Matilde Asensi - Todo bajo el Cielo

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Elvira, pintora española afincada en el París de las vanguardias, recibe la noticia de que su marido, con el que está casada por amistad, ha muerto en su casa de Shanghai en extrañas circunstancias.
Acompañada por su sobrina, zarpa desde Marsella en barco para recuperar el cadáver de Remy sin saber que éste es sólo el principio de una gran aventura por China en busca del tesoro del Primer Emperador. Sin tiempo para reaccionar se verá perseguida por los mafiosos de la Banda Verde y los eunucos imperiales, y contará con la ayuda del anticuario Lao Jiang y su sabiduría oriental en un gran recorrido que les llevará desde Shanghai hasta Xián, donde se encuentra la tumba del Primer Emperador y la última pieza del tesoro mejor guardado.

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– Maestro -dije apresuradamente-, creo que sería mejor abandonar las bolsas. Cojamos lo más valioso y echemos a correr.

El maestro Rojo asintió y los niños sacaron grandes puñados de piedras preciosas, monedas de oro y figuritas de jade que guardaron en sus amplios bolsillos. Conseguimos cargar con todo lo que no tenía un tamaño desmesurado.

– Fernanda, no te dejes el espejo. Mételo dentro de la chaqueta.

– ¿El espejo? -se sorprendió-. Precisamente el espejo era lo último que pensaba llevarme. Es grande e incómodo -dijo despectivamente. Estaba enfadada, pero no conmigo sino con Lao Jiang.

El maestro Rojo, además de llenarse los bolsillos de joyas, se guardó su querido Luo P'an entre las ropas. Biao hizo lo mismo con mi libreta de dibujo y mis lápices, de los que se había apropiado.

– No miréis al pisar -les advertí-. Y no os detengáis por nada. ¡A correr!

Me lancé entre los montones de huesos a toda velocidad, intentando no perder el equilibrio si pisaba alguno. Corría como si me fuera la vida en ello porque, en verdad, me iba la vida, así que no había lugar para otra cosa que no fuera huir y conservar al máximo el aliento. ¡Cómo me alegraba ahora de haber adquirido una forma física tan buena con el taichi y los meses de largas caminatas por las montañas! Había sido una bendición.

Dejamos atrás las escalinatas de Afang y los gigantes de bronce y llegamos al río de mercurio donde recogimos los bambúes abandonados. Lo cruzamos todos a la vez, impulsándonos con fuerza para movernos deprisa en aquel líquido que, ahora, parecía querer frenarnos e impedirnos el paso. Una vez en la otra orilla, seguimos corriendo por el jardín como alma que lleva el diablo. Supongo que la angustia te agudiza los sentidos porque no nos perdimos ni una sola vez; ciertos animales, algunas piedras, los pabellones de los riachuelos nos llevaron directos a la gran puerta de bronce de las murallas que cerraban el Parque Shanglin. Esquivamos las numerosas estatuas que ocupaban el camino que partía desde allí hacia la subida al quinto nivel y ya no recuerdo los puentes que salvamos ni las ciudades que atravesamos salvo las calles empedradas de la pequeña y elegante de Shang-hsien. Después, empezó la inmensa y reluciente explanada de gruesas columnas lacadas en negro. En alguna parte, al otro extremo, estaba la rampa de salida. No debíamos perdernos. Corríamos sin descansar, a un ritmo fuerte y rápido y, cuando notamos que el techo se iba acercando a nuestras cabezas, supimos que, aunque nos hubiéramos desviado unos cuantos metros, íbamos bien.

– ¡Allí! -gritó mi sobrina dando un pequeño giro hacia la izquierda. Poco después, estábamos ascendiendo a toda velocidad hacia la gran losa de piedra negra de la sala de banquetes. No nos detuvimos. Pasamos como una exhalación junto a las mesas con sus manteles de brocado y sus objetos de oro y nos dirigimos hacia los travesaños de hierro de la pared delante de los cuales continuaba el enorme charco espeso lleno de insectos aplastados. Fernanda se detuvo.

– ¡No te pares! -le grité sin aliento. Empezaba a notar el cansancio. ¿Cuánto tiempo llevábamos corriendo sin parar? Puede que veinte o veinticinco minutos.

El maestro Rojo nos adelantó y fue un detalle que le agradecí. Él se enfrentaría a los millones de repugnantes bichos que infestaban el cuartucho de arriba permitiéndonos, de ese modo, atravesarlo más rápidamente. La idea de volver a llenarme el pelo, la cara y la ropa de aquellas cosas vivas y negras me superaba, pero no había tiempo que perder. A ellas les quedaba muy poco de vida y, si el precio de mis próximos cincuenta años (siempre hay que ser optimista en estos cálculos) era pasar de nuevo por aquel pedazo de infierno, lo pagaría.

Tras el maestro subió Biao, tras Biao, Fernanda y, por último, yo, que fui la que menos insectos recibió en la cabeza. El maestro dejó la trampilla abierta y, desde la sala del Bian Zhong, nos fue llamando a gritos incansablemente para guiar a Biao que, a su vez, guiaba a Fernanda y también a mí. Daba lo mismo cerrar los ojos que dejarlos abiertos. Ahora ya sabía que eran cucarachas, escarabajos y hormigas lo que llevaba encima y lo que me corría por la cara. Sólo esperaba que no me taparan la nariz ni me entraran en la boca o los oídos.

Perdimos más tiempo del debido por culpa de aquellos bichos. Lamentablemente, habían invadido también la sala del Bian Zhong porque la luz que atravesaba las aberturas dejadas por la pared móvil era un reclamo irresistible, de modo que ahora se habían apoderado de las hermosas campanas y de los barrotes de hierro que conducían al piso superior. Y no sólo eso. Como el día anterior, mientras bajábamos, no tomamos la precaución de cerrar la trampilla (fue por los niños, que aparecieron por sorpresa), los insectos voladores más atrevidos habían decidido explorar el espacio misterioso que había más allá del extraño agujero del techo y habían cruzado la frontera hacia el inmenso territorio de los diez mil puentes.

Allí estábamos otra vez, en aquel increíble lugar. Levanté la mirada hacia arriba y me asusté. No podíamos correr por aquellas cadenas de hierro suspendidas en el aire sin caernos.

– Por favor, maestro Rojo -le supliqué-. No se equivoque. Un simple error nos llevaría a perdernos en este laberinto.

– Le aseguro, madame -repuso empezando a subir la primera pasarela- que voy a poner toda la atención y todo el cuidado del mundo.

– ¿Cuánto tiempo nos queda? -preguntó mi sobrina, siguiéndole.

– Calculo que una hora y cuarenta y cinco minutos -le dije.

– ¡No lo vamos a conseguir! -gimió.

– Escúchenme todos -pidió el maestro-. Quiero que se concentren y que presten atención a mis palabras. A partir de ahora, olvidarán que caminan sobre una cadena de hierro e imaginarán que lo hacen sobre una ancha raya blanca pintada en el suelo de una gran habitación. La cadena es una raya segura y estable, una raya que no presenta ningún peligro, ¿de acuerdo?

– ¿Qué dice? -me preguntó Biao con el volumen de voz suficiente para que sólo yo, que iba detrás de él, le escuchara.

– Mira, Biao, no tengo la menor idea de lo que pretende el maestro -le contesté en tono fuerte- pero si él dice que esta cadena bailona es una raya pintada en el suelo, tú te lo crees y punto.

– Sí, tai-tai.

– Y tú también, Fernanda, ¿me has oído?

– Sí, tía.

– Y sujetaos bien.

– Repetid varias veces dentro de vosotros que camináis sobre una línea muy ancha pintada en el suelo de una habitación grande -insistió el maestro.

Yo, por supuesto, lo intenté con todas mis fuerzas en varios momentos de aquel eterno recorrido por los dichosos puentes pero cada vez que un insecto volador se me cruzaba por delante perdía toda la concentración y notaba que mis pasos se volvían inestables y que, con las manos, zarandeaba sin querer la pasarela por la que avanzábamos. En esos momentos sentía terror de que alguno de los niños se cayera por mi culpa y no había maestro taoísta en el mundo ni mago de feria que pudiera convencerme entonces de que caminaba sobre una raya o sobre las aguas del mar. Fue un error dejarme arrastrar por el pánico a partir de una cierta altura. Perdí toda noción del tiempo y ya no pude calcular cuánto estábamos invirtiendo en aquella ascensión que, por cuidadosa que fuera, seguía resultando enormemente peligrosa.

Sin embargo, la práctica adquirida el día anterior y el jueguecito mental del maestro Rojo parecían poner alas en nuestros pies y, cuando llegamos arriba, cuando pisamos suelo firme, el maestro y los niños convinieron que sólo habíamos empleado una hora en realizar el ascenso. No quise hacer mención de ello mientras corríamos por el túnel hacia las rampas del segundo nivel, pero eso significaba que, como mucho, disponíamos sólo de cuarenta y cinco minutos para salir del mausoleo.

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