Matilde Asensi - Todo bajo el Cielo

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Elvira, pintora española afincada en el París de las vanguardias, recibe la noticia de que su marido, con el que está casada por amistad, ha muerto en su casa de Shanghai en extrañas circunstancias.
Acompañada por su sobrina, zarpa desde Marsella en barco para recuperar el cadáver de Remy sin saber que éste es sólo el principio de una gran aventura por China en busca del tesoro del Primer Emperador. Sin tiempo para reaccionar se verá perseguida por los mafiosos de la Banda Verde y los eunucos imperiales, y contará con la ayuda del anticuario Lao Jiang y su sabiduría oriental en un gran recorrido que les llevará desde Shanghai hasta Xián, donde se encuentra la tumba del Primer Emperador y la última pieza del tesoro mejor guardado.

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– Me gustaría aprender a dibujar, tai-tai -comentó girando la cabeza hacia la puerta por donde entraba la luz.

– Tendrás que estudiar mucho -le advertí mientras dejaba que mi muñeca oscilara para bosquejar las crenchas de su pelo-. Díselo al padre Castrillo cuando regresemos a Shanghai.

Él me miró, preocupado.

– Pero…, ¡si no quiero volver al orfanato nunca más!

– ¿Qué tonterías estás diciendo?

– No me gusta el orfanato -rezongó-. Además, soy chino y tengo que aprender las cosas de aquí, no las de los Yang-kwei.

– No me gusta que utilices esa expresión, Biao -protesté; el orgulloso nacionalismo de Lao Jiang estaba dando también sus frutos en el niño-. Creo que ni Fernanda ni yo merecemos que nos llames «diablos extranjeros». Que yo recuerde, no te hemos ofendido en nada.

Él se azaró.

– No hablaba de ustedes, tai-tai, hablaba de los agustinos del orfanato.

Preferí cambiar de tema y continuar dibujando.

– Por cierto, Biao, ¿y tu familia? Nunca te he preguntado por ella.

La cara de Biao se contrajo en una mueca extraña y comenzó a mordisquearse el labio inferior con nerviosismo.

– Discúlpame -le rogué-. No tienes que contarme nada. -Su cuerpo larguirucho parecía querer encogerse hasta desaparecer.

– Mi abuela murió cuando yo tenía ocho años -empezó a explicar con la mirada fija en la puerta-. Yo nací en Chengdú, en la provincia de Sichuan. A mis padres y hermanos los mataron durante los disturbios de 1911, cuando el doctor Sun Yatsen derrocó al emperador. Los vecinos nos quitaron las tierras y expulsaron a mi abuela, que consiguió salvarme escondiéndome en una cesta de ropa y embarcando de noche en un sampán hacia Shanghai. Vivíamos en el Pudong. Mi abuela pedía limosna y yo, en cuanto aprendí a caminar…

Se detuvo unos instantes, inseguro. No podía imaginar lo que iba a decir a continuación pero la mano con la sanguina se me quedó flotando en el aire sobre la libreta de dibujo.

– Bueno, como todos los niños del Pudong, en cuanto aprendí a caminar… tuve que trabajar para la Banda Verde, para Surcos Huang -murmuró-. Fui uno de sus correos hasta que el padre Castrillo me encontró.

No podía creer lo que estaba oyendo. De hecho, fui incapaz de articular una sola palabra. ¿Qué vida había llevado aquel niño?

– Esperábamos en el callejón que hay detrás de la casa de té [39]donde Huang hace sus negocios -siguió contando-. Cuando necesitaba enviar o recoger algo, nos llamaban. Pagaba bien y era divertido. Pero mi abuela se murió y, un día, cuando tenía diez años, me crucé con un extranjero muy grande que me preguntó dónde vivía y si estaba solo. Le respondí y, entonces, me cogió de un brazo y me llevó a rastras por todo Shanghai hasta el orfanato de los agustinos españoles. Era el padre Castrillo.

Imágenes de Biao saltando como un mono sobre los sicarios de la Banda Verde en los jardines Yuyuan cruzaron rápidamente por mi cabeza, como si este recuerdo significara algo importante en la historia del niño. Pobre Pequeño Tigre, pensé. Qué vida tan difícil.

– No te avergüences de haber trabajado para la Banda Verde -le dije con una sonrisa-. Todos hemos hecho cosas que nos duele recordar pero lo mejor es seguir adelante y no volver a cometer los mismos errores.

– ¿Se lo dirá a Lao Jiang? -quiso saber, preocupado.

– No, no le diré nada a nadie.

Los sirvientes con los platos de la cena aparecieron poco después de que hubiese terminado de trazar los grandes ojos de Pequeño Tigre, que ya no volvió a despegar los labios mientras siguió posando. Cuando le enseñé el dibujo se entusiasmó. Fue entonces cuando caí en la cuenta de que mi sobrina no había regresado y de que no sólo era la hora de cenar sino que afuera ya estaba oscuro como la boca de un lobo. Le regalé a Biao el dibujo, que cogió y guardó con una gran sonrisa de satisfacción, y le mandé a buscar a la niña. Si continuábamos en Wudang iba a tener que hablar con sus profesores para que la hicieran volver a una hora correcta porque estaba claro que ella no encontraba el momento de abandonar sus estupendos ejercicios.

Ambos niños regresaron calados por la lluvia y la atlética Fernanda llevaba barro hasta en las orejas. Quién me hubiera dicho dos meses atrás, con lo remilgada, estirada y cursi que era, que mi sobrina acabaría convertida en una joven espléndida, deportista y sucia. El cambio de Fernanda había sido espectacular y, sólo por el gusto de molestar un poco, hubiera dado cualquier cosa porque mi madre y mi pobre hermana hubieran podido verla en aquel momento.

Aquella fue una noche rara. Algo me despertó de madrugada y no supe qué era hasta que estuve completamente despejada: había dejado de llover. El silencio que envolvía la casa era completo, como si la naturaleza, agotada, hubiera decidido sumirse en un tranquilo reposo. Estaba tan espabilada que no creí posible poder volver a dormirme, así que me levanté sigilosamente para no molestar a Fernanda, me envolví en la manta porque hacía mucho frío y salí al patio con la intención de sentarme un rato a mirar el cielo. Pero, cuál no sería mi sorpresa al ver salir a Biao de la iluminada habitación de estudio de Lao Jiang con un farolillo en la mano y dirigirse hacia las escaleras con paso adormilado.

– ¿Adonde vas, Biao? -susurré.

El niño dio un brinco y miró en todas direcciones con cara de susto.

– Aquí abajo -le indiqué.

– ¿ Tai-tai ? -preguntó, temeroso.

– ¡Pues claro! ¿Quién iba a ser? ¿Qué haces despierto a estas horas?

– Lao Jiang me llamó. Me ha pedido que la despierte y le pida que suba a verle.

– ¿Ahora? -me sorprendí. Como pronto, debían de ser las dos o las tres de la madrugada. Algo había sucedido y la única explicación posible era que el anticuario había encontrado algo importante en sus nuevas lecturas.

Pequeño Tigre me esperó arriba alzando el farol hasta que llegué a su lado chapoteando con las sandalias sobre los escalones mojados y, luego, me iluminó el camino hasta la habitación de estudio. Me asomé con cautela para mirar lo que estaba haciendo el anticuario y le vi, a la luz de las velas, leyendo con absoluta concentración. Ni siquiera se dio cuenta de que yo entraba en el cuarto y me colocaba a su espalda. Sólo cuando, aterida, me abrigué más estrechamente con la manta, levantó la cabeza y se giró sobresaltado.

– ¡Elvira! ¡Qué rapidez! Me alegro de que haya venido tan pronto.

– Ya me había despertado el silencio antes de encontrarme con Biao. Y usted, ¿por qué no se ha acostado?

Pero no me respondió. Su cara expresaba una gran agitación contenida.

– Permítame que le lea algo, por favor -solicitó, invitándome con un gesto a tomar asiento.

– ¿Ha encontrado un dato importante?

– He encontrado la solución -dejó escapar con una risa nerviosa, acercando una de las muchas velas que había sobre la mesa al libro que tenía delante. Biao trajo un taburete, lo puso junto a Lao Jiang y se retiró a una esquina de la habitación; me senté con el estómago encogido-. Este libro es una joya bibliográfica que alcanzaría un precio exorbitante en el mercado. Se titula Los verdaderos fundamentos secretos del reino de lo puro elevado y lo escribió un tal maestro Hsien durante el reinado del cuarto emperador Ming, a mediados del siglo xv.

– ¡Dígame ya la solución al enigma del abad! -proferí, impaciente.

– Su querida Ming T'ien le ha estado diciendo la verdad. Este libro sólo tiene cuatro capítulos y estoy seguro de que puede adivinar cómo se llaman.

– ¿«Felicidad», «Longevidad», «Paz» y «Salud»? -aventuré.

Lao Jiang se rió.

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