Matilde Asensi - Todo bajo el Cielo

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Elvira, pintora española afincada en el París de las vanguardias, recibe la noticia de que su marido, con el que está casada por amistad, ha muerto en su casa de Shanghai en extrañas circunstancias.
Acompañada por su sobrina, zarpa desde Marsella en barco para recuperar el cadáver de Remy sin saber que éste es sólo el principio de una gran aventura por China en busca del tesoro del Primer Emperador. Sin tiempo para reaccionar se verá perseguida por los mafiosos de la Banda Verde y los eunucos imperiales, y contará con la ayuda del anticuario Lao Jiang y su sabiduría oriental en un gran recorrido que les llevará desde Shanghai hasta Xián, donde se encuentra la tumba del Primer Emperador y la última pieza del tesoro mejor guardado.

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Afirmé con la cabeza y seguí comiendo.

– Pues ésta es una maravillosa copia del llamado Shiji, Memorias históricas, de Sima Qian, escrito hace más de dos mil años, poco después de la muerte del Primer Emperador. Estaba seguro de que en Wudang debía de haber un ejemplar. No hay muchos, no crea. Éste valdrá una verdadera fortuna -ahora hablaba como comerciante, sin duda-. Pedí el libro porque quería estar seguro de los datos que daba el cronista sobre la tumba, ya que es la única fuente documental que existe sobre ella, y escuche lo que he encontrado en la sección llamada Anales Básicos. -Suspiró profundamente y empezó a leer-: «En el noveno mes fue enterrado el Primer Augusto Emperador cerca del monte Li. Cuando Shi Huang Ti ascendió al trono, comenzó a excavar y a dar forma al monte Li. Más tarde, una vez se hubo apoderado de Todo bajo el Cielo, mandó trasladar allí a más de setecientos mil condenados procedentes de todo el imperio. Se excavó hasta encontrar tres canales subterráneos de agua y se recubrió todo con bronce fundido. Se construyeron réplicas de palacios, pabellones, torres, edificios gubernamentales y de los cien funcionarios, así como instrumentos extraños, joyas y objetos maravillosos para llenar la tumba. A los artesanos se les ordenó la fabricación de arcos y ballestas automáticas, colocados de tal modo que se dispararan si alguien intentaba violar la tumba. Se utilizó mercurio para hacer los cien ríos, el río Amarillo y el Yangtsé, así como los grandes mares, realizándolos de tal manera que parecían fluir y se comunicaban entre ellos.»

A esas alturas, yo había dejado de comer y le escuchaba embobada. ¿Mercurio en grandes cantidades para construir ríos y mares? ¿Réplicas de palacios, torres, soldados, funcionarios, además de instrumentos y objetos maravillosos…? Pero ¿de qué estábamos hablando?

Lao Jiang seguía leyendo:

– «En la parte superior estaba representado todo el Cielo y en la parte inferior la Tierra. Se utilizó aceite de ballena para alumbrar las lámparas calculando la cantidad para que la luz jamás se extinguiera. El Segundo Emperador decretó que las concubinas de su padre que no habían tenido hijos le siguieran a la tumba y murió una multitud de ellas. Luego, un alto dignatario dijo que los artesanos y los obreros que habían construido la tumba e inventado todos aquellos artificios mecánicos sabían demasiado acerca del mausoleo y de los tesoros que escondía y que no se podía estar seguro de su discreción, por lo que, apenas el Primer Emperador fue colocado en la cámara mortuoria rodeado de sus tesoros, se cerraron las puertas interiores y se bajó la exterior, dejando encerrados a todos los que habían trabajado allí. No salió ninguno. Después, sobre el mausoleo se plantaron árboles y se cultivó un prado para que ese lugar tuviera el aspecto de una montaña.»

Levantó los ojos del texto y me observó, triunfante.

– ¿Qué le había dicho? -exclamó-. ¡Es un lugar lleno de tesoros!

– Y de trampas mortales -maticé-. Por lo que dice ese historiador, hay una insospechada cantidad de arcos y ballestas esperando para dispararse automáticamente en cuanto pongamos el pie en el mausoleo, sin contar con esos artificios mecánicos de los que nada sabemos, pensados expresamente para los ladrones de tumbas como nosotros.

– Como siempre, Elvira, su pensamiento negativo va demasiado rápido. ¿Acaso no recuerda que nosotros tenemos el mapa de Sai Wu, el jefe de obras? Lo preparó para su propio hijo, Sai Shi Gu'er, así que ¿duda, acaso, de que en el tercer pedazo del jiance están las soluciones para salir airoso de cualquier trampa que proteja la tumba?

El Viejo Yin de mi Caldero Duradero me impedía confiar ciegamente en las palabras de Lao Jiang. Desasosiego y nerviosismo. ¿No eran ésos los términos que definían mi temperamento, según el I Ching ? Pues no podía quedarme tranquila, confiando en el amor de Sai Wu por su pobre hijo huérfano, después de oír lo de los arcos, las ballestas y los artificios mecánicos. No, señor, no podía. Y, además, aún no teníamos el tercer fragmento del jiance, lo que me recordó que no sería bueno perder más tiempo comiendo si no quería que Ming T'ien se me escapara de nuevo.

– ¿Es ya la hora del Mono? -pregunté en chino, limpiándome los labios con un pañuelo y poniéndome en pie.

El anticuario sonrió.

– Se está convirtiendo usted en una auténtica hija de Han, Elvira.

También yo sonreí.

– Creo que no, señor Jiang. Tratan ustedes demasiado mal a sus mujeres como para que sea una condición deseable. De momento, prefiero seguir siendo europea, pero no niego que su idioma y su cultura están empezando a gustarme.

Pareció ofenderse pero me dio igual. ¿No afirmaba él que el mundo estaba cambiando y que debíamos impedir que las viejas ideas ahogaran a las nuevas? Pues quizá debería aplicar sus grandes pensamientos políticos a la situación desfavorecida de la otra gran mitad de la población de su inmenso país.

– Sí, ya es la hora del Mono -gruñó.

– Gracias -exclamé saliendo a toda prisa por la puerta del comedor en busca de un nuevo par de sandalias-. ¡Biao, vamos!

Me sentía contenta mientras el niño y yo corríamos por las calzadas de piedra y subíamos y bajábamos las interminables escaleras de Wudang cubriéndonos con nuestros paraguas de papel. Sin darme cuenta, le había dicho a Lao Jiang una gran verdad: la cultura china, el arte chino, la lengua china me gustaban muchísimo. Me resultaba imposible mantener la actitud de los extranjeros que habitaban las concesiones internacionales, encerrados siempre en sus pequeños grupos de occidentales sin mezclarse jamás con los nativos, sin aprender su idioma, despreciándolos como ignorantes e inferiores. Aquel largo viaje por un país agonizante dividido entre partidos políticos, imperialistas, mafias y señores de la guerra me estaba aportando tantas cosas que iba a necesitar mucho tiempo para asimilarlas todas y sacarles el partido que merecían.

Pero aún me alegré más cuando, desde la distancia, vi a la anciana y diminuta Ming T'ien sentada en su cojín en el pórtico del templo. Como la última vez, sonreía mirando al vacío, contemplando unas montañas que sus ojos no eran capaces de apreciar y un cielo encapotado y lluvioso que no podía ver. Pero, sin duda, era feliz. Cuando nos oyó llegar, adivinó que éramos nosotros.

Ni hao, Chang Cheng -dijo con aquella vocecilla rota con la que me había llamado «pobre tonta» la última vez. Sin duda, que ahora me nombrase por mi nuevo apodo de «Gran Muralla» indicaba lo muy rápido que circulaban las noticias por el monasterio.

Ni hao, Ming T'ien -respondí-. ¿Cómo estás hoy?

– Pues esta mañana me dolían un poco los huesos, pero después de hacer mis ejercicios taichi me he encontrado mucho mejor. Gracias por interesarte por mi salud.

¡Cómo no le iban a doler los huesos! Estaba tan encogida sobre sí misma, tan doblada y retorcida por la edad, que lo extraño era que aún pudiese practicar taichi.

– ¿Recuerdas que te enfadaste conmigo el otro día porque fui tan ignorante que no supe adivinar que lo más importante de la vida es la felicidad?

– Claro.

– ¿Y es la felicidad lo más importante para un taoísta de Wudang?

– Así es.

– Entonces, para un taoísta de Wudang, ¿qué sería lo más importante después de la felicidad?

Ming T'ien, haciendo honor a su nombre [38], resplandecía de satisfacción ante mis preguntas. Quizá nunca hubiera tenido discípulos y le encantaba la idea o, por el contrario, los había tenido y echaba de menos su antigua condición de maestra, el caso es que su pequeña cara arrugada ya no le permitía sonreír más.

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