– Supongo que «cruzar las Puertas de Jade» y «viajar más allá de las Fuentes Amarillas» significa que van a morir, ¿no? -comenté, horrorizada-. ¡Trescientos miembros de una familia! ¿Cómo puede ser?
– Era una práctica común en China hasta hace muy poco, madame. Recuerde lo que decía el Príncipe de Gui en la leyenda que le conté: mil ochocientos años después de esta carta, la dinastía Qing mandó asesinar a nueve generaciones de la familia Ming. La cifra de muertos pudo ser similar o, incluso, superior. Como castigo, se mataba al delincuente y a todos sus familiares hasta el último grado de parentesco. De esa manera, como la mala hierba, el clan quedaba eliminado de raíz impidiendo que aparecieran nuevos brotes.
– ¿Y qué delito había cometido ese padre, Sai Wu, para merecer tal castigo? Usted acaba de leer que él se consideraba culpable de la desgracia.
– Tenga paciencia, madame.
Yo, como adulta, podía contenerme, pero Fernanda y Biao, con los ojos fuera de las órbitas, no iban a esperar mucho antes de lanzarse sobre Lao Jiang y exigirle, con uñas y dientes, que leyera más. Por Biao no habría puesto la mano en el fuego pero, por mi sobrina, sí: estaba a punto de explotar de impaciencia. Creo que se dominaba porque el anticuario le daba un poco de miedo. A mí ya me hubiera arañado la cara.
– «Según me ha dicho un buen amigo del infortunado general Meng Tian, el eunuco Zhao Gao le ha contado que Hu Hai, el nuevo emperador Qin, tiene la intención de enterrar con el Dragón Primigenio, que ya ha cruzado las Puertas de Jade, a todos cuantos hemos trabajado en su mausoleo. Como yo, Sai Wu, he sido el responsable de tan grandiosa y recóndita construcción durante treinta y seis años, desde que el ministro Lü Buwei me encomendó la tarea, mi clan al completo debe morir para preservar el mayor secreto de todos, el que yo te voy a revelar ahora para que vengues a tu familia y a tus parientes. Nuestros antepasados no descansarán en paz hasta que hagas justicia. Hijo mío, lo que más me atormenta en estas horas de adversidad es que ni siquiera tendré el consuelo de que mi cadáver repose en el panteón familiar.»
El señor Jiang hizo una pausa. Todos permanecimos en silencio. Resultaba increíble la desmesura del castigo impuesto a una familia inocente por el hecho de que uno de sus miembros hubiera trabajado fielmente para el Primer Emperador.
– No debe de quedar mucho ya por leer, ¿verdad? -pregunté, al fin. Seguía atónita por la cantidad de cosas que podían escribirse en un espacio tan pequeño utilizando esos curiosos caracteres chinos.
– Este pedazo es muy revelador -musitó el anticuario, sin hacerme caso-. Por un lado, menciona a Meng Tian, un general importantísimo de la corte de Shi Huang Ti, responsable de muchas de sus victorias militares y a quien el Primer Emperador encargó la construcción de la Gran Muralla. Este general y toda su familia fueron sentenciados a muerte por un falso testamento de Shi Huang Ti elaborado por el poderoso eunuco Zhao Gao, también citado en la carta, que había trabajado para el Primer Emperador y que, a su muerte, quiso hacerse con el control del imperio. Este falso testamento obligaba al hijo mayor de Shi Huang Ti a suicidarse y nombraba emperador a Hu Hai, el débil hijo segundo. Como verá, nuestro jiance tuvo que ser escrito forzosamente a finales del año 210 antes de la era actual, cuando murió el Dragón Primigenio, otro de los nombres de Shi Huang Ti.
– O sea, que tiene… -hice un rápido cálculo mental-, dos mil ciento y pico años de antigüedad.
– Dos mil ciento treinta y tres, exactamente.
– Y, entonces, ¿qué pasó con Sai Wu?
– ¿Acaso no recuerda lo que le conté en Shanghai sobre el mausoleo real de Shi Huang Ti? Le dije que todos aquellos que sabían dónde se encontraba fueron enterrados vivos con él: los cientos de concubinas imperiales que no habían tenido hijos y los setecientos mil obreros que habían participado en la construcción. Así lo afirma Sima Qian [18], el historiador chino más importante de todos los tiempos. Con mayor razón debía morir, pues, aquel que había sido el jefe del gran proyecto. Sai Wu, responsable del mismo durante treinta y seis años, como le explica a su hijo.
– Lo que convierte a Sai Wu en el mejor ingeniero y arquitecto de su época.
Esta frase la soltó repentinamente Fernanda para sorpresa de todos. Pero, antes de que tuviéramos tiempo de reaccionar, el señor Jiang, sin mover un músculo, ya estaba hablando de nuevo. Y no para decir algo agradable, por cierto:
– El exceso de conocimiento en las niñas es pernicioso -comentó con un énfasis especial en la voz-. Malogra sus posibilidades de conseguir un buen marido. Debería usted enseñar a callar a su sobrina, madame, sobre todo en presencia de adultos.
Abrí la boca para explicarle enérgicamente al anticuario lo absurdo de sus afirmaciones pero…
– Tía Elvira, dígale al señor Jiang de mi parte -la voz de Fernanda estaba cargada de resentimiento- que si él pide respeto para sus tradiciones debería ofrecerlo también para las tradiciones de los demás, especialmente en lo que se refiere a las mujeres.
– Estoy de acuerdo con mi sobrina, señor Jiang -añadí con firmeza, mirándole directamente-. Nosotras no estamos acostumbradas al trato que dan ustedes aquí a la otra mitad de su población, esos doscientos millones de mujeres a los que no permiten hablar. Fernanda no ha querido ofenderle. Ha hecho, sencillamente, lo que hubiera hecho en Europa: comentar con acierto algo sobre la conversación que estábamos manteniendo.
– Pa luen [19] . No voy a discutir este asunto con usted, madame -sentenció el anticuario con una frialdad que me heló la sangre en las venas. De inmediato, enrolló las tiras de bambú, las envolvió en el pañuelo de seda amarilla y las guardó en la caja. Luego, se puso en pie con su flexibilidad habitual y se alejó de nosotros. Aquello era una descortesía terrible.
– Bueno, Biao -dije, poniéndome también en pie aunque con mayores dificultades que el anticuario-, ya me explicarás qué hay que hacer en una situación como ésta en la que dos culturas se ofenden mutuamente sin haber tenido intención de hacerlo.
Biao me miró con gesto desolado y más cara de niño pequeño que nunca.
– No lo sé, tai-tai. -Parecía que no quería comprometerse.
– ¡Yo no he hecho nada malo! -exclamó Fernanda realmente enfadada.
– Tranquila. Ya sé que no has hecho nada malo. El señor Jiang va a tener que acostumbrarse a nosotras, tanto si le gusta como si no.
Una vez, cuando era pequeña, tuve una idea magnífica. Estaba dibujando un pequeño jarrón que el profesor había dispuesto sobre una mesa para que aprendiera a trabajar con las luces y las sombras cuando, de repente, se me ocurrió que no sólo quería dedicarme a pintar cuando fuera mayor sino que quería que mi propia vida fuera una obra de arte. Sí, ése fue mi pensamiento: «Quiero hacer de mi vida una obra de arte.» Mucho había llovido desde entonces y, cuando recordaba aquel propósito infantil, me sentía orgullosa de mí misma por haberlo conseguido. Era cierto que mi trabajo como pintora no daba para muchas alegrías y que aún estaba lejos de conseguir mi sueño, que mi matrimonio no había sido exactamente ejemplar porque, como Rémy, carecía de la predisposición necesaria para la vida de casada, que el vínculo con mi familia jamás había funcionado, que los hombres de mi vida habían sido siempre deplorables (Alain, el pianista idiota; Noël, el estudiante aprovechado; Théophile, el compañero mentiroso…), y, sobre todo, que mi valentía juvenil se había esfumado con la edad adulta, dejándome indefensa ante las más sencillas contrariedades. Pero, en cualquier caso, reconociendo todas estas deficiencias, estaba orgullosa de mí misma. Mi vida era diferente a la de la mayoría de mujeres de mi generación. Había sabido tomar decisiones difíciles. Vivía en París y pintaba en mi estudio bajo la perfecta luz del sureste que entraba por las ventanas de mi propia casa. Había sobrevivido a muchos hundimientos y había sabido conservar a mis amigos. Si eso no era, a fin de cuentas, hacer una pequeña obra de arte, que bajara Dios y lo viera. Yo estaba segura de que sí. Mirándolo por el lado bueno, quizá aquel desgraciado viaje por China era una pincelada más de un cuadro que empezaba a estar dotado de belleza, con todos sus errores y pentimenti. O, al menos, así lo sentí la mañana del día que llegamos a Nanking, mientras la brisa del Yangtsé me daba en la cara y unos pescadores vestidos de negro mandaban de exploración por el río a sus cormoranes.
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