Matilde Asensi - Todo bajo el Cielo

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Elvira, pintora española afincada en el París de las vanguardias, recibe la noticia de que su marido, con el que está casada por amistad, ha muerto en su casa de Shanghai en extrañas circunstancias.
Acompañada por su sobrina, zarpa desde Marsella en barco para recuperar el cadáver de Remy sin saber que éste es sólo el principio de una gran aventura por China en busca del tesoro del Primer Emperador. Sin tiempo para reaccionar se verá perseguida por los mafiosos de la Banda Verde y los eunucos imperiales, y contará con la ayuda del anticuario Lao Jiang y su sabiduría oriental en un gran recorrido que les llevará desde Shanghai hasta Xián, donde se encuentra la tumba del Primer Emperador y la última pieza del tesoro mejor guardado.

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– Pero no estamos seguros de que esa Zhonghua Men sea la Puerta Jubao, ¿verdad?

– Debe de serlo, madame. El hecho de que exista un monte Jubao frente a ella resulta bastante significativo.

– Y, exactamente, ¿qué decía el mensaje del Príncipe de Gui? Deben disculparme pero no lo recuerdo.

Paddy resopló. Tenía la cara muy pálida y unas grandes bolsas negras le colgaban debajo de los ojos hinchados y enrojecidos.

– El príncipe le decía al médico Yao que buscara «en la Puerta Jubao la marca del artesano Wei, de la región de Xin'an, provincia de Chekiang», para esconder su fragmento. En China, el ladrillo es el elemento de construcción más utilizado después de la madera y los artesanos que los fabricaban para el Estado estaban obligados a escribir en ellos su nombre y provincia de procedencia. Así se les podía localizar y castigar si el material no era de buena calidad.

– ¿Y el Príncipe de Gui conocía a todos los suministradores? -me extrañé-. Resulta curioso que, entre todos los artesanos que fabricaron ladrillos para las murallas y las puertas de Nanking, que debieron de ser muchos, el último emperador Ming conociera la existencia de ese anónimo obrero Wei de la región de Xin'an muerto tres siglos atrás.

– Está claro que aquí hay más de lo que vemos, madame -repuso Lao Jiang-. No adelantemos acontecimientos. Todo se aclarará cuando resolvamos el problema. Ahora, lo importante es que ustedes aprendan a identificar los caracteres chinos que representan Wei, Xin'an y Chekiang. Nosotros, los hijos de Han, utilizamos las mismas sílabas para nombrar muchas cosas distintas. Sólo la entonación con que las pronunciamos diferencia a unas de otras. Por eso nuestro idioma tiene una musicalidad tan insólita para los Yang-kwei, ya que si pronunciamos una palabra-sílaba con una entonación equivocada la frase dice otra cosa completamente distinta de lo que quería decir. La única posibilidad que tenemos de ser precisos es con la escritura. Los ideogramas son diferentes para cada concepto. Escribiendo, podemos entendernos entre nosotros aunque procedamos de regiones diferentes del Imperio Medio e, incluso, podemos entendernos con los japoneses y con los coreanos, aunque hablen otros idiomas, porque adoptaron nuestro sistema de escritura muchos siglos atrás.

– ¡Menudo discurso! -se burló Tichborne-. A mí me costó tres años hablar tu maldita lengua y aprender los pocos caracteres que sé.

El anticuario apartó a un lado de la mesa los cuencos de la cena y sacó de uno de sus bolsillos una cajita rectangular forrada de seda roja que contenía, en tamaño reducido, lo que los celestes llaman los «Cuatro Tesoros Literarios», es decir, los pinceles de pelo, la pastilla de tinta, el soporte para fabricarla y el papel, un rollo pequeño de papel de arroz que extendió y aseguró en sus esquinas con los cuencos de la cena. Se arremango y dejó caer unas gotas de agua de la tetera en el soporte para la tinta; seguidamente, cogió la pastilla y, con movimientos metódicos, la frotó hasta que la brillante emulsión negra adquirió la densidad que deseaba y, a continuación, sujetó el pincel en posición vertical con todos los dedos de la mano derecha mientras que con la izquierda retiraba la manga del brazo que escribía para que no arrastrara y estropeara los trazos; empapó el pincel en la tinta y lo apoyó sobre la superficie blanca. ¡Con cuánta unción realizó estos gestos! Parecía un sacerdote ejecutando un rito sagrado. Y lo que dibujó fue algo así:

Todo bajo el Cielo - изображение 4

– Éste es el carácter Wei -dijo, levantando la cabeza y entregando el pincel a Paddy que se dispuso a copiarlo rápidamente al lado del de Lao Jiang, aunque con menos seguridad y gracia-. Wei, el apellido de nuestro artesano. Su significado es «rodear», «cercar», «cerco»…, como bien se adivina por su forma. Memorícenlo. Intenten dibujarlo para así recordarlo mejor. De todas formas, mañana, antes de salir hacia la Puerta Jubao, volveré a enseñárselo.

Yo saqué mi Moleskine y copié el carácter con sanguina, en grande. Fernanda me contemplaba con cierta envidia.

– ¿Me deja usted una hoja, tía? -preguntó humildemente. Sabía que era mi libreta de dibujo y que lo que me pedía era un sacrificio para mí.

– Toma -dije arrancándola con cuidado, suavemente, de arriba hacia abajo-. Y toma este lápiz también. Y tú, Biao, ¿quieres otra hoja y otro lápiz?

Pequeño Tigre desvió la mirada.

– No, gracias -rehusó-. Ya lo he memorizado.

Algo se barruntó Lao Jiang porque giró suspicazmente la cabeza hacia él.

– ¿Sabes escribir chino? -preguntó con cierta violencia-. ¿Cuántos caracteres conoces ya?

El niño se asustó.

– En el orfanato sólo nos enseñan la caligrafía extranjera.

Los ojos de Lao Jiang lanzaron chispas y centellas y soltó los útiles de escritura para apoyar las palmas de las manos contra la mesa como si quisiera aplastarla.

– ¿No conoces ningún carácter de tu lengua? -Nunca había visto al anticuario tan enfadado.

– Sí, éste -musitó el pobre Biao señalando con el dedo el apellido del artesano.

Paddy apoyó tranquilizadoramente la mano sobre el hombro del señor Jiang.

– Déjalo. No vale la pena -gangoseó-. Enséñale tú y no le des más vueltas.

El anticuario respiró hondo y exhaló muy despacio el aire por la boca. Con una cara que daba miedo, volvió a sujetar el pincel de aquella curiosa manera vertical y lo empapó de tinta. Su rostro cambió entonces y se serenó. Parecía que no pudiera escribir estando enfadado, que tuviera que concentrarse y mantener un estado de ánimo tranquilo para empezar a realizar aquellos complicados ideogramas que requerían trazos lentos y rápidos, largos y cortos, suaves y enérgicos. Observándole, se comprendía por qué los celestes habían hecho un arte de su caligrafía y, al mismo tiempo, por qué nosotros no.

– Así se escribe el nombre de Xin'an -dijo complacido- y así el de la provincia de Chekiang. Chekiang sigue llamándose igual pero a Xin'an hoy se la conoce como Quzhou. En cualquier caso, debemos buscarla por su antigua denominación, que es la que nos interesa. Este grupo de caracteres que acabo de escribir debe encontrarse forzosamente unido a Wei en los ladrillos que buscamos.

Aplicadamente, los alumnos de aquella improvisada escuela inclinamos la cabeza sobre la mesa para copiar los nuevos trazos con diligencia. Incluso Biao, que antes había rehusado mi oferta de papel y lápiz, se afanaba ahora en el trabajo con verdadero interés. Sentí una cierta pena por Pequeño Tigre. Era un pobre expósito de trece años atrapado entre dos culturas, la oriental y la occidental, que se enfrentaban violentamente entre sí desde hacía mucho tiempo y que, para él, estaban representadas por el padre Castrillo y el señor Jiang, y a los dos les tenía miedo.

Para mi alegría, después de la lección pude darme, al fin, un baño caliente: una vieja criada me tiraba por encima de la cabeza los baldes de agua humeante que traía de la cocina y que iban rellenando la gran tina de madera que servía de bañera. El jabón, por suerte, no era demasiado malo a pesar de su desagradable aspecto, aunque me dejó la piel seca y escamada, y los trapos que me trajeron para secarme estaban limpios, al contrario que mi ropa, que, sucia y todo, regresó a mi cuerpo por unos cuantos días más. Breve para mi disgusto (los demás esperaban su turno cayéndose de sueño), el baño me dejó fresca y renovada. Sin embargo, esta buena disposición se fue rápidamente al garete en cuanto vi la miserable habitación en la que Fernanda y yo íbamos a dormir -de techo tan bajo que se podía tocar con las manos y con las paredes de adobe sucias y desconchadas- y no digamos el sórdido k’ang de bambú colocado sobre un horno de ladrillos -apagado, por suerte- en el que tendría que acostarme.

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