Matilde Asensi - Todo bajo el Cielo

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Elvira, pintora española afincada en el París de las vanguardias, recibe la noticia de que su marido, con el que está casada por amistad, ha muerto en su casa de Shanghai en extrañas circunstancias.
Acompañada por su sobrina, zarpa desde Marsella en barco para recuperar el cadáver de Remy sin saber que éste es sólo el principio de una gran aventura por China en busca del tesoro del Primer Emperador. Sin tiempo para reaccionar se verá perseguida por los mafiosos de la Banda Verde y los eunucos imperiales, y contará con la ayuda del anticuario Lao Jiang y su sabiduría oriental en un gran recorrido que les llevará desde Shanghai hasta Xián, donde se encuentra la tumba del Primer Emperador y la última pieza del tesoro mejor guardado.

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No sabía cuánto tiempo tendríamos que quedarnos en Shanghai tramitando los asuntos de Rémy pero, aunque en aquellos momentos pensar en el viaje de regreso me ponía los pelos de punta, esperaba que nuestra estancia en esta ciudad fuera lo más breve posible. De hecho, había concertado telegráficamente una cita con el abogado para la mañana siguiente, con el propósito de acelerar las gestiones y resolver cuanto antes los temas pendientes. La muerte de Rémy había sido un golpe muy duro, terrible, un trance que todavía me resultaba difícil de aceptar: ¿Rémy, muerto? ¡Qué absurdo! Era una idea totalmente ridícula y, sin embargo, tenía muy fresco en mi memoria el recuerdo del día en que recibí la noticia, el mismo en el que Fernanda había aparecido en mi casa de París con su maletita de cuero, su sobretodo negro y su cursi capotita de niña española acomodada. Aún estaba intentando hacerme a la idea de que aquella mocosa, a la que no conocía de nada, era la hija de mi hermana y de su recientemente fallecido viudo, cuando un caballero del Ministerio de Asuntos Extranjeros apareció en la puerta, se quitó el sombrero y, dándome sus más sentidas condolencias, me entregó un despacho oficial al que venía adherido un cablegrama en el que se me anunciaba la muerte de Rémy a manos de unos ladrones que habían entrado a robar en su casa de Shanghai.

¿Qué podía hacer? Según el despacho, debía viajar a China para hacerme cargo del cuerpo y resolver los asuntos legales, pero también tenía que responsabilizarme, en calidad de tutora dativa, de aquella tal Fernanda (o Fernandina, como a ella le gustaba ser llamada, aunque no lo iba a conseguir de mí) cuyo nacimiento se había producido algunos años después de que yo rompiera definitivamente las relaciones con mi familia y me marchara a Francia, en 1901, para estudiar pintura en la Académie de la Grande Chaumière -la única escuela de París donde no había que pagar matrícula-. No tenía tiempo para venirme abajo ni para compadecerme de mí misma: deposité en el montepío un par de cadenitas de oro, malvendí todas las telas que tenía en el estudio y compré dos carísimos pasajes para Shanghai en el primer barco que zarpaba de Marsella al domingo siguiente. Después de todo, Rémy De Poulain era, al margen de cualquier otra consideración, mi mejor amigo. Sentía una punzada aguda en el centro del pecho cuando pensaba que ya no estaba en este mundo, riéndose, hablando, caminando o, simplemente, respirando.

– ¿Qué sombrero quiere ponerse para desembarcar, tía?

La voz de Fernanda me devolvió a la realidad.

– El de las flores azules -murmuré.

Mi sobrina se quedó inmóvil, observándome con la misma fijeza indefinida con que me observaba su madre cuando éramos pequeñas. Esa habilidad heredada para ocultar sus pensamientos era lo que menos me gustaba de ella porque, de todos modos, y mal que le pesara, se le adivinaban. Así que, como yo había practicado aquel deporte durante mucho tiempo con su abuela y su madre, aquella niña no tenía nada que hacer conmigo.

– ¿No preferiría el negro de los botones? Le quedaría bien con algún vestido a juego.

– Voy a ponerme el de las flores con la blusa y la falda azules.

La mirada neutral continuó.

– ¿Recuerda que va a venir al muelle personal del consulado para recogernos?

– Por eso mismo voy a ponerme lo que te he dicho. Es la ropa que mejor me sienta. ¡Ah, y el bolso y los zapatos blancos, por favor!

Cuando todos los baúles estuvieron cerrados y la ropa que había pedido dispuesta a los pies de la cama, mi sobrina salió del camarote sin decir una sola palabra más. Para entonces, yo ya me encontraba bastante recuperada gracias a la engañosa inmovilidad de la nave que, según pude advertir por las ventanillas, avanzaba lentamente entre un denso tráfico de buques tan grandes como el nuestro y un enjambre de veloces barquichuelas con velas cuadradas bajo cuyos sombrajos se cobijaban pescadores solitarios o, increíblemente, familias enteras de chinos, con ancianos, mujeres y niños.

Según decía la guía de viajes Thomas Cook que había comprado precipitadamente en la librería americana Shakespeare and Company el día antes de zarpar, estábamos remontando el río Huangpu, a cuyas orillas se encontraba la gran ciudad de Shanghai, cerca de la confluencia de esta corriente con la desembocadura del gran Yangtsé, el Río Azul, el más largo de toda Asia, que cruzaba el continente de Oeste a Este. Aunque parezca extraño, a pesar de que Rémy había vivido en China durante los últimos veinte años, yo jamás había visitado este país. Ni él me había pedido en ningún momento que fuera, ni yo me había sentido tentada por semejante viaje. La familia De Poulain tenía grandes sederías en Lyon, sustentadas por la materia prima que, en un principio, mandaba desde China el hermano mayor de Rémy, Arthème, que tuvo que volver a Francia para hacerse cargo del negocio tras la muerte del padre. A Rémy, que hasta entonces había disfrutado de una vida ociosa y despreocupada en París, no le quedó más remedio que hacerse cargo del puesto de Arthème en Shanghai, es decir, que con cuarenta y cinco años recién cumplidos, y sin haber dado jamás un palo al agua, se convirtió de la noche a la mañana en apoderado y agente de las hilanderías familiares en la metrópoli más importante y rica de Asia, la llamada «París del Extremo Oriente». Yo tenía entonces veinticinco años y, con sinceridad, me sentí muy aliviada cuando se marchó, dueña de la casa y libre para hacer lo que me diera la gana -que era exactamente lo que él había estado haciendo mientras yo estudiaba en la Académie -. Bien es verdad que, a partir de ese momento, tuve que depender exclusivamente de mis magros ingresos, pero el tiempo y la distancia sanearon la desquiciada relación entre Rémy y yo, convirtiéndonos en buenos amigos. Nos escribíamos mucho, nos lo contábamos todo y, qué duda cabe que, sin su puntual ayuda económica, me habría encontrado en verdaderos apuros en más de una ocasión.

Cuando terminé de vestirme, el bullicio en el barco era ya considerable. Por el tipo de luz que entraba por las ventanillas de mi camarote deduje que serían, aproximadamente, las cuatro de la tarde y, por los ruidos, que debíamos de estar atracando en los muelles de la compañía naviera en Shanghai. Si el viaje había transcurrido según lo previsto y si la memoria no me fallaba, aquel día tenía que ser el jueves 30 de agosto. Antes de abandonar el camarote y subir a la cubierta, me permití añadir un último toque escandaloso a mi veraniego atuendo de viuda cuarentona, soltando las cintas de las solapas de mi blusa y anudándome al cuello el suave y hermoso fular de seda blanca con bordados de flores que Rémy me regaló en 1914, tras volver a París con motivo de la guerra.

Cogí el bolso y, ante el espejo, me calé bien el sombrero sobre el pelo corto a lo garçon , me retoqué el maquillaje, me puse un poco de colorete para que no se me notaran tanto las ojeras y la palidez del rostro -por suerte, aquel año se llevaban los tonos lívidos- y, con paso vacilante, me encaminé hacia la puerta y hacia lo desconocido: estaba ni más ni menos que en Shanghai, la ciudad más dinámica y opulenta del Extremo Oriente, la más famosa, conocida en el mundo entero por su incontrolada pasión hacia todo tipo de placeres.

Desde la cubierta vi a Fernanda descendiendo por la pasarela con firmes andares. Se había puesto su terrible capotita negra y tenía exactamente el mismo aspecto que un cuervo en un campo de flores. La barahúnda era tremenda: cientos de personas se agolpaban para abandonar la nave mientras que otros cientos, o quizá miles, se amontonaban en el muelle, entre los cobertizos, los edificios de las Aduanas y las oficinas que ostentaban la bandera tricolor francesa, descargando fardos y equipajes, ofreciendo autos de alquiler, hoteles, transporte en esos carritos de dos ruedas llamados rickshaws , o, simplemente, esperando a familiares y amigos que llegaban, como nosotras, en el André Lebon . Policías vestidos de amarillo, con la cabeza velada por sombreros en forma de cono y bandas de tela en las piernas, intentaban poner orden en el caos golpeando brutalmente con varas cortas a todos los chinos descalzos y semidesnudos que, cargando al hombro una oscilante pinga de bambú con cenachos, vendían comida o vasos de té a los occidentales. Los gritos de los pobres culíes eran inaudibles entre el fragor humano, pero se les veía huir de la vara a toda velocidad para ir a detenerse pocos metros más allá y seguir con su actividad.

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