Matilde Asensi - Todo bajo el Cielo

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Elvira, pintora española afincada en el París de las vanguardias, recibe la noticia de que su marido, con el que está casada por amistad, ha muerto en su casa de Shanghai en extrañas circunstancias.
Acompañada por su sobrina, zarpa desde Marsella en barco para recuperar el cadáver de Remy sin saber que éste es sólo el principio de una gran aventura por China en busca del tesoro del Primer Emperador. Sin tiempo para reaccionar se verá perseguida por los mafiosos de la Banda Verde y los eunucos imperiales, y contará con la ayuda del anticuario Lao Jiang y su sabiduría oriental en un gran recorrido que les llevará desde Shanghai hasta Xián, donde se encuentra la tumba del Primer Emperador y la última pieza del tesoro mejor guardado.

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– ¿Lo entiende, madame ? -farfulló el irlandés-. Conocemos los lugares exactos en los que están escondidos los fragmentos del jiance y podemos ir a por ellos cuando queramos.

– Bueno, lo cierto es que yo no he entendido mucho del mensaje pero supongo que ustedes dos sí.

– Efectivamente, Mme. De Poulain -concluyó el anticuario-. Y, el primer fragmento, el que escondió el licenciado Wan, está aquí, en Shanghai.

– ¡Vaya!

– El fragmento de Wan, según el mensaje del libro, se encuentra bajo un puente que zigzaguea en unos jardines estilo Ming situados en un lugar llamado Tung-ka-tow, en el delta del Yangtsé. Estamos en el delta; Tung-ka-tow era el nombre de la antigua ciudadela china que dio origen a lo que hoy es Shanghai y que aún persiste dentro de lo que se conoce como Nantao, la vieja ciudad china; y en el corazón de Nantao, en lo que fue Tung-ka-tow, existen, efectivamente, unos viejos jardines abandonados y llenos de inmundicia, los jardines Yuyuan, que se dice fueron construidos por un oficial Ming a imitación de los jardines imperiales de Pekín. Apenas queda nada de ellos. Están en una zona muy pobre y peligrosa y sólo los visitan algunos Yang-kwei curiosos debido a que, en el centro de lo que debió de ser un hermoso lago, hay una isla con un establecimiento donde se puede tomar el té.

– ¿Y a que no se imagina, madame, cómo es el puente que lleva al pabellón de la isla? -preguntó Paddy.

No tuve que pensar mucho.

– ¿Zigzagueante?

– ¡Premio!

– Es una suerte magnífica que el primer pedazo se encuentre aquí, en Shanghai -señalé-, ya que, si no está, significará que el texto es falso y no habrá que hacer ningún viaje, ¿verdad?

Ambos volvieron a cruzar una mirada de complicidad. Se veía en sus caras que no estaban dispuestos a dar cuartelillo a mi idea. Pero otro pensamiento, más preocupante, ocupaba ya mi cabeza cuando dejaron de mirarse y se volvieron hacia mí .

– ¿Cómo voy a escabullirme de los vigilantes de la Banda Verde? Si me están siguiendo a todas partes, va a resultar imposible esquivarlos para escapar sin que se den cuenta. Una cosa es dejarlos en la puerta, esperando como ahora, y, otra, abandonar Shanghai delante de sus narices.

– En eso tiene usted razón, madame -aceptó el señor Jiang, quien, por unos momentos quedó sumido en una profunda reflexión, al cabo de la cual, me miró con ojos brillantes-. Ya sé lo que vamos a hacer. Hable con la señora Zhong y pídale que, discretamente, consiga ropa china para su sobrina y para usted. No creo que le resulte difícil hacerse con algunas prendas de las criadas. Además, sus pies grandes las ayudarán mucho a dar la imagen de sirvientas. Intenten también arreglarse el pelo como lo haría una mujer china, aunque va a ser difícil teniendo usted el pelo corto y ondulado, y, por supuesto, maquíllense de manera que sus ojos occidentales no resulten tan evidentes. Por último, salgan de la casa en compañía de varios criados, de manera que pasen ustedes desapercibidas dentro del grupo y, con todo esto, confío en que no las descubran.

Estaba horrorizada. ¿Cuándo se había visto que una mujer de buena familia se disfrazase de sirvienta doméstica y, además, de otra raza distinta a la suya? Ni siquiera durante el Carnaval, en Europa, se daban situaciones así. Hubiera resultado zafio.

– ¿Qué les parece si terminamos la reunión? -bramó el gordo irlandés desde el fondo de su asiento-. Resulta que son las nueve de la noche y estamos sin cenar.

En eso tenía razón. Si yo sentía ya un poco de hambre y seguía guiándome, más o menos, por el tardío horario español de comidas (no había conseguido acostumbrarme al europeo), ellos debían de estar famélicos.

– Espere noticias mías, madame -terminó el señor Jiang, incorporándose lleno de entusiasmo-. Tenemos un gran viaje por delante.

Un viaje de miles de kilómetros por un país desconocido, pensé. Una amarga sonrisa se me dibujó en los labios sin querer al recordar que había planeado comprar los billetes para el primer paquebote que saliera de Shanghai en los días siguientes. Seguía sin ver la hora de marcharme de China, pero, si todo salía bien, podría deshacerme de las deudas de Rémy y recuperar para siempre mi vida tranquila en París, paseando por la rive gauche los domingos por la mañana. La seguridad de Fernanda era lo que más me preocupaba de todo aquel asunto. La niña, por poco que la apreciara, no dejaba de ser una pieza inocente de mi ruina económica y, cuando se enterase de que debía disfrazarse de china y viajar en barco por el Yangtsé para recuperar los pedazos de un viejo libro, escapando de los mismos asesinos que habían terminado con la vida de Rémy, iba a protestar enérgicamente y con toda la razón. ¿Qué podría decirle para que entendiera que, si se quedaba en Shanghai, corría mucho más peligro? De repente, se me ocurrió la solución: ¿por qué no se quedaba con el padre Castrillo, en la misión de los agustinos, mientras yo estaba fuera? Sería perfecto.

– ¡Ah, no, de eso nada! -exclamó, ofendida, cuando se lo propuse. Estábamos en el pequeño gabinete contiguo al despacho de Rémy (también allí, como en el resto de la casa, todo era simétrico y equilibrado), sentadas en un par de sillas de altos respaldos suavemente curvados, junto a un biombo plegadizo que ocultaba un ma-t'ung. La había hecho levantar de la cama cuando regresé y la pobre llevaba puesto un camisón horrible bajo una bata más fea aún y el pelo extrañamente suelto. A la luz de las velas parecía un espectro salido de los infiernos. Mientras cenaba rápidamente una torta rellena de pato con guarnición de setas y unos huevos de milano, le había contado, a grandes trazos y sin conseguir recordar esos complicados nombres chinos, la leyenda del Príncipe de Gui y el secreto de la tumba del Primer Emperador.

– No hay nada más que hablar -repuse, decidida-. Te quedas en la misión bajo la protección del padre Castrillo. Hablaré con él mañana por la mañana. Te acompañaré a misa y le pediré el favor.

– Yo voy con usted.

– Te estoy diciendo que no, Fernanda. No se hable más.

– Y yo le digo que sí, que voy con usted.

– Muy bien, insiste si quieres, pero mi decisión está tomada y no vamos a perder toda la noche discutiendo. Estoy realmente cansada. El único rato de paz que he tenido desde que desembarcamos ha sido el de esta tarde en el jardín. No puedo con mi alma, Fernanda, así que no me hagas pelear.

Los ojos se le llenaron de rabia y de resentimiento y, de un salto, se puso en pie y salió del pabellón pisando fuerte, con un orgullo tan grande como el de don Rodrigo en la horca. Pero mi decisión estaba tomada. No quería llevar ese cargo en la conciencia. La niña se quedaba en Shanghai, con el padre Castrillo. Aunque, naturalmente, cuando se atraviesa una racha de mala suerte como la mía, siempre hay que contar con que todo se tuerce para que no tengamos ni un pequeño respiro, de manera que, a las cinco de la madrugada, cuando me despertó la luz de una vela que brillaba en las manos de la señora Zhong, supe que mi plan se había desbaratado; acababa de llegar el vendedor de pescado con los primeros ejemplares capturados en Shanghai aquella noche y traía un mensaje urgente del señor Jiang:

– «A la hora del dragón en la Puerta Norte de Nantao».

Suspiré, sacando los pies de la cama.

– ¿Sería tan amable de traducirlo a un lenguaje comprensible, señora Zhong?

– A las siete de la mañana -susurró, haciendo pantalla con la mano sobre la llama y dejándome en la más siniestra oscuridad-, en la antigua puerta del norte de la ciudad china.

– ¿Y dónde está eso?

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