Pero lo que realmente llamaba la atención eran las mesas, las tres mesas aún cubiertas por lujosos manteles de brocado sobre las que se veía una infinidad de bandejas, platos, cuencos con y sin tapa, botellas de cuerpo panzudo, tazones, tarros, jarras, recipientes para frutas, cucharas, palillos… Todo de oro y piedras preciosas. Era una verdadera maravilla. Nos fuimos acercando muy despacio, intimidados, sobrecogidos como si fuéramos una banda de pordioseros que intenta colarse en el gran banquete funerario del emperador. De todas formas, la impresión que transmitía aquel supuesto festín era el de una celebración de fantasmas, un convite de difuntos condenados por toda la eternidad a participar de aquel macabro festejo. Recorrió mi espalda un estremecimiento glacial que me erizó toda la piel del cuerpo. Al acercarnos más, cuando ya estábamos a unos cinco o seis metros, descubrimos que los platos no estaban vacíos. No es que hubiera comida, por supuesto, pero sí un extraño cilindro de piedra preparado a modo de servilleta para cada comensal. Quizá fueran las tarjetas con los nombres de los invitados, aunque eran tan gruesos como mi brazo y estaban hechos con una tosca piedra gris que resaltaba sobre las finas superficies de oro. Conté veintisiete sillas por mesa lo que, multiplicado por tres, daba un total de ochenta y uno de aquellos cilindros. El maestro Rojo se fue directo a coger el que teníamos más cerca.
– ¡Cuidado! -le advirtió Lao Jiang.
– ¿Cuidado por qué? -pregunté, intimidada. El maestro, que ya tenía la pieza en la mano, le miró también con curiosidad.
– Sólo digo que vayamos con cuidado. Nos encontramos justo encima del auténtico mausoleo del Primer Emperador y creo que deberíamos extremar las precauciones. Sólo eso.
– Pero en el jiance no se habla de peligros inesperados -le recordé-. Lo único que dice sobre este quinto subterráneo es que hay un candado especial que sólo se abre con magia.
– ¿Un candado especial que sólo se abre con magia? -repitió, curioso, el maestro Rojo.
– Exactamente -afirmé, caminando a paso ligero para coger otro de aquellos rodillos de piedra.
– Pues debe de ser esto -anunció Fernanda señalando el suelo. Se encontraba justo en el centro de la sala, en medio de las tres mesas. Dando un pequeño rodeo, fui hacia ella y los demás me siguieron.
Aquel dibujo ya lo había visto. Era el mismo que estaba en la losa negra situada detrás del asiento principal. Levanté la mirada y comparé ambos cuadrados: eran idénticos salvo por el hecho de que el del suelo era bastante más grande y que en sus casillas había agujeros, unos agujeros en los que hubiera jurado que encajaban a la perfección los cilindros grises. Examiné con curiosidad el que tenía en la mano y, entonces, descubrí que en una de sus bases había un ideograma chino tallado en relieve.
– Es un tablero de nueve por nueve -comentó Lao Jiang-, así que hay ochenta y un huecos en el suelo y ochenta y un rollos de piedra en las mesas. Ya hemos encontrado el candado. Ahora tenemos que buscar la magia.
Yo, a esas horas, ya no podía buscar nada. Tenía hambre, estaba cansada y seguía picándome el cuerpo como si aún tuviera bichos encima. Llevábamos todo el día superando pruebas para descender de un sótano a otro. Debía de ser muy tarde, seguramente la hora de la cena, y necesitaba parar. Además, ¿no disponíamos de unas mesas preparadas con muy buen gusto y de una magnífica vajilla que podíamos aprovechar para sentirnos como reyes saboreando nuestras humildes viandas? Aquel lugar era perfecto para hacer un descanso.
Ni Lao Jiang pudo negarse y eso que se le dibujó en la cara un gesto de contrariedad. Calentamos agua con la antorcha y pudimos tomar, al fin, un té caliente que me supo a gloria y unas bolas de arroz con especias que fueron manjar de los dioses. En París habría rechazado ambas cosas con asco y repugnancia tan sólo por su aspecto y por la suciedad de nuestras manos. Hubiera pensado en gérmenes y en enfermedades digestivas. Aquí, me daba lo mismo. Sólo quería comer y, además, utilizando aquella hermosa vajilla cuya capa de polvo milenario añadiría un buen aporte alimenticio. A veces, ya no podía reconocerme.
Los niños empezaron a cabecear y a bostezar en cuanto terminaron la cena, pero Lao Jiang fue inflexible. Estábamos sólo a un nivel del mausoleo del Primer Emperador y no íbamos a dormir ahora. Si los niños tenían sueño que bebieran más té y se echaran un poco de agua en la cara para espabilarse. Nada de dormir. A pensar. A buscar la magia del cerrojo para poder acceder esa misma noche al auténtico lugar de enterramiento de Shi Huang Ti.
– ¿Y sabe qué pasará cuando lleguemos, Lao Jiang? -repuse, desafiante-. Que nos dormiremos allí, justo al lado del cuerpo seco del viejo emperador. Estamos cansados y no tiene sentido continuar esta noche con la búsqueda. Desde que nos despertamos esta mañana hemos escapado de los disparos de las ballestas bailando los «Pasos de Yu», descubrimos los hexagramas del I Ching que marcaban el camino de salida del segundo nivel mientras nos envenenábamos con metano, seguimos la ruta de la energía a través de las Nueve Estrellas del Cielo Posterior arriesgando nuestras vidas en aquellos dichosos diez mil puentes, cambiamos de lugar las sesenta y seis pesadas campanas de bronce del Bian Zhong según la teoría de los Cinco Elementos y hemos llegado hasta aquí después de pasar por un cuarto plagado de insectos que han estado a punto de devorarnos. Acabamos de tomar la primera comida decente del día y ¿quiere usted que sigamos y que resolvamos un nuevo enigma sin dormir unas horas para tener la cabeza despejada?
Sentí una oleada de solidaridad de los niños y del maestro Rojo, que me miraban y asentían con la cabeza mientras disimulaban los bostezos.
– Lo que no puedo entender -objetó fríamente Lao Jiang- es por qué quiere parar ahora, Elvira. Estamos tan cerca de conseguir nuestro objetivo que casi podemos tocarlo con las manos. Dormir estando frente a la puerta del tesoro me parece lo más absurdo que he oído en mi vida. No es momento de descansar; es momento de resolver la combinación de este maldito cerrojo para obtener aquello por lo que abandonamos Shanghai y hemos puesto mil veces nuestras vidas en peligro durante los últimos meses. ¿Es que no lo entiende?
Se volvió a mirar al maestro Rojo y le dijo:
– ¿Está usted conmigo?
El maestro cerró los ojos y no se movió pero, tras unos segundos de vacilación, le vi ponerse en pie lentamente. Lao Jiang era el demonio. No tenía piedad con nadie. Volviéndose hacia los niños les preguntó:
– ¿Y vosotros dos?
Fernanda y Biao me miraron en busca de la respuesta. Hubiera querido matar al viejo anticuario, en serio, pero no era el momento de mancharme las manos de sangre ni de dividir al grupo ni tampoco de provocar discusiones. Podíamos aguantar un rato más. Cuando cayésemos lo haríamos como plomos y estaríamos en coma durante varias horas.
– Prepararé más té -dije levantándome de mi asiento y haciendo con la cabeza un gesto a los niños para que fueran con Lao Jiang y el maestro Rojo.
Mientras calentaba el agua, les oía conversar. Fernanda y Biao habían recogido los cilindros de las mesas y, ahora, los dos hombres, sentados en el suelo, los examinaban.
– Están numerados en sus bases desde el número uno hasta el ochenta y uno -dijo Lao Jiang.
– Cierto, cierto… -murmuró, adormilado, el maestro.
– ¿Por qué no estudian el diseño del suelo y de la losa? -pregunté echando las hojas de té en el agua caliente-. Quizá deberían hacerlo antes de seguir con los números.
– El diseño no tiene ningún problema, Elvira -me dijo Lao Jiang-. Se trata de un cuadrado de nueve casillas por nueve casillas, todas iguales y todas con un agujero en el centro para encajar estos ochenta y un cilindros. El problema es la disposición, el orden en el que deben ser colocados.
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