Matilde Asensi - Todo bajo el Cielo

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Elvira, pintora española afincada en el París de las vanguardias, recibe la noticia de que su marido, con el que está casada por amistad, ha muerto en su casa de Shanghai en extrañas circunstancias.
Acompañada por su sobrina, zarpa desde Marsella en barco para recuperar el cadáver de Remy sin saber que éste es sólo el principio de una gran aventura por China en busca del tesoro del Primer Emperador. Sin tiempo para reaccionar se verá perseguida por los mafiosos de la Banda Verde y los eunucos imperiales, y contará con la ayuda del anticuario Lao Jiang y su sabiduría oriental en un gran recorrido que les llevará desde Shanghai hasta Xián, donde se encuentra la tumba del Primer Emperador y la última pieza del tesoro mejor guardado.

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Tichborne soltó una carcajada.

– ¿Quieres ser emperador, Lao Jiang?

– Creí que usted era un chino profundamente nacionalista -musité sin hacer caso al irlandés.

– Y lo soy, madame. Pero también creo que China ya no puede vivir dando la espalda al mundo, regresando al pasado. Hay que avanzar para que, algún día, podamos ser una potencia mundial como Meiguo y Faguo. Incluso como su patria, la Gran Luzón, que lucha por integrarse en las democracias modernas.

– Yo soy de España, señor Jiang -objeté.

– Es lo que he dicho, madame. La Gran Luzón, España.

Le costó lo suyo pronunciar el nombre. Resultaba que, como los mercaderes chinos llevaban trescientos años haciendo negocios con Manila, la capital de la isla de Luzón, España, para ellos, era «La Gran Luzón», el remoto país que compraba y vendía productos a través de su colonia de las Filipinas. No tenían la más remota idea de dónde estaba ni de cómo era y, además, les importaba muy poco y, por eso, pensé que el señor Jiang volvía a tener razón: China debía abrirse al mundo urgentemente y dejar de vivir en la Edad Media. No necesitaba más emperadores feudales, fueran manchúes o Han, sino partidos políticos y un moderno sistema parlamentario republicano que la hiciera progresar hasta el siglo xx.

Habíamos salido de nuevo a las callejuelas de Nantao y nos dimos cuenta de que llamábamos bastante la atención por las ropas mojadas de los tres hombres. El calor de la mañana las secaría en breve pero, entretanto, había que ocultarse y, al mismo tiempo, salir a toda prisa hacia la Estación del Norte, donde debíamos tomar el Expreso de Nanking.

Avanzamos a paso ligero entre la bullanguera muchedumbre que deambulaba por las calles llenas de tiendas. No teníamos tiempo que perder. Pero cada vez resultaba más difícil atravesar la masa de shanghaieses amarillos que se iba haciendo más compacta a medida que nos acercábamos a la Puerta Norte de Nantao para alcanzar la Concesión Francesa. Un comerciante de melones luchaba por sacar las ruedas de su carro de una zanja mientras un culí semidesnudo empujaba desde atrás con los brazos extendidos. Ambos inclinaban la cabeza, tensos a causa del esfuerzo, sudorosos, ignorantes del atasco que estaban provocando. Por allí no se podía pasar.

– Yo conozco un camino -dijo Biao, mirando a Lao Jiang.

– Te seguimos -repuso el anticuario.

El niño se giró y echó a correr hacia una estrecha calleja que torcía a la derecha. Todos fuimos detrás intentando no quedar rezagados. Atravesamos calles que no eran más anchas que un pañuelo y pisamos suelos blandos de porquería. El olor, a veces, era nauseabundo. Al cabo de poco, Fernanda resoplaba como un fuelle por el esfuerzo.

– ¿Puedes seguir? -le pregunté, volviéndome a mirarla.

Hizo un gesto afirmativo con la cabeza y continuamos avanzando hasta que, de repente, nos dimos cuenta de que habíamos salido de Nantao y corríamos por el Boulevard des deux Republiques, la gran avenida que rodeaba la vieja ciudad china ocupando el lugar que antaño fuera un foso defensivo que había sido rellenado y cubierto cuando se derribaron las viejas murallas.

¡Rickshaws! -exclamó Tichborne, señalando un grupo de culíes que jugaban a las cartas sobre el pavimento junto a sus vehículos de alquiler.

Rápidamente, alquilamos cuatro de aquellos rickshaws y montamos en ellos después de que Lao Jiang pagase la tarifa hasta la estación de ferrocarril. Biao, que se había sentado junto a mí porque éramos los más delgados del grupo y podíamos aprovechar un solo carretón, estaba preocupado:

– ¿Cómo voy a subir al huoche con ustedes?

– No sé lo que has dicho, niño.

– Al huoche… Al carro de fuego… Al ferrocarril.

El pobre apenas podía pronunciar esa difícil palabra castellana. Nunca hubiera sospechado que decir «ferrocarril» fuera tan complicado pero, para los chinos, era una tortura.

– Pues subirás igual que los demás, supongo -afirmé mientras los rickshaws avanzaban rápidamente por la Concesión Francesa conforme a las indicaciones de Lao Jiang, que parecía querer seguir un camino concreto, lejos de las grandes avenidas y bulevares.

– Pero ¿quién pagará mi billete?

Sospeché que sería yo la que tendría que hacerse cargo de los gastos del espigado Biao porque Fernanda, que yo supiera, no llevaba dinero encima. A decir verdad, yo sólo tenía un puñado de pesados dólares mexicanos de plata que había encontrado en un cajón de la cómoda de la habitación de Rémy. Aunque en la Concesión Francesa podía utilizarse el franco sin grandes problemas, el dinero oficial de Shanghai era el dólar mexicano de plata, la divisa que servía de patrón monetario en todo el mundo dado que muchos países seguían negándose a entrar en el sistema del patrón oro (entre ellos, España). Al coger el dinero de Rémy, calculé que, al cambio, debía de ser una cantidad respetable en taels chinos, la moneda que, seguramente, utilizaríamos durante nuestro viaje por el interior.

– No te preocupes de nada -le dije al niño, sin mirarle-. Tú vienes con Fernanda y conmigo y tu única preocupación debe ser hacer bien tu trabajo. Lo demás es cosa nuestra.

– Pero ¿y si el padre Castrillo descubre que he salido de Shanghai?

Vaya, en eso no había pensado. La irresponsable de Fernanda tomaba decisiones que nos podían traer muchos quebraderos de cabeza. ¿Cómo justificar la desaparición de Biao del orfelinato y de la ciudad? El chiquillo parecía tener más sesera que la tonta de mi sobrina.

– Te he dicho ya que no te preocupes de nada. Y deja de hablar, que me mareas.

Salimos sin problemas de la Concesión por uno de los puestos fronterizos de alambradas después de que Lao Jiang sostuviera una amistosa charla con el jefe del puesto, a quien al parecer conocía. Una vez dentro de la Concesión Internacional, y sin detener nuestra marcha, el rickshaw del anticuario se colocó un momento junto al de Tichborne y, poco después, junto al mío.

– ¿Me escucha bien, madame? -quiso saber, hablando en voz bastante baja.

– Sí.

– La policía francesa nos busca. Todos los puestos fronterizos de la Concesión han recibido hace unos minutos la orden de captura dictada por Surcos Huang -me explicó, divertido.

– ¿Y qué le hace tanta gracia? -repuse. Me había convertido en una delincuente buscada por la policía francesa de Shanghai. ¿Cuánto tardaría en llegar la noticia al cónsul general de Francia, Auguste Wilden, y qué cara pondría el encantador cónsul general de España, don julio Palencia, cuando se enterase?

Un cupé negro pasó a toda velocidad junto a nosotros, haciendo soltar una fuerte exclamación al culí de mi rickshaw.

– La carrera ha empezado, madame -exclamó, satisfecho, Lao Jiang.

– ¡Debería comprobar que la caja del lago no está vacía antes de continuar con esta locura!

– Ya lo he hecho. -Su cara china y arrugada expresaba una alegría rayana en el fanatismo-. Dentro hay un bellísimo fragmento de un antiguo libro de tablillas de bambú.

Supongo que se me contagió su entusiasmo porque fui consciente del paulatino cambio de gesto de mi cara desde el malestar hasta la más abierta sonrisa que había puesto en los últimos tiempos. La confianza no era mi fuerte, pero en aquella caja negra manchada de cardenillo que Lao Jiang sostenía sobre las piernas, estaba el pedazo del jiance escondido por el licenciado Wan cientos de años atrás y cortado por el último y olvidado emperador Ming. Los millones de francos que saldarían las deudas de Rémy y me harían rica quizá existían, eran reales y, sobre todo, estaban un poquito más cerca, más al alcance de la mano.

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