– Pero ¿por qué? -dejé escapar casi en un grito.
– Lo dice la ley. Usted era su esposa.
– ¡No, no estoy hablando de eso! Me refiero a por qué no sabía yo todo esto, a por qué jamás me dijo que estaba enfermo, que tenía deudas… ¿Es que no murió asesinado por unos maleantes que entraron a robar en su casa? Lleva usted un rato dando vueltas sin decirme realmente nada.
El jurisconsulto se echó hacia atrás en su asiento y allí se quedó durante unos minutos, mirando a través de mí como si yo no estuviera, sin pestañear, perdido en sus pensamientos. Al final, tras retorcerse las guías del bigote repetidamente, se inclinó de nuevo sobre la mesa y, contemplándome con mucha tristeza por encima de los quevedos, me dijo:
– Cuando la banda de ladrones entró en la casa, Rémy estaba nghien , madame . Por eso pudieron con él.
– ¿ Nghien ?-repetí a duras penas.
– En estado de necesidad…, de necesidad de opio, quiero decir. Rémy era adicto al opio.
– ¿Adicto al opio? ¿Rémy…?
– Sí, madame . Siento ser yo quien se lo comunique, pero su esposo, en los últimos años, derrochó su fortuna en opio, juego y burdeles. Le pido por favor que no vaya a pensar mal de Rémy. Era un hombre excelente, ya lo sabe usted. Estas tres aficiones corrompen en general a todos los hombres de Shanghai, sean chinos u occidentales. Muy pocos escapan. Es esta ciudad… Siempre es culpa de esta dichosa ciudad. Aquí la vida consiste en eso, madame , en eso y en hacerse rico si queda tiempo. Todo el mundo derrocha el dinero a manos llenas, sobre todo en las apuestas. He visto caer a muchos hombres prominentes y desvanecerse muchas fortunas. Llevo tanto tiempo en Shanghai que nada me sorprende. Lo de Rémy estaba cantado, y discúlpeme la expresión. Sé que usted me entiende. Antes de la guerra ya se veía venir. Luego, perdió el control. Eso fue todo.
Me pasé la mano por la frente y noté que tenía sudor frío en la palma. Mi crisis nerviosa, quizá por la enorme pena que sentía en aquel momento, se había detenido. Realmente, si era sincera conmigo misma, Rémy había tenido el único final posible para él, y no me refería a su muerte violenta, injusta a todas luces, sino a esa caída en picado hacia la destrucción personal. Era el hombre más divertido, amable y elegante del mundo, pero también era débil, y el destino había tenido la mala ocurrencia de ir a colocarle en el lugar más inadecuado para él. Si en París desaparecía durante días y volvía a casa en unas condiciones lamentables, ¿qué no iba a sucederle en Shanghai, donde, por lo visto, era fácil y común dejarse llevar sin control por las apetencias y los placeres? Un hombre como él no podía resistirse. Lo que no conseguía entender era de dónde había sacado, teniendo tantas deudas, el dinero que me mandaba de vez en cuando a través del Crédit Lyonnais. El sueldo que la viuda del pintor Paul Ranson me pagaba por dar clases en su Académie no daba para muchas alegrías, así que, en ocasiones, le pedía ayuda en mis cartas y, casi a vuelta de correo, tenía a mi disposición una suma generosa en la oficina del Crédit del Boulevard des Italiens.
M. Julliard interrumpió el hilo de mis pensamientos.
– Ahora, Mme. De Poulain, tendrá usted que saldar las deudas de Rémy o exponerse a pleitos y embargos. De hecho, ya hay algunos litigios en marcha que no van a detenerse con su muerte.
– Pero, ¿y su hermano? Yo no tengo nada.
– Como ya le he dicho, madame , Arthème pagó gran parte de los débitos hace algunos años. Los abogados de la empresa, así como monsieur Voillis, el nuevo apoderado, me han comunicado que la familia se desentiende de cualquier problema relacionado con Rémy o con usted, a la que me han pedido que comunique la conveniencia de no solicitarles ninguna ayuda ni hacerles ninguna reclamación.
El orgullo me hizo dar un respingo.
– Dígales que no se preocupen, que para mí no existen. Pero le repito, M. Julliard, que yo no tengo nada, que no puedo hacer frente a esos pagos.
De nuevo sentía crecer el ritmo de los latidos de mi corazón y de nuevo el aire encontraba problemas para entrar en mis pulmones.
– Lo sé, madame , lo sé, y no imagina cómo lo lamento -murmuró el abogado-. Si usted me lo permite, voy a proponerle algunas soluciones en las que he estado pensando para que pueda afrontar esta situación.
Empezó a remover enérgicamente los papeles del legajo de tal manera que terminaron por inundar su mesa.
– ¿Y los criados, M. Julliard? -le pregunté-. ¿Cómo voy a pagar a los criados?
– ¡Oh, no se preocupe por eso! -exclamó, distraído-. Los amarillos trabajan por el techo y la comida. Así son las cosas aquí; hay mucha miseria y mucha hambre, madame . Quizá Rémy le diera una pequeña cantidad de vez en cuando a la señora Zhong porque la apreciaba mucho, pero usted no está obligada… ¡Ah, ésta es! -Se interrumpió, sacando una hoja del desordenado montón-. Bueno, veamos… Ante todo, madame , tendrá que vender las casas, tanto la de aquí como la de París. ¿Tiene usted alguna otra propiedad con la que pudiéramos contar?
– No.
– ¿Nada? ¿Está segura? -El pobre hombre no sabía cómo insistir y yo apenas podía respirar-. ¿Alguna propiedad en su país, en España? ¿Una casa, tierras, algún negocio…?
– Yo… No. -Mi garganta emitió un leve silbido y me agarré con desesperación al borde del asiento-. Mi familia me desheredó y hoy lo tiene todo mi sobrina. Pero no puedo…
– ¿Quiere un poco de agua, madame ? ¡El té! -recordó de pronto. Se levantó de golpe y se dirigió corriendo hacia la puerta. Poco después tenía entre mis manos una bonita taza china con tapadera que desprendía un aroma delicioso. Di pequeños sorbos hasta que me encontré mejor. El abogado, lleno de preocupación, se había plantado a mi lado.
– M. Julliard -supliqué-. No puedo disponer de nada en Europa y no voy a pedirle ayuda a mi sobrina. No me parecería correcto.
– Muy bien, madame , como usted diga. Quizá, con un poco de suerte, consigamos sacar lo suficiente con las casas y su contenido.
– ¡Pero no puedo perder la casa de París! ¡Es mi hogar, el único que tengo!
¿A los cuarenta y tantos años iba a empezar de nuevo? No, imposible. Cuando me fui de España era joven y poseía empuje y energía para afrontar la pobreza, pero ahora ya no era la misma, los años me habían restado brío y no me sentía capaz de vivir en alguna buhardilla inmunda de un barrio peligroso.
– Tranquilícese, Mme. De Poulain. Le prometo que haré todo lo que pueda para ayudarla. Pero las casas hay que venderlas, no queda otra solución. ¿O podría usted reunir trescientos mil francos en las próximas semanas?
¿Cuánto había dicho…? No podía ser. ¿Trescientos mil…?
– ¡Trescientos mil francos! -grité horrorizada. La moneda francesa y la española iban más o menos a la par, así que estábamos hablando, nada más y nada menos, que de… ¡trescientas mil pesetas! ¡Si yo sólo ganaba quince duros al mes en la Académie! ¿Cómo iba a conseguir esa cantidad? Además, después de la guerra, la vida en París se había vuelto insoportablemente cara. Hacía mucho tiempo que nadie podía comprar en sitios como Le Louvre o Au Bon Marché. La gente hacía verdaderas economías para sobrevivir y los pocos que aún tenían dinero habían visto muy mermadas sus rentas.
– No se preocupe. Venderemos las casas y organizaremos una almoneda. Rémy era un gran coleccionista de arte chino. Seguro que conseguimos acercarnos al total.
– Mi casa de París es muy pequeña… -musité-. Valdrá unos cuatro mil o cinco mil francos nada más. Y, eso, porque está cerca de L'École de Médecine.
Читать дальше