Matilde Asensi - Todo bajo el Cielo

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Elvira, pintora española afincada en el París de las vanguardias, recibe la noticia de que su marido, con el que está casada por amistad, ha muerto en su casa de Shanghai en extrañas circunstancias.
Acompañada por su sobrina, zarpa desde Marsella en barco para recuperar el cadáver de Remy sin saber que éste es sólo el principio de una gran aventura por China en busca del tesoro del Primer Emperador. Sin tiempo para reaccionar se verá perseguida por los mafiosos de la Banda Verde y los eunucos imperiales, y contará con la ayuda del anticuario Lao Jiang y su sabiduría oriental en un gran recorrido que les llevará desde Shanghai hasta Xián, donde se encuentra la tumba del Primer Emperador y la última pieza del tesoro mejor guardado.

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Pero estaba tan necesitada de sueño que no me enteré ni de la llegada de mi sobrina tras su baño y la noche pasó en un suspiro. De pronto, me encontré abriendo los ojos, totalmente despejada, atenta a un leve roce de tela en el patio. Me levanté con cuidado (aún era noche cerrada) y entreabrí la puerta de listones de madera con el corazón palpitándome como un tambor, dispuesta a gritar como una energúmena en cuanto viera a los secuaces de la Banda Verde. Pero no, no eran ellos. Aquella sombra oscura era Lao Jiang haciendo sus ejercicios taichi a la luz de un menudo farolillo que colgaba de una viga. No sé qué me impulsó a acercarme en lugar de volver al k'ang pero el caso es que lo hice y no sólo eso, sino que, además, me escuché a mí misma diciendo:

– ¿Podría enseñarme, señor Jiang?

El anticuario se detuvo y me miró sonriente.

– ¿Quiere aprender taichi?

– Si a usted no le molesta…

– Las mujeres también pueden practicar taichi si quieren -murmuró para sí mismo.

– ¿Me enseña?

– Hoy no, madame, es tarde. Mañana daremos la primera clase.

Así que allí me quedé, sentada en un banco, viendo girar y evolucionar lentamente a Lao Jiang hasta que éste dio por terminada su sesión de aquel día. Lo cierto era que había una gran armonía en ese extraño baile, una belleza misteriosa que yo sentía acrecentada por el hecho de que una persona tan mayor pudiera realizar ágilmente determinados movimientos que hubieran resultado imposibles para mí y, encima, con mucha lentitud, lo que aún lo hacía más difícil. Pero en ese taichi debía de residir el secreto de la asombrosa flexibilidad de los chinos y yo quería aprenderlo. Me encaminaba hacia los cincuenta a velocidades vertiginosas y no deseaba de ningún modo terminar como mi madre o como mi abuela, sentadas todo el día en un sillón, melindrosas y llenas de achaques.

Poco después, abandonábamos la posada. Nos precedía Biao portando una larga vara en cuyo extremo bailaba un farol que proyectaba un tenue círculo de luz. Como estaba amaneciendo, los gallos cantaban en los patios y algunos comerciantes barrían el suelo frente a las puertas de sus establecimientos. No caminamos mucho, en realidad. Recorrimos unas cuantas calles y en seguida cruzamos un puentecillo jorobado sobre un canal de agua y nos encontramos frente a Zhonghua Men. No podía ni imaginar cómo se vería extramuros pero, desde luego, por dentro era impresionante, abrumadora. ¿Qué enemigo se hubiera atrevido a soñar siquiera con tomar aquella fortaleza colosal formada, en realidad, por cuatro puertas consecutivas a cuál más inexpugnable? De hecho, según nos dijo el señor Jiang, Zhonghua Men jamás había sido atacada. Los ejércitos invasores preferían intentar el asalto a Nanking por cualquier otro lugar antes que ser masacrados desde aquel castillo defensivo que, en verdad, era digno de Goliat.

– Este conjunto -dijo el señor Jiang, orgulloso- mide 45 ren de este a oeste y 48 de sur a norte.

– Unos 119 metros de largo por unos 128 de ancho, más o menos -aclaró Paddy, tras pensar un poco-. El ren es una antigua medida de longitud equivalente a poco más de dos metros y medio.

– ¡Es enorme! -dejó escapar mi sobrina, que mantenía la cabeza echada hacia atrás para poder abarcar con la vista todo aquel mazacote-. ¿Cómo vamos a encontrar los ladrillos de Wei? ¡Debe de haber millones! Y, además, estos muros son altísimos. Medirán unos quince o veinte metros.

– Visitemos los recintos donde se ocultaban los soldados -propuso Lao Jiang encaminándose hacia la mole-. Si yo quisiera esconder algo disimuladamente tras un ladrillo, intentaría que fuera en un lugar lo más alejado posible de la vista de la gente, un lugar discreto y, como ven, estas puertas y sus muros de discretos no tienen nada.

– ¿Se imaginan al médico Yao subido en una escalera o colgando de unas cuerdas, quitando un ladrillo y escondiendo algo? -soltó Biao antes de romper a reír a carcajadas.

El anticuario se volvió hacia él y sonrió.

– Tienes razón, muchacho. Por eso creo que los túneles subterráneos de Zhonghua Men van a ser los mejores lugares para empezar. Hasta siete mil soldados se escondían allí, además de servir como almacenes para armas y alimentos.

Biao resplandeció como una de esas nuevas ampollas eléctricas. Sentí rabia por la manera en que Lao Jiang ignoraba a mi sobrina mientras que no ocultaba que Pequeño Tigre le había entrado por el ojo. No era justo. Empezaba a cansarme aquella actitud despectiva hacia las mujeres que exhibía el viejo chino.

– El complejo de Zhonghua Men tiene veintisiete recintos subterráneos -continuó el señor Jiang mientras los demás le seguíamos y entrábamos por una extraña puerta en el muro con forma de cruz rechoncha-. No hay más remedio que examinarlos todos. ¿Cuántas velas tenemos, Paddy?

– Bastantes, no te preocupes. Traje un buen puñado.

– Danos una a cada uno, por favor. El farol de Biao no ilumina lo suficiente.

A pesar de la buena temperatura matinal del exterior, allí dentro hacía un frío terrible y tanto las paredes como los peldaños de la escalera que descendía hacia el centro de la tierra estaban cubiertos por un moho aceitoso que podía hacernos perder pie al menor descuido.

Con los cirios encendidos y avanzando en procesión, iniciamos el resbaladizo descenso atentos a los pasos que iba dando el que teníamos delante. Tichborne resoplaba de vez en cuando, Fernanda gimoteaba mientras descendíamos lentamente y yo intentaba contener la claustrofobia que empezaba a cerrarme la garganta. De pronto, un pensamiento positivo me animó: ¿cuántos días llevaba sin crisis nerviosas? Hubiera jurado que no había sufrido ninguna desde que salimos de Shanghai. ¡Era magnífico!

– ¡Hay culebras! -aulló entonces Biao para aguarme la fiesta. Creí morir del asco.

– ¡Silencio! -profirió Tichborne de malos modos.

– ¡Quiero salir de aquí! -suplicó Fernanda, empezando a retroceder. No me quedó otro remedio que darle un terrible pellizco de monja en cuanto se puso a mi altura.

– ¡Estáte quieta y callada! -susurré en castellano en su oído-. ¿O quieres que Lao Jiang te desprecie aún más? Demuéstrales que no somos débiles damiselas que se desmayan por un simple bicho.

– ¡Pero tía…!

– Continúa bajando o te mando de vuelta a Shanghai en el primer vapor que salga de Nanking.

No volvió a incordiar nunca más; su talón de Aquiles era muy sensible. Frotándose el brazo para aliviar el dolor del pellizco se tragó los lloros y el miedo y, juntas, una detrás de la otra, seguimos descendiendo hasta que, por fin, alcanzamos el primero de los largos túneles que horadaban el subsuelo de la Puerta Jubao. Aquello ya era otra cosa. A pesar de las extraordinarias dimensiones del lugar, las paredes tenían una altura humana y el techo, también de ladrillos, podía examinarse sin grandes dificultades.

– No perdamos tiempo -advirtió Lao Jiang.

Rápidamente, los cinco empezamos a inspeccionar aquel túnel por todos sus lados. Los ladrillos eran muy distintos unos de otros en cuanto a color (los había negros, blancos, rojos, marrones, amarillentos, anaranjados, grises…), sin duda por los diferentes materiales utilizados en su fabricación y como, además, los del suelo habían sido pisados por miles de soldados a lo largo de los siglos, presentaban también diversos grados de deterioro. En cambio, todos eran iguales en forma y tamaño (unos cuarenta centímetros de largo por veinte de ancho). Yo llevaba mi libreta en una mano y la vela en la otra y forzaba la vista para no dejarme engañar por aquel fárrago de signos que singularizaba cada ladrillo, pero, aunque todos presentaban largas inscripciones parecidas a pisadas de gorriones grabadas en el barro antes de meterlos en el horno, ninguna de ellas contenía los caracteres Wei, Xin'an y Ghekiang.

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