Matilde Asensi - Todo bajo el Cielo

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Elvira, pintora española afincada en el París de las vanguardias, recibe la noticia de que su marido, con el que está casada por amistad, ha muerto en su casa de Shanghai en extrañas circunstancias.
Acompañada por su sobrina, zarpa desde Marsella en barco para recuperar el cadáver de Remy sin saber que éste es sólo el principio de una gran aventura por China en busca del tesoro del Primer Emperador. Sin tiempo para reaccionar se verá perseguida por los mafiosos de la Banda Verde y los eunucos imperiales, y contará con la ayuda del anticuario Lao Jiang y su sabiduría oriental en un gran recorrido que les llevará desde Shanghai hasta Xián, donde se encuentra la tumba del Primer Emperador y la última pieza del tesoro mejor guardado.

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Entramos en un patio inmenso, lleno de exuberantes arriates de flores, estanques de agua azul verdosa decorados con rocalla y enormes árboles centenarios desconocidos para mí, algunos de ellos tan grandes que ya había visto sus ramas asomarse a la calle por encima del muro. Un amplio camino en forma de cruz conducía desde la puerta hacia tres pabellones rectangulares de un solo piso con hermosos soportales llenos de plantas a los que se accedía por unas anchas escaleras de piedra; los pabellones, de paredes blancas y grandes ventanas de madera tallada con formas geométricas, tenían unos horribles tejados de esquinas cornudas hechos con loza vidriada de un color verde tan brillante que refulgía con las últimas luces de la tarde.

La señora Zhong nos guió con pasos menudos hacia el pabellón principal, el que estaba enfrente, y recuerdo haberme preguntado, observándola, cómo es que no tenía esos pies deformes tan característicos de las mujeres chinas de los que hablaban todos cuantos habían estado en aquel país. Rémy me explicó una vez, mientras vivió en París con motivo de la guerra, que era costumbre china, a partir de los dos o tres años de edad, vendar los pies a las niñas de manera que los cuatro dedos menores se doblaran bajo la planta del pie. Cada día, durante años, en un monstruoso ritual de llantos, gritos y dolor que llegaba a provocar la muerte de algunas desgraciadas, se apretaba el vendaje un poco más para impedir el crecimiento de la extremidad y aumentar su deformación, con objeto de convertir a la niña en una «Azucena de oro», como eran denominadas por la elegancia que, para el hombre amarillo, poseían esas pobres mujeres condenadas a caminar para siempre con un movimiento oscilante, ya que, para ello, sólo podían utilizar lo que les quedaba de talón y el dedo gordo, teniendo que extender los brazos y sacar el trasero si no querían perder el equilibrio. Esos pies espantosos, llamados «Pies de loto» o «Nenúfares dorados», le producían a la víctima dolores para toda la vida, pero, incomprensiblemente, provocaban la más encendida sensualidad en los varones chinos. Rémy me había dicho también que, desde el fin del Imperio, es decir, desde que el doctor Sun Yatsen había derrocado a la monarquía, la costumbre de vendar los pies había sido prohibida, pero, con todo, de eso sólo hacía once años y la señora Zhong era lo bastante mayor como para que hubieran podido aplicarle tan horrible tortura.

Sin embargo, allá iba ella, con sus pies pequeños pero sanos embutidos en unos calcetines blancos y unas curiosas zapatillas de fieltro negro, sin empeine, abriéndonos paso hacia la casa que ahora, si no había más sorpresas durante la entrevista con el abogado de Rémy, había pasado a ser mía. Naturalmente, mi intención era venderla, igual que todo su contenido, ya que eso me reportaría unos ingresos que me hacían mucha falta. También contaba con que Rémy me hubiera dejado algo de dinero, no mucho, pero el suficiente para permitirme vivir con holgura algunos años, hasta que pasara la moda de los cubismos, dadaísmos, constructivismos, etc., y mis cuadros se cotizasen en el mercado de arte. Yo admiraba el trazo audaz de Van Gogh, el color ardiente de Gauguin, el genio creativo de Picasso…, pero, como me dijo un marchante en cierta ocasión, a diferencia de ellos, mi pintura era demasiado figurativa y, por lo tanto, accesible al gran público, de manera que jamás conseguiría entrar en el panteón de los grandes. Bien, no me importaba. Yo sólo quería captar el movimiento sorprendente de una cabeza, la perfección de un rostro, la armonía de un cuerpo. Extraía mi inspiración de la belleza, de la magia, allá donde las encontrara, y deseaba plasmarlas en el lienzo con la misma fuerza y emoción con que yo las sentía, de manera que, quienes contemplaran mis obras, encontraran en ellas un motivo de placer que les dejara dentro sabor y aroma. El único problema era que esto no estaba de moda, así que apenas conseguía llegar a fin de mes; por eso tenía la certeza de que Rémy, que lo sabía, me habría dejado un pellizco suficiente en su testamento. Lógicamente, no contemplaba la posibilidad de heredarlo todo porque, con absoluta seguridad, la poderosa familia De Poulain jamás consentiría que una pobre pintora extranjera se convirtiera en copropietaria de las sederías. Pero, bueno, la casa sí porque, incluso para los De Poulain, habría resultado poco elegante privar a una viuda del hogar de su marido.

– Adelante, por favor. Pasen -nos pidió la señora Zhong empujando las dos hojas de la hermosa puerta de madera labrada que daba acceso al pabellón principal.

Las dimensiones interiores de aquella edificación eran muchísimo más grandes de lo que se dejaba adivinar desde fuera. A derecha e izquierda de la entrada se distribuían amplias estancias separadas entre sí por paneles de madera, tallados también con formas geométricas como las ventanas y, como éstas, cubiertos por detrás con un finísimo papel blanco que dejaba pasar una luz ambarina muy matizada. Pero lo más extraño eran las puertas que había en el centro de estos paneles, si es que a esos vanos redondos, a esos grandes agujeros con forma de luna llena, se les podía llamar puertas. Debo admitir, sin embargo, que el mobiliario era realmente hermoso, con incrustaciones y tallas, y lacado en una gama que iba del rojo chillón al marrón oscuro, de manera que destacaba muchísimo contra las paredes blancas y el suelo de baldosas claras. La sala hacia la que nos condujo la señora Zhong -la última de la derecha- estaba llena de mesas de todas las clases, formas y alturas. Encima de algunas había bellísimos jarrones de porcelana y figuras de dragones, tigres, tortugas y pájaros de bronce; sobre otras, macetas con plantas y flores; y en otras más, velas de color rojo, gruesas por arriba y estrechas por abajo, que descansaban directamente sobre la tabla, sin un platillo o candelero que protegiera la pieza. Me di cuenta de que toda la decoración de esta y de las otras estancias por las que habíamos pasado estaba dispuesta de una forma curiosamente simétrica, muy extraña para un occidental, sin embargo, esta armonía se desgarraba de forma deliberada con, por ejemplo, determinadas pinturas o caligrafías en las paredes o con un aparador cubierto de cuencos de cerámica que parecía fuera de sitio por accidente. Todavía tardaría algún tiempo en descubrir que, para los celestes, cada mueble era una obra de arte y que su disposición en las habitaciones no tenía nada de casual, ni siquiera de estético; toda una compleja y milenaria filosofía se escondía detrás de una simple decoración doméstica. Pero, en aquellos momentos, para mí, la casa de Rémy era una especie de museo de curiosidades orientales y pensaba que, si bien las chinoiseries todavía seguían estando muy de moda en Europa, en tal acumulación producían un agudo vértigo.

Un sirviente sin coleta y tocado con un bonete apareció de improviso portando una bandeja en la que había unas tazas blancas con tapadera y una pequeña tetera de arcilla roja realmente bonitas que dejó, con aire sonámbulo, sobre un velador grande colocado en el centro de la sala. La señora Zhong nos señaló un canapé junto a la pared y se inclinó para coger del suelo una mesilla cuadrada y de patas muy cortas que puso justo en el centro del asiento, en el preciso lugar en el que yo iba a sentarme, de manera que quedé separada de Fernanda por aquella especie de mesa-taburete y sin saber qué decir ni qué hacer mientras la señora Zhong nos servía un aromático té que despertó mis muy maltratados jugos gástricos haciéndome sentir, repentinamente, un hambre atroz. Pero, para mi desgracia, los chinos no toman el té con pastas ni tampoco le añaden leche o azúcar, así que lo único que podía hacer con aquel líquido caliente era lavarme el estómago y dejármelo muy limpio.

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