Matilde Asensi - Todo bajo el Cielo

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Elvira, pintora española afincada en el París de las vanguardias, recibe la noticia de que su marido, con el que está casada por amistad, ha muerto en su casa de Shanghai en extrañas circunstancias.
Acompañada por su sobrina, zarpa desde Marsella en barco para recuperar el cadáver de Remy sin saber que éste es sólo el principio de una gran aventura por China en busca del tesoro del Primer Emperador. Sin tiempo para reaccionar se verá perseguida por los mafiosos de la Banda Verde y los eunucos imperiales, y contará con la ayuda del anticuario Lao Jiang y su sabiduría oriental en un gran recorrido que les llevará desde Shanghai hasta Xián, donde se encuentra la tumba del Primer Emperador y la última pieza del tesoro mejor guardado.

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– Y, ahora, pueden marcharse -dijo inesperadamente el maestro, cerrando los ojos y adoptando otra vez aquella postura de absoluta concentración que tenía cuando llegamos. Colocó una mano sobre la otra a la altura del vientre y pareció que se dormía. Era la señal que estaba esperando. Biao y yo, todavía un tanto sorprendidos por el súbito desenlace de aquella conversación, nos pusimos en pie y abandonamos la cueva siguiendo el mismo laberíntico camino que habíamos hecho para llegar hasta allí. Cuando volví a escuchar, a lo lejos, el agradable ruido de la lluvia y el fuerte tronar del cielo, sentí un gran alivio en mi corazón y aceleré el paso para llegar al aire libre y limpio de la montaña. Qué asfixiantes resultaban los espacios cerrados y más aún si olían penosamente a inmundicia.

Una vez con nuestros paraguas en las manos, el niño y yo nos miramos, desorientados.

– ¿Sabremos volver al monasterio? -pregunté.

– A algún sitio llegaremos… -me respondió, haciendo una brillante deducción.

Caminamos durante mucho tiempo por la montaña. A veces, tomábamos caminos que terminaban en las entradas a otras cuevas o en manantiales de los que, obviamente, brotaba el agua en abundancia. El fango se nos adhería a los pies como unas pesadas botas militares. Al fondo, en las laderas de los picos de enfrente, teníamos los edificios de los templos e intentábamos avanzar hacia ellos pero nos perdíamos una y otra vez. Por fin, después de mucho tiempo, encontramos un trecho de «Pasillo divino» y lo seguimos, tremendamente reconfortados. Nos limpiábamos los pies en los charcos pero las sandalias de cáñamo estaban deshechas y llegamos descalzos al primero de los palacios que se nos apareció en el camino. Era una escuela de artes marciales para niños y niñas muy pequeños. Del techo colgaban lo que parecían sacos de arena y extrañas piezas de madera, que servían para que los críos realizaran extraños ejercicios que no nos entretuvimos en observar. Yo tenía mucha prisa por hablar con Ming T'ien. Estaba segura de poder sonsacarle el segundo ideograma del acertijo y, con dos en nuestro poder, obtener el tercero sería coser y cantar. El cuarto y último, pensé con una sonrisa, no había que buscarlo. Saldría por eliminación.

Pero, cuando por fin llegamos a su templo, Ming T'ien estaba descansando después de comer. Resulta que habíamos pasado muchísimo tiempo dentro de la gruta con el maestro Tzau y dando vueltas por las montañas. Una novicia nos informó de que no volvería a su cojín de satén hasta la hora del Mono [37], de modo que al niño y a mí no nos quedó más remedio que regresar a casa con las manos vacías.

Lao Jiang estaba cómodamente sentado en una esquina del patio viendo llover. El cielo retumbaba como si se estuviera resquebrajando, con fuertes y ensordecedores truenos. Todo vibraba y se estremecía pero el anticuario lucía una expresión de gran satisfacción en la cara y sonrió con alegría cuando nos vio entrar por la puerta.

– ¡Grandes noticias, Elvira! -dijo levantándose y caminando hacia nosotros con los brazos abiertos. El ruedo de su túnica tenía manchas de humedad por culpa del suelo mojado.

– Me alegro, porque a mí sólo me han leído el futuro -exclamé desolada, dejando el paraguas apoyado contra una pared. Lao Jiang pareció quedar muy impresionado.

– ¿Quién?

– El abad quiso que visitara a un tal maestro Tzau que vive en una cueva subterránea, dentro de una montaña.

– ¡Qué gran honor! -murmuró-. Sólo puedo decirle que no se tome a broma lo que le haya dicho el maestro, si me permite el comentario.

– Se lo permito, pero los oráculos y los médiums no son asuntos de mi agrado. Quizá a usted también le inviten a visitar su cueva para que el maestro le lea el futuro.

La cara del anticuario cambió durante unos segundos. Me pareció ver miedo en sus ojos, un miedo raro que se desvaneció tan rápidamente como había surgido y que me dejó con la duda de si no habría sido un efecto de mi agitada imaginación.

– Puedo contarle, eso sí -continué explicándole, quizá demasiado rápidamente-, que el I Ching fue una de las pocas obras que se salvó de una gran quema de libros ordenada por el Primer Emperador.

Lao Jiang asintió.

– Es cierto que Shi Huang Ti ordenó quemar los textos de las Cien Escuelas, las crónicas de los antiguos reinos, toda la poesía y también los documentos de los viejos archivos. Su intención era eliminar cualquier rastro de los sistemas de gobierno anteriores al suyo. Tras unificar «Todo bajo el Cielo» y crear el Imperio Medio quiso que las viejas ideas desaparecieran y, con ellas, cualquier intento de volver al pasado.

– Eso me recuerda su obsesión por impedir la Restauración Imperial.

El anticuario bajó la mirada al suelo.

– Shi Huang Ti tenía razón al sospechar que, cuando el mundo avanza, siempre quedan peligrosos nostálgicos capaces de cualquier cosa, madame, y si no me cree, mire el golpe de Estado militar ocurrido en su país, la Gran Luzón. Por eso el Primer Emperador ordenó la quema de libros y archivos. Quiso provocar el olvido, pero no debemos dejar de lado que también ordenó destruir todas las armas de los ciudadanos de su nuevo imperio y, con el bronce que consiguió después de fundirlas, mandó fabricar enormes campanas y doce gigantescas estatuas que colocó en la entrada de su palacio de Xianyang. Ideas y armas, Elvira. Tiene sentido, ¿no cree?

Era una pregunta extraña, especialmente por el tono con el que me la había formulado. Pero todo era raro en aquella Montaña Misteriosa y yo tenía muy clara mi respuesta.

– Las armas sí, Lao Jiang -repuse, dirigiéndome hacia el comedor; me había dado cuenta de que estaba hambrienta-, pero no los libros. Las armas matan. Recuerde nuestra reciente guerra en Europa. Los libros, por el contrario, alimentan nuestras mentes y nos hacen libres.

– Pero muchas de esas mentes caen en las redes de ideas peligrosas.

Suspiré.

– Bueno, así es el mundo. Siempre podemos intentar mejorarlo sin destruir ni matar. Me sorprende que un taoísta como usted que perdonó la vida a los sicarios de la Banda Verde en los jardines Yuyuan de Shanghai, me esté diciendo estas cosas.

– Yo no defiendo las armas ni la muerte -repuso él, tomando asiento frente a mí que me había colocado ante mis apetitosos cuencos de comida fría; Biao se había retirado con los suyos a un rincón y los de Fernanda, naturalmente, no estaban-. Sólo digo que debemos impedir que las viejas ideas ahoguen a las nuevas, que el mundo cambia y evoluciona y que volver al pasado nunca ha hecho grande a una nación.

– Mire, ¿sabe qué? -repuse llevándome a la boca un poco de arroz-, no me gustan ni la política ni los grandes discursos. ¿Por qué no me cuenta esas buenas noticias que quería darme cuando he llegado?

Su rostro se iluminó.

– Tiene razón. Le pido disculpas. Voy a traer el libro y, mientras usted come, le leeré lo que he encontrado.

– Sí, vaya, por favor… -le animé engullendo mis verduras con verdadero apetito. Pero su ausencia no duró mucho, apenas unos minutos. Pronto le tenía sentado nuevamente frente a mí con un antiguo volumen chino desplegado sobre las piernas.

– ¿Recuerda que le hablé en cierta ocasión de Sima Qian, el historiador chino más importante de todos los tiempos?

Hice un gesto vago que no quería decir nada porque eso era exactamente lo que recordaba: nada.

– Cuando íbamos en la barcaza por el río Yangtsé -continuó él, imperturbable-, le conté que Sima Qian, en su libro Memorias históricas, afirmaba que todos cuantos habían participado en la construcción del mausoleo del Primer Emperador habían muerto con él. ¿Lo recuerda?

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