Matilde Asensi - Todo bajo el Cielo

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Elvira, pintora española afincada en el París de las vanguardias, recibe la noticia de que su marido, con el que está casada por amistad, ha muerto en su casa de Shanghai en extrañas circunstancias.
Acompañada por su sobrina, zarpa desde Marsella en barco para recuperar el cadáver de Remy sin saber que éste es sólo el principio de una gran aventura por China en busca del tesoro del Primer Emperador. Sin tiempo para reaccionar se verá perseguida por los mafiosos de la Banda Verde y los eunucos imperiales, y contará con la ayuda del anticuario Lao Jiang y su sabiduría oriental en un gran recorrido que les llevará desde Shanghai hasta Xián, donde se encuentra la tumba del Primer Emperador y la última pieza del tesoro mejor guardado.

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– ¿Podría dejarme la antorcha un momento? -le pidió el maestro Rojo.

Lao Jiang se volvió, furioso.

– ¿Para qué la quiere? -preguntó.

– Me ha parecido ver algo…, no sé, no estoy seguro.

El anticuario extendió el brazo para dársela pero el maestro le hizo un gesto a Biao para que la cogiera él.

– Súbete a mis hombros-le pidió después al niño.

Apenas habíamos dado unos diez pasos dentro de la cámara pero, hasta donde llegaba la luz, sólo había vacío. No imaginaba qué habría podido atisbar el maestro Rojo para pedirle a Biao una cosa tan extraña.

Con la ayuda de todos, el maestro se puso en pie con el niño encaramado a su espalda.

– Levanta el brazo todo lo que puedas e ilumina el techo.

Cuando Biao lo hizo e iluminó la bóveda no di crédito a lo que veían mis ojos: un gran cajón de hierro, de tres metros de largo, dos de ancho y uno de alto flotaba impasible en el aire sin que se apreciara, a simple vista, ninguna cadena o andamio que lo sostuviera.

– ¿Qué hace el sarcófago ahí? -bramó Lao Jiang, incrédulo-. ¿Cómo puede permanecer de ese modo en el aire?

Era imposible responderle. ¿Cómo íbamos a saber nosotros qué clase de magia antigua mantenía aquel ataúd de hierro flotando como si fuera un zepelín? Biao saltó de los hombros del maestro y se quedó inmóvil, sosteniendo la antorcha.

El anticuario soltó un rugido y empezó a caminar de un lado a otro.

– Alcanzar el sarcófago no es importante, Lao Jiang -le dije, a sabiendas de que iba a recibir un exabrupto por respuesta-. Ya tenemos lo que queríamos. Vámonos de aquí.

Se detuvo en seco y me miró con ojos de loco.

– ¡Váyanse! ¡Márchense! -gritó-. ¡Yo tengo que quedarme! ¡Tengo cosas que hacer!

¿De qué estaba hablando? ¿Qué le pasaba? Por el rabillo del ojo vi que el maestro Rojo, que estaba buscando alguna cosa en su bolsa, levantaba la cabeza, asustado, y se quedaba mirando fijamente a Lao Jiang.

– ¿No me han oído? -continuó gritando el anticuario-. ¡Fuera, vuelvan a la superficie!

Ya me había cansado de su mala educación y de la insoportable actitud que había adoptado desde hacía un par de días. No estaba dispuesta a permitirle que nos gritara de aquella forma, como si se hubiera vuelto loco y quisiera matarnos.

– ¡Basta! -chillé con toda la potencia de mis pulmones-. ¡Cállese! ¡Estoy harta de usted!

Durante unos segundos, se quedó perplejo, mirándome.

– Escúcheme -le pedí sin cambiar el gesto hosco y seco que tenía en la cara-. No hay necesidad de comportarse así ¿Por qué quiere quedarse solo? ¿No hemos sido un equipo desde que salimos de Shanghai? Si tiene que hacer alguna cosa en este lugar, como usted ha dicho, ¿por qué no la hace y nos vamos? ¿Acaso quiere bajar el sarcófago? ¡Nosotros le ayudaremos! ¿No lo hemos hecho hasta ahora? Usted solo no habría conseguido llegar hasta aquí, Lao Jiang. Tranquilícese y díganos en qué podemos ayudarle.

En sus labios apretados se fue dibujando una extraña sonrisa.

– «Tres simples zapateros hacen un sabio Zhuge Liang» -contestó.

– Como no se explique, no sé lo que quiere decir -le espeté de malos modos.

– Es un refrán chino, madame -susurró el maestro Rojo desde el suelo, en el que continuaba agachado con las manos paralizadas dentro de su bolsa-. Significa que cuantas más personas haya, más posibilidades de éxito.

– «Cuatro ojos ven más que dos», ¿no dicen ustedes algo así? -nos aclaró el propio anticuario, ahora ya con la cara seria-. Por eso les traje conmigo. Por eso y porque eran un buen disfraz para mí.

Yo no entendía nada. Estaba disgustada y desconcertada. Me parecía absurdo mantener una conversación semejante en una situación y un lugar como aquéllos. Durante el viaje, me había conmovido en muchas ocasiones pensando en que aquellas personas a las que no conocía de nada pocos meses atrás (incluida mi propia sobrina), ocupaban ahora un lugar muy importante en mi vida. Todo lo que habíamos sufrido nos había unido y había llegado a sentir una fuerte confianza en Fernanda, Biao, Lao Jiang, el maestro Rojo e incluso en Paddy Tichborne. Es más, por alguna razón absurda, hubiera incluido también en aquel grupo a la anciana Ming T'ien, de la que no me había olvidado. Por eso, el cambio experimentado por Lao Jiang me confundía y echaba por tierra la buena imagen que me había formado de él.

– ¿Recuerda usted lo que le conté en Shanghai sobre la importancia de este lugar para mi país? -me preguntó el anticuario con una voz oscura-. Esto -e hizo un gesto con los brazos intentando abarcar la estancia completa, féretro incluido- es tan importante para el futuro como lo fue para el pasado. China es un país colonizado por los Estados imperialistas extranjeros, que nos sangran y nos someten con sus robos y exigencias y, allá donde la colonización no llega porque no interesa, perviven los restos feudales de un país moribundo dominado por los señores de la guerra. ¿Sabe usted que la Unión Soviética ha sido la única potencia que nos ha devuelto, sin pedir nada a cambio, todas las concesiones y privilegios que nos robó su anterior régimen zarista? Ninguna otra potencia lo ha hecho y los soviéticos nos han prometido, además, su apoyo en la lucha para recuperar la libertad. El verano del año pasado, doce personas nos reunimos en un lugar secreto de Shanghai para celebrar el segundo Congreso del Partido Comunista Chino.

¿Lao Jiang en el Partido Comunista? ¿Pues no era del Kuomintang?

– En aquella reunión decidimos hacer de China una república democrática y acabar con la opresión imperialista extranjera; expulsarles a ustedes, los Yang-kwei, a sus países, a sus misioneros, a sus comerciantes y a sus compañías mercantiles. Pero ante todo, formar un frente unido contra los que quieren la restauración de la vieja monarquía, contra todos aquellos que quieren que China vuelva al antiguo sistema feudal. ¿Y sabe por qué los comunistas hemos tenido que hacernos fuertes, aceptar la ayuda de la Unión Soviética y tomar la bandera de la libertad? Porque el doctor Sun Yatsen ha fracasado. En los doce años transcurridos desde su revolución, no ha conseguido devolver la dignidad al pueblo chino, ni reunificar este país fragmentado, ni hacer desaparecer a los señores feudales con ejércitos privados pagados por los Enanos Pardos, ni obligarles a ustedes a marcharse de nuestra tierra, ni eliminar los tratados económicos abusivos y vejatorios. El doctor Sun Yatsen es débil y está permitiendo, por miedo, que el pueblo chino siga muriendo de hambre y que ustedes, con sus democracias y su paternalismo colonial, nos sigan hundiendo más y más en la ignorancia y la desesperación.

Sin darme cuenta, su arrebatado discurso me había sacado del mausoleo del Primer Emperador y me había devuelto a las habitaciones de Paddy Tichborne en el Shanghai Club. En realidad, sus palabras no habían cambiado; era su desprecio por el doctor Sun Yatsen y su recién descubierta filiación comunista lo único nuevo de aquella inesperada situación.

– Mi oculta condición de comunista me ha permitido informar a Moscú durante los últimos dos años de los movimientos del Kuomintang y de la actividad política y comercial extranjera en Shanghai. Cuando los Eunucos Imperiales y, más tarde, la Banda Verde y los diplomáticos japoneses visitaron mi tienda de la calle Nanking, adiviné la importancia del «cofre de las cien joyas» que le había vendido a Rémy y puse sobre aviso al partido. Pero como su difunto marido, y viejo amigo mío, se negó a devolverme el cofre, tras su muerte a manos de la Banda Verde estábamos tan pendientes de su llegada y de lo que usted pudiese encontrar en la casa como lo estaban los imperialistas, sólo que nosotros contábamos con mi vieja amistad con Rémy para averiguar qué estaba agitando los cimientos de la corte imperial de Pekín. Cuando usted me prestó el cofre y pude examinar su contenido, descubrí asombrado la versión original de la leyenda del Príncipe de Gui, con las pistas necesarias para encontrar el jiance que podía traernos hasta este mausoleo de Shi Huang Ti. Advertí inmediatamente al Comité Central del partido el cual, mientras decidía qué tipo de acciones íbamos a emprender, me ordenó informar a Sun Yatsen con el resultado que usted ya conoce. El doctor Sun me considera un gran amigo y un fiel partidario, por lo que siempre dispongo de abundante información. Nadie sabe en el Kuomintang que soy miembro del Partido Comunista porque, tal y como le expliqué cierto día, estas dos formaciones trabajan unidas en la actualidad, aunque sólo en apariencia. Antes o después terminaremos enfrentándonos. El doctor Sun, como usted sabe, se ofreció a costear nuestro viaje con el objetivo que ya le comenté: financiar al Kuomintang e impedir la restauración imperial. El Comité Central de mi partido, por el contrario, me dio una orden muy clara y terminante: bajo la tapadera de la misión del doctor Sun, mi verdadera tarea sería destruir este mausoleo.

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