– ¡Pues sí que lo puso difícil! -exclamé, sobresaltando a Tichborne, que se había quedado de pie, con el vaso nuevamente lleno en la mano-. Si nadie más sabía dónde habían escondido los pedazos los tres amigos del Príncipe de Gui, sería imposible volverlos a unir. ¡Qué locura!
– Por eso era una leyenda -asintió el anticuario-. Las leyendas son hermosas historias que todo el mundo considera falsas, cuentos para niños, argumentos para el teatro. A nadie se le hubiera pasado por la cabeza ponerse a buscar tres fragmentos de tablillas de bambú de más de dos mil años de antigüedad a lo largo de la orilla septentrional de un río como el Yangtsé que tiene más de seis mil kilómetros de longitud desde su nacimiento en las montañas Kunlun, en Asia central, hasta su desembocadura aquí, en Shanghai. Pero…
– Afortunadamente, siempre hay un «pero» -apostilló el irlandés, antes de sorber ruidosamente un trago de whisky.
– … lo cierto es que la historia es verdadera, madame, y que nosotros tres sí que sabemos dónde escondieron los pedazos los tres amigos del Príncipe de Gui.
– ¡Qué me dice! ¿Lo sabemos?
– Así es, madame. Aquí, en este cofre, hay un documento inestimable que relata la conocida leyenda del Príncipe de Gui con algunas diferencias significativas respecto a la versión popular. -Extendiendo el brazo derecho, el anticuario puso la mano con la uña de oro sobre la edición miniaturizada del libro chino y lo empujó hacia mí, separándolo del resto de objetos que había extraído del cofre al principio de nuestra conversación-. Por ejemplo, menciona con toda claridad los lugares que el príncipe indicó a sus amigos para que escondieran las tablillas y, ciertamente, la elección presenta una gran lógica desde el punto de vista de los Ming.
– Pero ¿y si es falso? -objeté-. ¿Y si se trata simplemente de otra versión de la leyenda?
– Si fuera falso, madame, ¿qué otro objeto de este cofre habría motivado un viaje desde Pekín de tres eunucos imperiales? ¿Y qué otra cosa podría animar a dos dignatarios japoneses a presentarse amenazadoramente en mi tienda acompañando a Surcos Huang? Recuerde que Japón todavía tiene en el trono a un emperador poderoso e incuestionado por su pueblo, que ha demostrado en múltiples ocasiones su disposición a intervenir militarmente en China para apoyar una restauración imperial. De hecho, durante años ha facilitado millones de yenes a ciertos príncipes leales a los Qing para mantener ejércitos de manchúes y mongoles que siguen hostigando a la República sin descanso. El interés del Mikado se centra en convertir a ese tonto de Puyi en un emperador títere bajo su control y apoderarse así de toda China en una única jugada maestra. No le quepa ninguna duda de que sacar a la luz la tumba del primer emperador de China sería el golpe definitivo. Puyi sólo tendría que atribuirse el hecho como una señal divina, decir que Shi Huang Ti le bendice desde el cielo y le reconoce como hijo o algo así para que los centenares de millones de campesinos pobres de este país se arrojaran humildemente a sus pies. La gente, aquí, es muy supersticiosa, madame, todavía creen en hechos sobrenaturales de este tipo y puede estar segura de que ustedes, los Yang-kwei, los extranjeros, serían masacrados y expulsados de China antes de que pudieran preguntarse qué estaba pasando.
– Sí, pero, señor Jiang, se olvida usted de un pequeño detalle -protesté, sintiéndome algo ofendida por el hecho de que el anticuario hubiera utilizado la expresión despectiva Yang-kwei, «diablos extranjeros», para referirse también a mí-. El cofre procedía de la Ciudad Prohibida, usted me lo dijo. Lo adquirió su agente en Pekín después de aquel primer incendio en el palacio de la Fundada Felicidad. Lo recuerdo porque me gustó mucho el nombre, me pareció muy poético. Lo cierto es que todo eso que usted dice que Puyi podría hacer con ayuda de los japoneses, teniendo el cofre en su poder, ¿por qué no lo ha hecho ya? Si no me han informado mal, Puyi perdió el gobierno de China en 1911.
– En 1911, madame, Puyi tenía seis años. Ahora tiene dieciocho y recientemente ha contraído matrimonio, lo que le ha proporcionado la mayoría de edad que, de no haberse producido la revolución, hubiera significado el fin de la regencia de su padre, el ignorante príncipe Chun, y su ascenso al poder como Hijo del Cielo. Pensar en la Restauración hubiera sido absurdo hasta ahora. De hecho, durante estos años ha habido algunos intentos que han quedado reducidos siempre a ridículos fracasos, tan ridículos como el hecho mismo de que cuatro millones de manchúes quieran seguir gobernando a cuatrocientos millones de hijos de Han. La corte Qing vive en el pasado, mantiene las viejas costumbres y los antiguos rituales detrás de los altos muros de la Ciudad Prohibida, sin darse cuenta de que ya no hay lugar para Dragones Verdaderos ni Hijos del Cielo en este país. Puyi sueña con un reinado lleno de coletas Qing [10]que, afortunadamente, no regresará. Salvo, claro está, que ocurra un milagro como el descubrimiento divino de la tumba perdida de Shi Huang Ti, el Primer y Gran Emperador de China. El pueblo sencillo está harto de las luchas por el poder, de los gobernadores militares convertidos en señores de la guerra con ejércitos privados, de las disputas internas de la República y no hay que olvidar tampoco la existencia de un fuerte partido de promonárquicos que, alentados por los japoneses, los Enanos Pardos, simpatiza con los militares porque no les convence el actual sistema político. Si une usted, madame, la reciente mayoría de edad de Puyi, que no esconde sus grandes deseos de recuperar el trono, con un próximo descubrimiento del sagrado mausoleo de Shi Huang Ti, verá que las condiciones para una restauración monárquica están servidas.
El anticuario Jiang me sobrecogió con sus palabras pero, sobre todo, por el ardor que ponía en ellas. Sin darme cuenta, quizá le miré más intensamente de lo que el decoro permitía. Si mi primera impresión de él fue la de estar delante de un auténtico mandarín, de un aristócrata, ahora estaba descubriendo a un chino apasionadamente entregado a su raza milenaria, afligido ante la decadencia de su pueblo y de su cultura, y lleno de desprecio hacia los manchúes que gobernaban su país desde hacía casi trescientos años.
Tichborne, que hasta entonces había estado bastante callado, ocupado en rellenar su copa para volverla a vaciar rápidamente y que, por falta de equilibrio, hacía algunos minutos que se había apoyado contra una de las paredes de la sala, soltó una estruendosa risotada:
– ¡Puyi debió de llevarse un gran susto cuando descubrió que, por culpa del inventario de tesoros que había ordenado, el cofre que le iba a dar el trono se le había escapado de las manos!
– Ahora estoy más seguro que nunca -terció el señor Jiang- de que los Viejos Gallos que vinieron a mi tienda contrataron a la Banda Verde y buscaron el amistoso apoyo del consulado japonés cuando descubrieron que no era tan fácil recuperar el documento con la verdadera historia del Príncipe de Gui.
– ¿Y qué vamos a hacer? -inquirí, angustiada.
El irlandés se separó de la pared sin dejar de sonreír mientras el anticuario entrecerraba los ojos para examinarme con atención mientras me preguntaba:
– ¿Qué haría usted, madame, si, en sus actuales circunstancias financieras, pudiera conseguir unos cuantos millones de francos…? Y fíjese que digo millones y no miles.
– Y yo, además de hacerme inmensamente rico -farfulló Paddy, tomando asiento de nuevo en su butaca-, conseguiré el reportaje de mi vida. ¡Qué digo! ¡El libro de mi vida! Y nuestro amigo Lao Jiang se convertirá en el anticuario más reputado del mundo. ¿Qué le parece, Mme. De Poulain?
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