Matilde Asensi - Todo bajo el Cielo

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Elvira, pintora española afincada en el París de las vanguardias, recibe la noticia de que su marido, con el que está casada por amistad, ha muerto en su casa de Shanghai en extrañas circunstancias.
Acompañada por su sobrina, zarpa desde Marsella en barco para recuperar el cadáver de Remy sin saber que éste es sólo el principio de una gran aventura por China en busca del tesoro del Primer Emperador. Sin tiempo para reaccionar se verá perseguida por los mafiosos de la Banda Verde y los eunucos imperiales, y contará con la ayuda del anticuario Lao Jiang y su sabiduría oriental en un gran recorrido que les llevará desde Shanghai hasta Xián, donde se encuentra la tumba del Primer Emperador y la última pieza del tesoro mejor guardado.

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– ¡Libros franceses!

– Franceses, ingleses, españoles, alemanes… ¡Qué más da! El caso es que leas. Ya tienes edad suficiente para conocer el pensamiento y la obra de gentes que han visto el mundo desde puntos de vista diferentes al tuyo. Debes alimentarte de vida, Fernanda, o te perderás muchas cosas interesantes y divertidas.

Pareció quedar realmente impresionada por mis palabras, como si jamás hubiera escuchado ideas de semejante cariz. La verdad es que, la pobre, había crecido en un entorno muy estrecho y corto de miras. Quizá ahí estuviera la clave del asunto y todo consistiese en enseñarle algo tan sencillo como la libertad. De hecho, había dado pruebas suficientes de florecer espectacularmente cuando volaba por cuenta propia.

– Y ahora me voy -dije, echando la silla hacia atrás y poniéndome en pie-. Mi entrevista es dentro de media hora. Espero que tengas suerte y encuentres la parroquia. Ya me contarás más tarde.

Me había puesto una falda ligera de algodón, una blusa veraniega sin mangas y una pamela blanca para evitar el radiante sol que caía a plomo sobre Shanghai. Mientras atravesaba el jardín en dirección a la calle, pude ver, a través de las hojas abiertas del portalón, un pequeño rickshaw junto al que permanecía la señora Zhong parloteando en su lengua con el culí descalzo que haría de tiro del cochecillo. En cuanto ambos me vieron, la voz de la señora Zhong se hizo más aguda y apremiante, de modo que el culí se apresuró a ocupar su puesto, listo para llevarme hasta la calle Millot, en la que tenía su despacho el amigo, abogado y albacea testamentario de Rémy, André Julliard.

Me despedí de la señora Zhong, rogándole que cuidara de Fernanda hasta mi regreso, y emprendí aquel trepidante viaje a través de las calles de la Concesión Francesa viendo la espalda esquelética y sudorosa del culí, su cabeza rapada -menos por un redondel de pelo erizado, probable resto de una coleta- y escuchando su respiración jadeante y el palmoteo de sus pies desnudos sobre el pavimento. Por las avenidas circulaban y se adelantaban entre sí autos, rickshaws , bicicletas y ómnibus disfrutando sus ocupantes no sólo del maravilloso olor de Shanghai sino también, y afortunadamente, de una grata vista de las villas y de las tiendecitas situadas a ambos lados de la calle.

La pequeña y estrecha calle Millot estaba junto a la vieja ciudad china de Nantao y el despacho de M. Julliard se encontraba en un inmueble oscuro que olía a papel húmedo y a madera vieja. El abogado, que aparentaba unos cincuenta años y llevaba la americana de hilo más arrugada del mundo, me recibió cortésmente en la puerta y me introdujo en su oficina tras pedirle a su secretaria que nos sirviera unas tazas de té. El despacho era un cuartito acristalado que permitía ver las dependencias y escritorios exteriores entre los que deambulaban las mecanógrafas y los jóvenes pasantes chinos que trabajaban para M. Julliard, quien, tras ofrecerme un asiento con su acusada pronunciación meridional (exagerando las erres al estilo español), circunvaló su vieja mesa llena de múltiples quemaduras de cigarro y, sin más preámbulos, extrajo de un cajón un voluminoso legajo que abrió con gesto lúgubre.

– Mme. De Poulain -empezó a decir-, me temo que no tengo buenas noticias para usted.

Se alisó con una mano el bigote canoso, amarillo de nicotina, y se caló en el puente de la nariz unos quevedos que, seguramente, habían conocido tiempos mejores. A mí el corazón se me había disparado en el pecho.

– Aquí tiene una copia del testamento -dijo, alargándome unos papeles que cogí y comencé a hojear distraídamente-. Su difunto esposo, madame , era un buen amigo mío, por eso me duele tanto verme en la obligación de decirle que no fue un hombre previsor. Le advertí muchas veces que debía poner orden en sus finanzas, pero ya sabe usted cómo son las cosas y, sobre todo, cómo era Rémy.

– ¿Cómo era, M. Julliard? -pregunté con un hilillo de voz.

– ¿Cómo dice, madame ?

– Le he preguntado que cómo era Rémy. Usted ha dicho que yo lo sabía, pero empiezo a pensar que no sé nada. Me ha dejado atónita con sus palabras. Siempre vi en él a un hombre bueno e inteligente y, sin duda, con recursos.

– Cierto, cierto. Era un hombre bueno e inteligente. Demasiado bueno incluso, diría yo. Pero sin recursos, Mme. De Poulain, o, mejor dicho, con unos recursos cada vez menores que él gastaba sin medida. En fin, me disgusta hablar así de mi viejo amigo, ya me comprende, pero debo informarla para que… Bueno, Rémy no ha dejado otra cosa que deudas.

Le miré sin comprender y él lo leyó en mi cara. Puso las dos manos sobre los papeles del legajo y me observó compasivamente.

– Lo lamento mucho, madame , pero usted, como esposa de Rémy, va a tener que hacer frente a una serie de impagos que ascienden a una cuantía tan grande que casi no me atrevo a mencionarla.

– ¿De qué está hablando? -balbucí, sintiendo un peso enorme en el centro del pecho.

M. Julliard suspiró profundamente. Parecía abrumado.

– Mme. De Poulain, desde que Rémy volvió de París su situación económica no fue, digamos, buena. Contrajo deudas por importes muy elevados que no podía satisfacer, así que se comprometió con préstamos bancarios y anticipos de la sedería que tampoco devolvió. Eso sin contar con que entregó pagarés que nunca amortizó y que han ido pasando de mano en mano por cantidades cada vez mayores. Es cierto que en Shanghai todo se arregla con una firma y que hasta un cóctel se paga a plazos, pero Rémy fue más allá. Al final, la situación era tan grave que su familia mandó a un contable desde Lyon y, por desgracia, lo que este empleado descubrió en los libros de caja no fue muy agradable, de modo que al hermano mayor de Rémy, Arthème, no le quedó más remedio que enviar a otro apoderado para que se hiciera cargo del negocio. Quiso que Rémy volviera a Francia pero, dado el… mal estado de salud de su esposo, madame , resultó imposible. Al final, tanto para ayudar a Rémy como para prevenir daños mayores, puedo asegurárselo, Arthème retiró a su hermano de la empresa familiar, asignándole una cantidad mensual para que pudiera subsistir dignamente el tiempo que le quedaba de vida.

Pero ¿qué estaba diciendo aquel hombre? ¿De qué hablaba? ¿Acaso Rémy no había muerto a manos de unos ladrones? Sentí que dejaba de oírle, que su voz se apagaba, y escuché los primeros zumbidos sordos en el interior de mi cabeza. Me asusté. Aquello era el preludio de una crisis nerviosa, de uno de mis habituales trastornos de orden neurasténico. Yo siempre había sido muy intrépida de pensamiento y de deseo pero excesivamente cobarde ante el dolor físico o moral y ahora el instinto me avisaba de que algo terrible se cernía sobre mí. Tenía el pulso desbocado y empecé a pensar que iba a sufrir un ataque al corazón. «Calma, Elvira, calma», me dije.

– De hecho -continuaba explicándome el abogado-, Arthème pagó una parte importante de las deudas de Rémy, pero se negó a satisfacerlas todas, lógicamente. El caso es que su esposo, Mme. De Poulain, continuó endeudándose hasta el último día.

– Ha dicho usted… ¿qué le pasaba a Rémy?, ¿cuál era su estado de salud?

M. Julliard me miró con preocupación y lástima.

– ¡Oh, madame ! -exclamó, sacando un pañuelo no muy limpio del bolsillo de su chaqueta de hilo y pasándoselo por la cara-. Rémy estaba bastante enfermo, madame . Su salud se había deteriorado mucho. Este testamento es de hace diez años y en él la nombra a usted heredera de todos sus bienes, excepción hecha de su participación en las hilanderías familiares por razones que ya se podrá imaginar. La situación era entonces muy distinta, claro. Pero las cosas cambiaron y Rémy no modificó su última voluntad a pesar de mis sugerencias al respecto. Estaba muy enfermo, madame . Lo malo es que, según la ley francesa, usted hereda el patrimonio, sí, pero también las deudas pendientes.

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