Matilde Asensi - Todo bajo el Cielo

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Elvira, pintora española afincada en el París de las vanguardias, recibe la noticia de que su marido, con el que está casada por amistad, ha muerto en su casa de Shanghai en extrañas circunstancias.
Acompañada por su sobrina, zarpa desde Marsella en barco para recuperar el cadáver de Remy sin saber que éste es sólo el principio de una gran aventura por China en busca del tesoro del Primer Emperador. Sin tiempo para reaccionar se verá perseguida por los mafiosos de la Banda Verde y los eunucos imperiales, y contará con la ayuda del anticuario Lao Jiang y su sabiduría oriental en un gran recorrido que les llevará desde Shanghai hasta Xián, donde se encuentra la tumba del Primer Emperador y la última pieza del tesoro mejor guardado.

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– No puede haber fallos, madame -se sorprendió el maestro Rojo-. Si las columnas están bien, las líneas tienen que estar bien. Si hubiera un error en una línea yo habría tenido también un error en alguna columna.

Como se había puesto a hablar, Biao terminó su repaso sonriendo de oreja a oreja.

– Me había equivocado yo -explicó, aliviado-. No había leído bien los números. Ahora me ha dado también trescientos sesenta y nueve.

– Pues a las diagonales -les animé.

Lao Jiang ya no pudo esperar más. Viendo que teníamos la solución en la mano, se puso rápidamente en pie y se dirigió hacia el montón de cilindros de piedra.

– Maestro Jade Rojo -llamó-. Usted me dará los cilindros para que yo los ponga en su sitio porque, además de mí, es el único que sabe leer los números chinos. Usted, Elvira, con la ayuda de Fernanda, los pondrá en posición vertical para que el maestro pueda encontrarlos con rapidez, y Biao que coja la libreta y dicte los números en voz alta.

– ¿Le importaría esperar un poco? -le espeté-. Aún no hemos terminado.

– Sí que hemos terminado -me atajó-. El «Cuadrado Mágico» de ochenta y una casillas está completo. Como dice un viejo refrán chino: «Una pulgada de tiempo es una pulgada de oro.» Debemos bajar ya al mausoleo del Primer Emperador.

¡Ni que nos estuviera siguiendo la Banda Verde, por favor! ¿Qué prisas tenía? Y, sin embargo, allá que fuimos todos, haciéndole caso como tontos. Biao y el maestro se pusieron en pie y se dirigieron hacia el centro de las mesas. El niño se colocó frente al tablero del suelo con el cuaderno abierto entre las manos como si fuera un monaguillo listo para empezar a cantar salmos en una iglesia mientras Fernanda y yo nos dedicamos a enderezar los tubos de piedra dejando a la vista los caracteres chinos.

– Lee los números por líneas desde arriba -le ordenó el anticuario.

Biao comenzó a leer:

– Treinta y siete.

El maestro Rojo buscó y encontró el cilindro marcado con ese número y se lo entregó al anticuario, pero éste no se movió.

– ¿Y ahora qué pasa? -pregunté.

– ¿Dónde debo colocarlo?

– ¿Cómo que dónde debe colocarlo? -No le entendía-. En la primera casilla de la primera línea de la cuadrícula.

– Sí, pero ¿cuál es la primera línea? -repuso, incómodo-. Tiene cuatro lados y en ninguno hay una marca que diga «Ésta es la parte de arriba» o «Se empieza por aquí».

Vaya, pues era un dilema. Pero, como en todo, tenía que existir alguna lógica. Sin salir del espacio marcado por las mesas, caminé hasta situarme frente al asiento principal detrás del cual estaba la losa de piedra que tenía tallado un tablero idéntico al del suelo. Allí, en vertical, se veía muy claramente cuál era la línea superior y la primera casilla de esa línea. Empecé a caminar hacia atrás, con cuidado de no tropezar con los cilindros, y seguí retrocediendo hasta que el cuadrado del suelo quedó delante de mí. Con el dedo señalé la línea superior:

– Ahí. Póngase mirando hacia el asiento principal. Ésa es la orientación correcta.

Lao Jiang, haciéndome caso, introdujo el cilindro marcado con el número treinta y siete en el orificio del extremo superior derecho.

– Setenta y ocho -entonó Biao, recordándome a los niños del Colegio de San Ildefonso de Madrid que llevaban dos siglos cantando la Lotería Nacional.

Fernanda y yo enderezábamos los cilindros a toda velocidad para que el maestro Rojo pudiera encontrar el que Lao Jiang necesitaba pero, por desgracia, el setenta y ocho apareció entre los últimos. El anticuario se impacientaba. Después, cuando ya todos estuvieron derechos, el problema fue que el maestro iba muy lento y que tampoco Biao hablaba con claridad y que nosotras, que no hacíamos nada, estorbábamos. No había manera de contentarle. Todo le parecía mal.

Al cabo de mucho tiempo, llegamos al número cuarenta y uno, el que estaba situado en el centro del cuadrado. Tanto esfuerzo y sólo habíamos completado cuatro líneas y media. Me consolé pensando que, a partir de entonces, la cosa iría más rápida porque el maestro cada vez tendría menos cilindros entre los que buscar.

Y, en efecto, la lentitud de la primera parte se resolvió en un periquete en la segunda. Mi sobrina y yo hicimos una cadena para transportar el cilindro cantado desde el maestro Rojo hasta Lao Jiang, acelerando de este modo el proceso. Antes de que nos diéramos cuenta, el último rodillo de piedra pasó de mis manos a las del anticuario.

– Adelante -le dije con una sonrisa de triunfo-. Lo hemos conseguido.

Sonrió. Parecía increíble pero había sonreído. Era la primera vez que lo hacía en mucho tiempo y, por eso, le devolví la sonrisa, contenta, pero él, decidido a terminar el trabajo, se giró indiferente y dejó caer el cilindro en el último agujero.

De nuevo, como en la sala del Bian Zhong, se escuchó un chasquido metálico seguido de un prolongado deslizamiento de piedras. El suelo tembló y nos miramos un poco asustados. Sabíamos de dónde procedía el ruido pero no lográbamos ver ningún acceso hacia el nivel inferior. En esta ocasión, no fue una pared la que retrocedió ante nuestros ojos, sino que un parpadeo en las lámparas, un temblor de los objetos de oro sobre las mesas, nos hizo desviar la mirada hacia la losa de piedra y sólo entonces descubrimos que el suelo que había detrás se inclinaba lenta y suavemente convertido en una rampa que, al llegar al final de su recorrido, golpeó el piso de abajo haciendo temblar toda la sala de banquetes.

Despacio, expectantes, tras recoger nuestras bolsas en silencio, caminamos juntos hacia allí. Algún misterioso mecanismo había prendido ya las lámparas del subterráneo inferior porque salía luz por el inmenso agujero sin que nosotros hubiésemos hecho nada.

Empezamos a descender cautelosamente, pendientes de cualquier cosa que pudiera suceder. Pero no ocurrió nada. Terminamos la rampa y nos encontramos en una inmensa y gélida explanada, más grande aún que la que habíamos visto arriba, cuya mejor definición la daría la palabra reluciente, pues toda ella brillaba como si los siervos la hubieran terminado de limpiar dos minutos antes o, más aún, como si el polvo no hubiera entrado allí jamás. El suelo era de bronce fundido y pulimentado como el de los espejos que Fernanda y yo llevábamos en nuestros equipajes. Gruesas columnas lacadas en negro sostenían, además de vasijas inexplicablemente encendidas, un techo, también de bronce, que se iba alejando de nuestras cabezas a medida que seguíamos caminando ya que el piso presentaba una ligera inclinación apenas perceptible que dilataba el espacio hasta convertirlo en colosal, en realmente grandioso. Caminábamos sin rumbo, siguiendo una imaginaria línea recta que no sabíamos hacia dónde nos conducía. Hacía mucho frío. En un momento dado, me volví para mirar la rampa y ya no la divisé, sin embargo descubrí, a nuestra derecha, un pueblo, o algo parecido a un pueblo, con sus muros, sus torres vigías, sus mástiles y los tejados de sus casas y palacios. Era como los de verdad sólo que más pequeño, como si lo habitaran enanos o niños. Algo más lejos, a la izquierda, vi otro similar, y después muchos más. Al cabo de poco tiempo atravesamos uno de esos puentes chinos con forma de giba de camello que cruzaba sobre un riachuelo cuyas aguas -que no eran tales sino mercurio líquido, blanco y brillante- fluían suavemente dentro de su cauce. Los niños se lanzaron a meter las manos en la corriente para jugar con el extraño y fascinante metal que se escurría entre sus dedos formando pequeñas esferas de plata en las palmas de sus manos, pero no les permití entretenerse y, a regañadientes, volvieron al grupo.

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