Matilde Asensi - Todo bajo el Cielo

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Elvira, pintora española afincada en el París de las vanguardias, recibe la noticia de que su marido, con el que está casada por amistad, ha muerto en su casa de Shanghai en extrañas circunstancias.
Acompañada por su sobrina, zarpa desde Marsella en barco para recuperar el cadáver de Remy sin saber que éste es sólo el principio de una gran aventura por China en busca del tesoro del Primer Emperador. Sin tiempo para reaccionar se verá perseguida por los mafiosos de la Banda Verde y los eunucos imperiales, y contará con la ayuda del anticuario Lao Jiang y su sabiduría oriental en un gran recorrido que les llevará desde Shanghai hasta Xián, donde se encuentra la tumba del Primer Emperador y la última pieza del tesoro mejor guardado.

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Tras recoger nuestras bolsas nos dispusimos a cruzar el umbral abierto por la pared del Bian Zhong. Lao Jiang sacó de nuevo su yesquero y prendió la antorcha, colocándose en primer lugar. Yo iba detrás de él, protegiendo con el cuerpo a la tonta de mi sobrina y al niño, que caminaba junto al maestro. No sabía con qué podíamos encontrarnos detrás del muro aunque hasta entonces no habíamos tenido más sorpresas desagradables de las esperadas. Sin embargo, y por una vez, acerté con mis temores: oí una exclamación del anticuario y vi que se echaba hacia atrás y que iba a caer sobre mí. Por instinto, retrocedí apresuradamente chocando con Fernanda, que chocó a su vez con Biao y éste con el maestro Rojo.

– ¿Qué ocurre? -pregunté.

Cuando Lao Jiang, que había mantenido el equilibrio de milagro, se giró para mirarnos, descubrí unas cosas negras que se movían por la orilla de su túnica y que subían a toda velocidad entre sus pliegues. ¿Cucarachas…? Sentí un asco de morirme.

– Escarabajos -aclaró el maestro Rojo.

– Hay de todo -precisó Lao Jiang sacudiéndose la ropa. Aquellas cosas negras con patitas cayeron al suelo y se movieron-. No he podido fijarme bien porque me he alarmado al ver las paredes y el suelo cubiertos de insectos pero hay miles de ellos, millones; escarabajos, hormigas, cucarachas… No se distingue la trampilla.

Mi sobrina soltó una exclamación de terror.

– ¿Pican? -preguntó muerta de miedo, tapándose la boca con la mano.

– No lo sé, no creo -respondió Lao Jiang girándose de nuevo hacia la habitación y alargando el brazo con la antorcha para iluminar el interior. No podía pensar siquiera en asomarme. Es más, no podría entrar allí aunque fuera el último lugar del mundo tras una catástrofe universal.

– Pues vamos -dijo Biao caminando hacia donde estaba Lao Jiang.

Los tres hombres se asomaron y les vimos poner cara de sorpresa.

– ¡Está infestado! -exclamó el maestro-. La luz les hace moverse. ¡Miren cómo vuelan y cómo caen del techo!

– No podremos encontrar la trampilla -afirmó el niño sacudiéndose los bichos de los brazos de la chaqueta. Lao Jiang y el maestro se pasaban las manos por la cara.

– Yo la buscaré. Cuando la encuentre les llamaré.

– Lo siento, Lao Jiang, yo no puedo entrar ahí -le dije.

– Pues quédese. Haga lo que le plazca -repuso groseramente desapareciendo tras el muro. Me quedé de una pieza.

– Tía, ¿qué vamos a hacer nosotras? -Mi sobrina me miraba con ojos de angustia.

Me sentí tentada a darle una respuesta parecida a la que me acababa de soltar a mí el anticuario (aún estaba muy enfadada con ella por haberme desobedecido) pero me dio pena y no pude hacerlo. El miedo nos hermanaba y, además, comprendía su agobio. Pero si de miedo se trataba había que superarlo, me dije, había que enfrentarse a él. No quería que mi sobrina heredara mi neurastenia.

– Haremos de tripas corazón y pasaremos, Fernanda.

– Pero ¿qué está usted diciendo? -se horrorizó.

– ¿Quieres que nos quedemos tú y yo aquí como dos tontas mientras ellos siguen hacia el tesoro?

– ¡Pero hay millones de bichos! -aulló.

– ¿Y qué? Pasaremos. Cerraremos los ojos y pasaremos. Le diremos a Biao que nos lleve de la mano a toda velocidad, ¿de acuerdo?

Los ojos se le llenaron de lágrimas pero asintió. Yo sentía terror y picores por todo el cuerpo sólo de pensar en entrar en aquella habitación pero tenía que dar una lección de valor a mi sobrina y tenía que demostrarme a mí misma que mi recuperación era cierta, que podría enfrentarme al miedo siempre que quisiera (o que no tuviera más remedio, como era el caso).

Le explicamos a Biao la situación y él mismo se ofreció a guiarnos antes de que se lo pidiéramos. Apenas tuvimos tiempo de prepararnos: la llamada de Lao Jiang sonó como un mazazo en la cabeza de Fernanda y en la mía. No debíamos pensar más. Biao cogió mi mano, yo cogí la de la niña y entramos en la misteriosa estancia infestada de sabandijas. Inmediatamente noté que quedaba cubierta por pequeñas cosas vivas que, además de posarse sobre mí, se movían. Casi me vuelvo loca de repugnancia y pánico pero no podía soltar a los niños para frotarme. Debía controlar mis nervios y, sobre todo, la mano de Fernanda, que hizo varios fuertes amagos por zafarse de la mía para quitarse de encima los repelentes animalejos. No abrí los ojos hasta que Biao me dijo que la trampilla estaba a mis pies. Entonces miré y ojalá no lo hubiera hecho: suelo, techo, paredes… todo estaba negro y en movimiento, en el aire volaban mil insectos con élitros negros. Empujé a la niña para que bajara la primera y saliera de allí y, mientras lo hacía, me fijé en Lao Jiang, que permanecía inmóvil sujetando la antorcha para iluminarnos: estaba cubierto de los pies a la cabeza por la misma capa de bichos que ocultaba las paredes. También Biao empezaba a tener un aspecto semejante y yo, aunque no quería ser consciente, debía de andar muy cerca de parecerme a ellos.

– ¡No te entretengas, Fernanda! -le grité a mi sobrina, empezando a meterme en la trampilla. Fue un milagro que no nos matásemos. La niña y yo, aún cubiertas de pequeñas cosas vivas, bajábamos sacudiendo nuestras ropas. Al poco, escuché el sonido del escotillón al cerrarse sobre nuestras cabezas con un golpe seco y una lluvia de cucarachas y escarabajos me rozó las manos y la cara. Lao Jiang había apagado la antorcha de bambú, así que no veíamos nada. Y mejor así, la verdad. No tenía ganas de conocer el equipaje que llevaba encima.

Tampoco este tramo de descenso fue muy largo, unos diez metros quizá. Pronto estuvimos en el suelo y escuché cómo Fernanda pataleaba con fuerza aplastando todo lo que pillaba bajo sus suelas y cada uno de sus pisoteos iba acompañado de varios crujidos crepitantes. Mientras los demás llegaban abajo, la imité, y pronto fuimos cuatro los que matábamos insectos a ciegas. Lao Jiang, por suerte, volvió a encender la antorcha en cuanto puso el pie en tierra. Estábamos invadidos, los teníamos por todas partes: en el pelo, en la cara, en la ropa… Mi sobrina y yo nos sacudimos mutuamente mientras los hombres hacían lo propio. El suelo se llenó de cadáveres reventados flotando en un charco amarillento y pastoso pero, al fin, pudimos dejar de rascarnos y de golpearnos como si tuviéramos la sarna o nos hubiéramos vuelto locos. Caminamos unos pasos para alejarnos de la repugnante mancha, dándole la espalda para no verla.

– ¿Se ha terminado? -preguntó Lao Jiang, examinándonos. Fernanda hipaba a mi lado, secándose las lágrimas provocadas por los nervios; Biao tenía la cara contraída en una mueca de asco que se le había quedado congelada y yo me pasaba las manos compulsivamente por los brazos, eliminando unos insectos que ya no estaban allí-. Inspeccionemos este nuevo subterráneo.

No podía ver con claridad porque aquel lugar era muy grande y teníamos poca luz pero me pareció divisar unas mesas dispuestas como para un banquete.

– Busque vasijas con grasa de ballena, Lao Jiang -le sugerí al anticuario.

– Ayúdame, Biao -le pidió él al niño y ambos se dirigieron hacia las paredes. Al desplazarse Lao Jiang, Fernanda, el maestro Rojo y yo nos quedamos a oscuras pero, al mismo tiempo, pudimos ver un poco más de aquella sala que era bastante amplia y tenía, en efecto, tres mesas dispuestas en forma de U con el lado abierto en dirección a nosotros. Cuando el anticuario y Biao dieron al fin con las vasijas y las encendieron, el recinto adquirió una nueva dimensión y el aspecto de una impresionante y fastuosa sala de banquetes. Las paredes estaban decoradas con motivos de dragones dorados y torbellinos de nubes de jade, el suelo volvía a ser de baldosas negras como en el palacio funerario y, también como en el palacio, detrás de la mesa colocada en sentido horizontal, una gran losa de piedra negra de unos dos metros de largo caía en picado desde el techo hasta el suelo exhibiendo esta vez la talla de una especie de cuadrado gigante dividido en casillas, con incrustaciones de oro resaltando las líneas. Cerca de las vasijas luminosas había impresionantes esculturas de arcilla cocida como las que habíamos visto en el recinto exterior, pero éstas no encarnaban a humildes siervos ni a elegantes funcionarios; parecían, más bien, artistas preparados para dar inicio a algún tipo de actuación. Todos llevaban el pelo recogido en un moño, iban descalzos y estaban desnudos salvo por un faldellín corto que les dejaba lucir la gran musculatura del pecho, los brazos y las piernas, dándoles aspecto de acróbatas o luchadores. Sus caras, tan serias e inmutables, asustaban, así que les ignoré y no dejé de repetirme durante un buen rato que únicamente eran un puñado de barro con forma humana, barro y no personas, arcilla sin vida.

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