para mirarle a él y vi que señalaba con el brazo el grupo de escaleras centrales de la inmensa sala de audiencias y que lo hacía porque un gran río de mercurio de unos cinco metros de ancho, que rodeaba la interminable explanada como un foso medieval, nos cortaba el paso.
– ¿No hay ningún puente a la vista? -pregunté innecesariamente porque yo misma podía comprobar que no había ninguno.
– «Y en el sexto, el auténtico lugar de enterramiento del Dragón Primigenio -recitó de memoria Lao Jiang-, tendrás que salvar un gran río de mercurio para llegar a los tesoros.» ¿Cómo hemos podido olvidarlo? -se lamentó.
– ¿Por qué no usamos las barcas de hierro que había cerca de los pabellones del jardín? -propuso Fernanda.
– Pesan demasiado -arguyó el maestro Rojo, sacudiendo la cabeza-. Ni siquiera entre los cinco podríamos acarrear una de ellas. Además, tendríamos que romper muchos de esos bonitos árboles de arcilla para traerlas hasta aquí.
– Pues no hay otra solución -objetó Lao Jiang, enfadado. Se le veía congestionado, sudoroso. Su paciencia estaba llegando al límite.
– Pues usemos los árboles -propuse sin pensar-. Podemos talar… es decir, romper algunos de ellos por su base y, con la cuerda que usted tiene, fabricar una balsa.
– No, con mi cuerda no -rechazó de plano cortando el aire con la mano de manera tajante.
– ¿Por qué? -me extrañé.
– Podemos necesitarla a la salida.
– ¡Eso no es verdad! -me enfadé-. Tenemos los seis niveles abiertos. Lo más difícil es volver a pasar por los puentes y atravesar el metano. No vamos a necesitar su cuerda para nada.
– ¡Un momento, por favor! -nos interrumpió el maestro Rojo-. No discutan. Si Da Teh no quiere estropear su cuerda con la plata líquida, no la usaremos. Tengo otra idea. ¿Recuerdan los peces de acero que vimos flotando en la corriente de aquel riachuelo?
Todos asentimos.
– Pues ¿por qué no intentamos cruzar a nado?
– ¿Nadar en el mercurio? -me sorprendí.
– Es un líquido muy denso, maestro Jade Rojo -objetó Lao Jiang-. No creo que sea posible. Nos agotaríamos antes de llegar a la mitad, si es que llegamos.
– Sí, tiene usted razón -admitió el monje-, pero los peces flotaban así que nosotros también. Si utilizamos pértigas para desplazarnos, podremos llegar fácilmente al otro lado.
– ¿Y de dónde sacamos las pértigas? -pregunté.
– ¡Las cañas de bambú del jardín! -exclamó Fernanda-. Podemos coger algunas y nos empujamos con ellas. ¡Seremos como gondoleros de Venecia!
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