– Muy cerca de aquí, ya le explicaré cómo llegar mientras se viste. Aquí tiene la ropa que me pidió anoche. Voy a despertar a mademoiselle Fernanda mientras usted se lava.
Media hora después, al mirarme en el espejo, apenas podía creer lo que veía: enfundada en unos gastados pantalones y una blusa de descolorido algodón azul, y calzada con unos ligeros zapatos de fieltro negro, mi aspecto era el de una extraña que, gracias a un flamante flequillo de pelo lacio, a unos pómulos resaltados por el maquillaje y a unos ojos orientales delineados por unos finos bastoncillos impregnados en tinta, bien podía ser una sirvienta o una campesina natural del país. La señora Zhong añadió algunos coloridos collares que resultaron ser amuletos y que dieron un poco de vida a mi pálida cara. No daba crédito a la imagen del espejo y aún menos al aspecto de la robusta joven china que se coló en mi habitación ataviada y maquillada de igual modo aunque con una larga coleta a la espalda y, en los pies, unas viejas sandalias de cáñamo. La cara de Fernanda relucía de satisfacción igual que cuando descendimos del André Lebon. Estaba claro que lo que aquella niña necesitaba de verdad era libertad y acción. Quizá mi hermana Carmen y yo éramos, por temperamento, las caras opuestas de una misma moneda familiar pero, desde luego, su hija había nacido con las dos facetas.
A las seis y media de la mañana, en el centro de un grupo de criados a los que la señora Zhong había ordenado dirigirse a la ciudad china para comprar diversos productos que sólo allí se podían adquirir, salimos de la casa cargando al hombro unos grandes cestos vacíos que nos servirían para ocultarnos aún más a los ojos de cualquier vigilante. La calle parecía desierta, aunque del cercano Boulevard de Montigny llegaban los ruidos de la vida matinal que comenzaba. Extrañamente, me pareció distinguir al mismo par de menudas viejecitas sucias y harapientas que circulaban por delante del consulado español la noche de la recepción. Me llevé un susto de muerte: ¿eran ellas las espías de la Banda Verde? Desde luego, si eran las mismas -y lo parecían-, la cosa no ofrecía dudas. Noté que me ponía mucho más nerviosa de lo que ya estaba antes de salir de la casa y no le dije nada a Fernanda, que caminaba junto a su espigado criado Biao, el muchacho que hablaba castellano, para que no hiciera ningún gesto que pudiera despertar la atención de las ancianas. Hasta llegar a L'École Franco-Chinoise, en la esquina de Montigny con Ningpo, estuve girando la cabeza con disimulo para comprobar si nos seguían, pero no volví a verlas. Lo habíamos conseguido.
Pronto nos encontramos frente a lo que, tiempo atrás, fue la llamada Puerta Norte, es decir, la entrada posterior de la vieja ciudad china amurallada, ya que los amarillos consideran que el punto cardinal principal es el Sur (hacia donde señalan sus brújulas, al contrario que las nuestras) y, por este motivo, orientan en esa dirección las puertas delanteras de sus casas y de sus ciudades. El norte, por lo tanto, es la parte de atrás en la concepción china del espacio. Pero allí ya no había ninguna puerta, como tampoco había murallas; se trataba simplemente de una calle un poco más ancha de lo normal que se adentraba en Nantao pero que conservaba el viejo nombre y, en uno de sus lados, disfrazados como nosotras de humildes siervos celestes, esperaban unos desconocidos Lao Jiang y Paddy Tichborne -este último, con un amplio sombrero de cono en la cabeza-, a los que identifiqué porque se nos quedaron mirando con más atención de la normal. Luego supe que también a ellos les había costado reconocernos. Y no era de extrañar.
Los criados de la casa se separaron de nosotras sin alharacas ni despedidas, quitándonos de las manos los canastos y entregándonos los hatos con nuestras pertenencias para, luego, continuar tranquilamente su camino por las callejuelas estrechas, sinuosas y húmedas de la ciudad china. Entonces fue cuando me di cuenta de que Biao se había quedado junto a Fernanda.
– ¿Qué hace él aquí? -le pregunté con acritud a mi sobrina.
– Se viene con nosotras, tía -me explicó tranquilamente.
– Ya le estás mandando de vuelta a casa ahora mismo.
– Biao es mi criado e irá donde yo vaya.
– ¡Fernanda…! -exclamé subiendo el tono de voz.
– No grite, madame -me indicó el señor Jiang, iniciando un tranquilo paseo hacia el final de la calle. Me resultaba raro verle sin sus uñas de oro ni su bonito bastón de bambú y ataviado con aquella pobre túnica beige y un sombrero occidental.
– ¡Fernanda! -susurré, siguiendo al anticuario y sujetando a mi sobrina por un brazo de tal manera que, al mismo tiempo, le estaba dando un pellizco de los que hacen historia.
– Lo siento, tía -me respondió también en susurros, sin inmutarse por el pellizco-. Se viene.
Algún día la mataría y disfrutaría bailando sobre su cadáver pero, en aquel momento, no podía hacer nada más que disculparme ante el señor Jiang y Paddy Tichborne.
– No se preocupe, madame -repuso tranquilamente Lao Jiang sin dejar de vigilar en todas direcciones con disimulo-. Nos vendrá bien un criado que sepa preparar el té.
Biao dijo algo en chino que no comprendí. A mí, las frases chinas me sonaban igual que los quejidos de una chaira de carnicero pasando sobre los picos de una sierra: un montón de monosílabos que subían, bajaban y volvían a subir de timbre y entonación creando una música extraña de notas incompatibles. Pero, en fin, era evidente que entre ellos se entendían, así que aquella paleta de cacofonías debía de tener algún sentido. Lao Jiang, sin embargo, le contestó en su magnífico francés:
– Muy bien, Pequeño Tigre. Prepararás el té y servirás las comidas. Ayudarás a tu joven ama, obedecerás las órdenes de todos y serás humilde y silencioso. ¿Lo has entendido?
– Sí, Venerable.
– Pues, vamos. El jardín Yuyuan está ahí mismo.
Avanzamos, abriéndonos paso con los codos, entre una masa de celestes que deambulaban por las malolientes callejuelas pobladas de tiendecitas pobretonas en las que se vendía cualquier cosa imaginable: jaulas de pájaros, ropa vieja, bicicletas, peces de colores, carne de dudosa identificación, orinales, escupideras, pan caliente, hierbas aromáticas… Vi un par de talleres en los que se fabricaban preciosos muebles y ataúdes al mismo tiempo. Mendigos, leprosos sin manos o nariz, comerciantes, músicos callejeros, equilibristas, buhoneros y parroquianos regateaban, pedían limosna, cantaban o hablaban a gritos formando una terrible barahúnda bajo los vistosos rótulos verticales con ideogramas chinos pintados de oro, bermellón y negro que colgaban de lo alto. Escuché cómo Tichborne se entretenía traduciendo en voz alta los carteles: «Pociones de Serpiente», «Píldoras Benévolas», «Tónico de Tigre», «Cuatro Tesoros Literarios»…
De repente, los altos muros de los jardines Yuyuan aparecieron al doblar una esquina. Unos grandes dragones de fauces abiertas y retorcidos bigotes protegían, desde arriba, la puerta de entrada, que estaba abierta y desvencijada. Sus lomos negros y ondulantes descansaban sobre todo el perímetro del muro hasta donde la vista alcanzaba. Luego, fijándome mejor, descubrí que lo que me habían parecido bigotes no eran sino la representación del humo que les salía por los agujeros de la nariz, pero para eso tuve que cruzar la entrada y pasar justo por debajo de ellos.
En el interior ya no quedaban jardines. El terreno se había llenado de casas miserables, de chozas construidas con palos y telas, apiñadas unas contra otras hasta ocupar todo el espacio disponible. Niños sucios y desnudos correteaban arriba y abajo y las mujeres barrían el suelo frente a sus viviendas con un manojo de paja que las obligaba a doblarse por la mitad. El olor era nauseabundo y enjambres de moscas negras zumbaban, frenéticas por el calor, sobre el estiércol acumulado en los rincones y las esquinas. Todos nos miraban con curiosidad aunque no parecieron darse cuenta de que, de los cinco que formábamos el grupo, tres éramos Narices Grandes, diablos extranjeros.
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