Matilde Asensi - Todo bajo el Cielo

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Elvira, pintora española afincada en el París de las vanguardias, recibe la noticia de que su marido, con el que está casada por amistad, ha muerto en su casa de Shanghai en extrañas circunstancias.
Acompañada por su sobrina, zarpa desde Marsella en barco para recuperar el cadáver de Remy sin saber que éste es sólo el principio de una gran aventura por China en busca del tesoro del Primer Emperador. Sin tiempo para reaccionar se verá perseguida por los mafiosos de la Banda Verde y los eunucos imperiales, y contará con la ayuda del anticuario Lao Jiang y su sabiduría oriental en un gran recorrido que les llevará desde Shanghai hasta Xián, donde se encuentra la tumba del Primer Emperador y la última pieza del tesoro mejor guardado.

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– ¿Y no cambió de opinión tras la visita que le hicieron a usted los japoneses y la Banda Verde? -No daba crédito a la inconsciencia de Rémy, aunque, bien pensado, ¿de qué me sorprendía?

– No, no cambió de opinión. Ni siquiera cuando le informé de que el propio Huangjin Rong, el jefe de la Banda Verde y de la policía de la Concesión Francesa, me había advertido de que, si no les entregábamos el cofre antes de una semana, ocurriría algún desagradable accidente.

– ¿Sabían que el cofre lo tenía Rémy?

– Lo sabían todo, madame. Surcos Huang tiene espías por todas partes. Quizá usted no sepa de quién le estoy hablando pero Huang es el hombre más peligroso de Shanghai.

– M. Tichborne me habló anoche de él.

El periodista, al sentirse aludido, cruzó y descruzó las piernas.

– Créame si le digo -continuó el anticuario- que pasé auténtico miedo cuando le vi entrar en persona por la puerta de mi tienda. Ciertos individuos no merecen ser hijos de esta noble y digna tierra de China, pero no podemos hacer nada por evitarlo porque son el resultado de la mala suerte que persigue a mi país. Surcos Huang no se prodiga habitualmente de esta forma, por eso el asunto se convirtió, de pronto, en algo mucho más alarmante de lo que yo había pensado hasta entonces.

– ¿Y qué tienen que ver los japoneses con todo esto?

– Puede que la respuesta a su pregunta se encuentre en el interior del cofre, madame. En cierto modo, lamento no haberme quedado más tiempo con él antes de ofrecérselo a Rémy. Ni siquiera lo examiné. Romper las tiras de papel amarillo de los sellos imperiales hubiera significado menguar su valor. De haberlo hecho, quizá comprendería mejor lo que está ocurriendo hoy y por qué Surcos Huang en persona acudió a mi tienda acompañado por su lugarteniente, Du Yu Shen, Du «Orejotas», y por aquellos dos Enanos Pardos que se limitaron a quedarse quietos y a mirarme con desprecio.

El señor Jiang había conseguido asustarme. Empecé a notar la desazón de estómago que preludiaba las palpitaciones. ¿Cómo no iba a sentirme morir ante una situación de riesgo real como era la de poseer el dichoso cofre que querían los eunucos imperiales, los colonialistas japoneses y ese tal Surcos Huang de la Banda Verde?

– Quisiera hacerle llegar la pieza -balbucí.

– No se preocupe, madame. Le mandaré a un vendedor de pescado que es de mi total confianza. Envuelva usted bien el cofre en telas secas y haga que un criado lo coloque en uno de los cestos mientras aparenta comprar algo para la cena.

Era una buena idea. Como las mujeres acomodadas no podían salir nunca a la calle porque lo prohibía la tradición -y porque, evidentemente, no podían caminar con esos horribles pies mutilados llamados «Nenúfares dorados» o «Pies de loto»-, los vendedores ambulantes, en China, acudían continuamente a las casas para hacer sus negocios y entraban directamente hasta el patio de la cocina para ofrecer fruta, carne, verduras, especias, alfileres, hilos, ollas y cualquier otra clase de artículo doméstico. El vendedor de pescado del señor Jiang pasaría totalmente desapercibido entre tanto ir y venir.

Cuando terminó de hablar, el anticuario se puso en pie con movimientos elegantes y, aunque pareció apoyarse cansinamente en su bastón de bambú, observé que se levantaba con la misma asombrosa flexibilidad con que lo hacía la señora Zhong. Resultaba curioso cómo se movían los chinos, como si sus músculos se impulsaran sin esfuerzo, y, cuanto más mayores eran, más elásticos. No ocurría así con Fernanda y Paddy Tichborne, que tuvieron que desencajarse a empellones de sus butaquitas. A mí también me costó levantarme, aunque no por la misma razón, ya que, en mi caso, era la flojedad de piernas la que me dificultaba el movimiento.

– ¿Cuándo llegará a mi casa el vendedor de pescado? -quise saber.

– Esta tarde -me dijo el señor Jiang-, a eso de las cuatro, ¿le parece bien?

– Y después, ¿todo habrá terminado?

– Espero que sí, madame -se apresuró a decir el anticuario-. Esta pesadilla ya se ha cobrado una vida, la de su marido y amigo mío, Rémy De Poulain.

– Lo extraño es -murmuré, encaminándome hacia la puerta de la habitación seguida por Tichborne y Fernanda- que, desde que entraron en la casa aquella noche, no lo hayan vuelto a intentar. Durante más de un mes sólo han estado los criados y no son precisamente valientes.

– Aquel día no encontraron nada, madame, ¿qué sentido tendría volver? Por eso me preocupa su seguridad. Lo más probable es que estén esperando a que usted encuentre el cofre para obligarla a entregárselo. La Banda Verde conoce la situación financiera en la que Rémy la ha dejado y sabe que, antes o después, tendrá que deshacerse de todo lo que posee para saldar las deudas. Lo lógico es que usted, o alguien en su nombre, haga un inventario; que revuelva vitrinas y armarios, que vacíe rápidamente todos los cajones y que vaya vendiendo los objetos de valor que aparezcan. Es sólo cuestión de tiempo. Por eso la vigilan. En cuanto sospechen que tiene el cofre, irán a por usted.

Estábamos casi en la puerta y el anticuario permanecía delante de su butaca, en la sala. De repente, el mundo se me vino abajo. Miré a mi sobrina y vi que ella me contemplaba fijamente, con ojos de sorpresa por lo que acababa de oír. Miré al anticuario Jiang y descubrí en su cara una sincera preocupación por mi vida. Miré a Tichborne y el irlandés fingió buscar algo en los bolsillos de su desgarbada chaqueta. ¿Qué había pasado conmigo? ¿Dónde estaba la pintora que vivía en París, la que llevaba una existencia que ahora me parecía despreocupada, que daba clases y paseaba junto al Sena los domingos por la mañana? De ser una persona completamente normal, con las dificultades habituales de cualquier artista que intenta abrirse camino, había pasado a estar en la ruina, amenazada de muerte y enredada en una truculenta conspiración oriental en la que podía estar envuelto el mismísimo emperador de la China. En mi desesperación sólo podía pensar que estas cosas no le ocurrían nunca a la gente, que nadie a quien yo conociera se había visto involucrado en una locura semejante, de modo que ¿por qué me estaba pasando todo esto a mí? Y ahora, además, tendría que darle explicaciones a mi sobrina sobre las deudas de Rémy, algo que había intentado evitar por todos los medios.

– No volveremos a vernos, Mme. De Poulain -afirmó el anticuario mientras nosotras abandonábamos las habitaciones de Tichborne-. Ha sido un placer conocerla. Recuerde dejar criados de guardia por la noche. Y, créame, lamento que se esté llevando tan mala impresión de China. Este país, antes, no era así.

Hice una leve inclinación de cabeza y me volví. Estaba más preocupada por respirar y no venirme abajo que por despedirme de aquel celeste estirado.

El reloj del recibidor del Shanghai Club señalaba la una y media de la tarde cuando Fernanda y yo, con unas espectaculares sonrisas, nos despedimos del grueso periodista. La entrevista con el anticuario apenas había durado media hora, pero había sido una de las peores medias horas de toda mi vida. En qué mal momento había decidido ir a China para resolver los asuntos de Rémy, pensé dejándome caer con desaliento en la silla del rickshaw. Si hubiera sabido lo que me esperaba, ni loca habría embarcado en aquel maldito André Lebon. El aire caliente del Bund terminó de agudizar mi sensación de ahogo. El viaje de regreso a casa fue un completo infierno.

La tarde pasó en un suspiro. Mientras yo escribía y mandaba una nota a M. Julliard, el abogado, para que pusiera en marcha los trámites de venta de la casa y la subasta pública del contenido, Fernanda, para mi disgusto, se empeñó en visitar al padre Castrillo a pesar del peligro que entrañaba su salida, y el vendedor de pescado apareció a la hora convenida para llevarse el envoltorio que le entregó la señora Zhong.

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