Matilde Asensi - Todo bajo el Cielo

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Elvira, pintora española afincada en el París de las vanguardias, recibe la noticia de que su marido, con el que está casada por amistad, ha muerto en su casa de Shanghai en extrañas circunstancias.
Acompañada por su sobrina, zarpa desde Marsella en barco para recuperar el cadáver de Remy sin saber que éste es sólo el principio de una gran aventura por China en busca del tesoro del Primer Emperador. Sin tiempo para reaccionar se verá perseguida por los mafiosos de la Banda Verde y los eunucos imperiales, y contará con la ayuda del anticuario Lao Jiang y su sabiduría oriental en un gran recorrido que les llevará desde Shanghai hasta Xián, donde se encuentra la tumba del Primer Emperador y la última pieza del tesoro mejor guardado.

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El conserje me sonrió con petulancia cuando me reconoció. Debió de pensar que el gordo de Paddy y yo habíamos iniciado alguna relación íntima y no depuso su actitud arrogante ni siquiera cuando entré en el ascensor sin dejar de mirarle fríamente. Si yo hubiera sido un hombre se habría cuidado mucho de exponer de ese modo sus sospechas. Esta vez, Tichborne no bajó al recibidor a buscarme, así que crucé sola, y más muerta que viva, el largo pasillo alfombrado que llevaba hasta su habitación. Me encontraba turbada hasta tal punto que, cuando el irlandés me sonrió tras abrir la puerta, creí ver un tumulto de gente a su espalda, tumulto que, por suerte, desapareció con un rápido parpadeo. De hecho, allí no había nadie más que el señor Jiang, ataviado con su maravillosa túnica de seda negra y su brillante chaleco de damasco. Él también sonreía, aunque como los amarillos sonríen por casi todo, no le di ninguna importancia. No obstante, una especie de euforia, de satisfacción, se agitaba en el aire, algo muy distinto, desde luego, de lo que esperaba encontrar y que me calmó los nervios de manera inmediata. Sobre la mesita de la sala, junto a un juego de té y una botella de whisky escocés, descansaba el «cofre de las cien joyas», luciendo su maravilloso dragón dorado en la tapa.

– Pase, Mme. De Poulain -me animó el anticuario sin dejar de apoyarse en su bastón de bambú. Si a mediodía no le hubiera visto moverse con la elasticidad de un gato, habría podido creer que se trataba de un anciano vencido por los años-. Tenemos noticias muy importantes.

– ¿Ha habido algún problema con el cofre? -pregunté angustiada mientras los tres tomábamos asiento en las butaquitas.

– ¡En absoluto! -dejó escapar Tichborne con alegría. Había un vaso vacío frente a él y en la botella de whisky sólo quedaban dos dedos, así que no me cupo ninguna duda de que su regocijo se debía en buena medida al alcohol-. ¡Grandes noticias, madame ! Sabemos lo que quiere la Banda Verde. ¡Esta pequeña caja es el cofre del tesoro!

Me volví para mirar al anticuario y vi que éste sonreía tanto que sus ojos eran dos rayas rectas perfectas en un océano de arrugas.

– Cierto, muy cierto -confirmó, dejándose caer cómodamente contra el respaldo de su asiento.

– ¿Y eso va a salvar mi vida y la de mi sobrina?

– ¡Oh, madame, por favor! -protestó el gordo Paddy-. No sea usted aguafiestas.

Antes de que pudiera contestar adecuadamente a esta grosería, el señor Jiang hizo un gesto con la mano para llamar mi atención. La uña ganchuda de oro de su meñique bailó ante mis ojos.

– Estoy seguro, Mme. De Poulain -empezó a decir mientras se inclinaba sobre la mesa para servir un té casi transparente en las dos tazas chinas que había preparadas- , que usted no conoce la leyenda del Príncipe de Gui. En este gran país al que nosotros, los hijos de Han, llamamos Zhongguo, el Imperio Medio, o Tianxia, «Todo bajo el Cielo», los niños se duermen por la noche escuchando la historia de este príncipe que llegó a ser el último y más olvidado de los emperadores Ming y que salvó el secreto de la tumba del primer emperador de la China, Shi Huang Ti. Es un cuento hermoso que hace renacer el orgullo de esta inmensa nación de cuatrocientos millones de personas.

Me alargó una de las tazas de té pero yo rehusé el ofrecimiento con un gesto vago.

– ¿No le apetece?

– Es que hace demasiado calor.

El señor Jiang sonrió.

– Contra eso, madame, lo mejor es un té bien caliente. Le refrescará en seguida, ya lo verá. -Y volvió a insistir acercándome la taza. Yo la cogí y él se arrellanó en el asiento sujetando la suya-. Cuando yo era pequeño, junto con mi hermano y mis amigos, escenificaba en la calle la tragedia del Príncipe de Gui y , al terminar, los vecinos nos daban algunas monedas aunque lo hubiéramos hecho realmente mal -se rió silenciosamente, recordando-. Debo señalar, sin embargo, que, con el tiempo, nuestra actuación llegó a tener una cierta calidad.

– ¡Al tema, Lao Jiang! -exclamó el irlandés. No pude dejar de preguntarme qué unía a aquellos dos hombres tan dispares. Por suerte para todos, al anticuario no pareció molestarle la interrupción, así que continuó con su relato al tiempo que yo probaba un pequeño sorbo de mi taza de té y me sorprendía por su agradable sabor afrutado. Naturalmente, empecé a sudar en seguida pero lo curioso fue que el sudor se enfrió y noté una sensación fresca por todo el cuerpo. Los chinos eran más listos de lo que parecían y, desde luego, tomaban unas tisanas excelentes.

– Antes de conocer la leyenda del Príncipe de Gui, tiene usted que aprender algunas cosas sobre una parte muy importante de nuestra historia, Mme. De Poulain. Hace algo más de dos mil años el Imperio Medio no existía como lo conocemos hoy. El territorio estaba dividido en varios reinos que peleaban encarnizadamente entre sí, por lo que aquella época se conoce como el Período de los Reinos Combatientes. El que llegaría a ser el primer emperador de la China unificada nació, según los anales históricos, en el año 259 antes de la era actual. Se llamaba Yi Zheng y gobernaba en el reino de Qin [9]. Después de subir al poder, el príncipe Zheng inició una serie de gloriosas batallas que le llevaron a apoderarse, en apenas diez años, de los reinos de Han, Zhao, Wei, Chu, Yan y Qi, fundando, de este modo, el país de Zhongguo, el Imperio Medio, llamado así por estar situado en el centro del mundo, y él, a su vez, adoptó el título de Huang Ti, es decir, «Soberano Augusto», que es, hasta hoy, el apelativo de todos nuestros emperadores. La gente le añadió el calificativo Shi, es decir «Primero», de modo que el nombre por el que se le ha conocido a lo largo de la historia es Shi Huang Ti, o lo que es lo mismo, «Primer Emperador». Sus enemigos, sin embargo, le llamaban «El Tigre de Qin» -y, mientras decía esto, el señor Jiang abrió el «cofre de las cien joyas» y dejó sobre la mesa la figurilla del medio tigre de oro con inscripciones en el lomo que Fernanda y yo habíamos estado examinando aquella mañana-. Como a él le gustaba este apelativo, adoptó el tigre como insignia militar pero, en realidad, sus adversarios le llamaban así por su ferocidad y su corazón despiadado. En cuanto Shi Huang Ti tuvo a toda la China bajo su absoluto control, puso en marcha una serie de medidas económicas y administrativas tan importantes como la unificación de los pesos, las medidas y la moneda -y el señor Jiang colocó también sobre la mesa la pieza redonda de bronce con un agujero cuadrado en el centro- , la adopción de un único sistema de escritura que, por cierto, es el que seguimos utilizando hoy en día -y puso junto a la moneda el minúsculo libro chino, el hueso de melocotón y las pepitas de calabaza con ideogramas escritos-, una red centralizada de canales y caminos -y colocó la diminuta figura de un carro tirado por tres caballitos de bronce- y, lo más importante: inició la construcción de la Gran Muralla.

– ¡Lao Jiang, te estás yendo por las ramas! -le gritó Paddy con malos modos. Ahora sí que le miré con profundo desprecio. Qué hombre tan maleducado.

– En fin, Mme. De Poulain, en lo que a nosotros concierne -prosiguió el señor Jiang-, Shi Huang Ti fue, no sólo el primer emperador de la China, sino uno de los hombres más importantes, ricos y poderosos del mundo.

– Y aquí es donde entra en juego este pequeño cofre -apuntó el irlandés, con una gran sonrisa.

– Todavía no, pero nos estamos acercando. Cuando el todavía príncipe Zheng subió al trono, ordenó que diesen comienzo las obras de su mausoleo real. Eso era lo normal en aquella época. Luego, dejó de ser el príncipe de un pequeño reino para convertirse en Shi Huang Ti, el gran emperador, de modo que el proyecto inicial se amplió y magnificó hasta adquirir proporciones gigantescas: más de setecientos mil trabajadores de todo el país fueron enviados al lugar para hacer de aquella tumba el enterramiento más lujoso, grande y espléndido de la historia. Millones de tesoros fueron enterrados con Shi Huang Ti a su muerte, además de miles de personas vivas: los cientos de concubinas imperiales que no habían tenido hijos y los setecientos mil obreros que habían participado en la construcción. Todos aquellos que sabían dónde se encontraba el mausoleo fueron enterrados vivos y el lugar se cubrió de secreto y misterio durante los siguientes dos mil años. Un monte artificial, con árboles y hierba, se levantó sobre la tumba, que fue olvidada, y toda esta historia pasó a formar parte de la leyenda.

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