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Matilde Asensi: Todo bajo el Cielo

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Matilde Asensi Todo bajo el Cielo

Todo bajo el Cielo: краткое содержание, описание и аннотация

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Elvira, pintora española afincada en el París de las vanguardias, recibe la noticia de que su marido, con el que está casada por amistad, ha muerto en su casa de Shanghai en extrañas circunstancias. Acompañada por su sobrina, zarpa desde Marsella en barco para recuperar el cadáver de Remy sin saber que éste es sólo el principio de una gran aventura por China en busca del tesoro del Primer Emperador. Sin tiempo para reaccionar se verá perseguida por los mafiosos de la Banda Verde y los eunucos imperiales, y contará con la ayuda del anticuario Lao Jiang y su sabiduría oriental en un gran recorrido que les llevará desde Shanghai hasta Xián, donde se encuentra la tumba del Primer Emperador y la última pieza del tesoro mejor guardado.

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Tai-tai -me llamó la señora Zhong, inclinándose respetuosamente-, ¿cómo debo llamar a la joven señora?

– ¿A la niña…? -repuse mirando a mi sobrina, que contemplaba su taza de té como si no supiera qué hacer con ella-. Llámela por su nombre, señora Zhong: Fernanda.

– Me llamo Fernandina -objetó mi sobrina mientras seguía con su infructuosa búsqueda del asa de aquella taza.

– Escucha, Fernanda -le dije con voz seria-. En España existe la tonta costumbre de llamar a las personas con el diminutivo de sus nombres: Lolita, Juanito, Alfonsito, Bernardino, Pepita, Isabelita… Pero fuera de allí se considera una cursilada, ¿lo entiendes?

– Me da lo mismo -replicó en castellano, para enfadarme aún más. Decidí ignorarla.

– Señora Zhong, llame Fernanda a la niña, le diga ella lo que le diga.

La sirvienta se inclinó de nuevo, aceptando la orden.

– Su equipaje ha sido llevado a la habitación de monsieur , tai-tai , pero si desea usted otra cosa le agradecería que me lo dijera. A Mlle. Fernanda la he alojado en una alcoba vecina a la suya.

– Me parece muy bien, señora Zhong. Le agradezco mucho su ayuda.

– Ah, tai-tai , hoy ha llegado una carta para usted -añadió dando un pequeño pasito adelante y extrayendo del bolsillo de su calzón un sobre alargado.

– ¿Para mí? -No podía creerlo. ¿Quién, que yo conociera, podía escribirme a la casa de Rémy en Shanghai?

Pero el sobre llevaba membrete y, además, uno muy significativo, y, en su interior, había una nota impresa en un papel muy elegante en la que se nos invitaba a Fernanda y a mí a cenar la noche del viernes, 31 de agosto, en casa del cónsul general de España, don Julio Palencia y Tubau, en compañía de su esposa y de los miembros más ilustres de la pequeña comunidad española de Shanghai, que estarían encantados de conocernos.

O a mí se me acumulaba el trabajo o es que nadie, en aquella ciudad, tenía la menor consideración hacia los viajeros recién llegados. Yo deseaba acercarme hasta el cementerio francés en el que estaba temporalmente enterrado Rémy y había creído que podría hacerlo después de hablar con su abogado pero, por lo visto, no iba a ser posible porque los cónsules de mis dos países, el adoptivo y el natal, estaban empeñados en conocerme lo antes posible. ¿A qué tantas prisas?

– Habrá que confirmar de algún modo nuestra asistencia -murmuré, dejando el sobre en una esquina de la mesita y destapando mi taza de té para dar un sorbo.

Fernanda alargó el brazo y se apoderó de la nota. Una sonrisa -esta vez, una auténtica sonrisa- apareció en su cara y me miró con ojos esperanzados.

– Iremos, ¿verdad?

Al devolverle la mirada, me di cuenta de que la niña sufría del mal que enferma a todos cuantos abandonan forzosamente su país por largo tiempo: la añoranza de un lugar y de una lengua.

– Supongo que sí. -El té estaba realmente bueno, incluso sin azúcar. El contraste entre la porcelana blanca y el precioso color rojo brillante de la infusión era toda una inspiración. Me hubiera gustado tener cerca mi paleta y mis pinceles.

– No podemos rechazar una invitación del cónsul de España.

– Lo sé, pero mañana tengo muchos compromisos y por la noche me encontraré muy cansada, Fernanda. Intenta comprenderlo. No es que no quiera ir, es que no sé si tendré ánimo cuando llegue el momento.

– La cena estará lista dentro de una hora -dijo la señora Zhong.

– Permita que le diga, tía, que las obligaciones…

– … están por delante de las diversiones, ya lo sé -la atajé, terminando la vieja y conocida frase.

– Si se encuentra muy cansada, se toma un chocolate y…

– … y me recupero en seguida, también lo sé, porque el chocolate resucita a los muertos, ¿verdad?, ¿era eso lo que ibas a decir?

– Sí.

Suspiré profundamente y dejé la taza en su platillo con un gesto parsimonioso.

– Aunque te resulte tan difícil de creer como a mí, Fernanda -dije, al fin, mirándola de nuevo-, venimos de la misma familia y nos han criado con las mismas ideas, las mismas costumbres y los mismos ridículos latiguillos. Así que no te olvides de que todo cuanto vayas a decir ya lo he oído yo antes muchas veces y no me sirve de nada, ¿de acuerdo? ¡Ah, y otra cosa! Tomar un chocolate para reponerse, por muy española que sea la tradición, puede resultar un tanto problemático en China. Será mejor que te vayas acostumbrando al té.

– Muy bien, pero, se encuentre usted como se encuentre mañana por la noche, tía, al consulado español hay que ir -insistió, terca y con el ceño fruncido.

Fijé la mirada en un hermoso tigre de bronce que tenía las fauces abiertas, mostrando los colmillos afilados, y las garras delanteras alzadas y listas para el ataque. Durante un segundo me sentí transfigurada en ese animal y, con sus ojos, miré a mi sobrina… Luego, volví a suspirar profundamente y bebí té.

Cuando la señora Zhong entró por la mañana en mi habitación para despertarme, apareció con una vela en la mano, de un modo espectral. La casa disponía de iluminación de gas y, en uno de los pabellones, en su despacho, Rémy había hecho instalar una potente araña eléctrica bajo la que rodaba un gran ventilador. Pero si el estudio de Rémy era impresionante, con su colosal escritorio de madera de almendro rojo con guarniciones de bronce, sus estantes llenos de extraños libros chinos plegables -sin tapas, sólo papel cosido-, sus colecciones de pinceles para escribir y sus caligrafías en todas las paredes, el dormitorio aún era más extraordinario, con un armario de color rojo intenso incrustado de nácar, una cómoda decorada con exóticas charnelas y pasadores y, delante de un monumental biombo lacado y pintado con un paisaje campestre que estaba al fondo y que ocultaba una bañera de estaño y lo que la señora Zhong llamó un ma-t'ung -que no era otra cosa que una silla con orinal-, una enorme y pesada cama con dosel clausurada por paneles trabajados tan primorosamente que parecían lienzos de puntillas y a la que se accedía por una gran abertura circular cubierta con unas preciosas cortinas de seda. Estas cortinas eran tan delicadas que, una vez acostada, podía ver sin problemas toda la habitación a través de ellas, pero, además, dejaban pasar la brisa nocturna y, al mismo tiempo, servían de magníficas mosquiteras, lo que me permitió descansar, por fin, sin ser molestada por los insectos. Otra cosa distinta es que pudiera dormir, que no pude, porque mi mente, presumo que alterada por el lugar, se dedicó a recordar morbosamente momentos lejanos en el tiempo pero terriblemente cercanos por el dolor que me producían. Mi juventud había quedado atrás y, con ella, aquel Rémy encantador con el que me casé, aquel divertido seductor al que tenía que llevar a la cama todas las madrugadas, cuando volvía a casa ebrio de Pernod, champagne y Cointreau, con olor a tabaco y a perfumes femeninos, impregnados en su ropa quién sabe en qué cabarets y music-halls del París de los primeros años del siglo. El amanecer me pilló con los ojos llenos de lágrimas.

Fernanda desayunó conmigo. Su hosquedad habitual se había pacificado un tanto y mostró mucho interés por saber qué íbamos a hacer hasta que M. Favez viniera a buscarme a las doce y media. Cuando le señalé que me marchaba sola porque los asuntos que tenía que tratar con el abogado de Rémy eran personales, se limitó a preguntarme si podía emplear la mañana buscando una iglesia católica dentro de la Concesión Francesa para poder asistir a misa mientras estuviéramos en Shanghai. Me mostré conforme, siempre y cuando saliera acompañada por la señora Zhong o por algún otro criado de confianza, pero le recomendé que aprovechara el tiempo sobrante leyendo alguno de los libros de la biblioteca de Rémy, sobre todo porque no la había visto tocar uno desde que la conocía (misal y devocionario al margen). De hecho, su reacción fue de total escándalo:

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