Fernanda y yo ascendimos la escalinata para entrar en un lujoso recibidor dominado por el busto del rey Jorge V donde el aire, muy fresco (casi helado en comparación con el exterior) olía a tabaco de hebra. Aspiré con gusto y me dirigí hacia el conserje para preguntarle por la habitación de mister Tichborne. El empleado me sometió a un elegante interrogatorio al que respondí amablemente enseñándole el libro que el irlandés me había facilitado el día anterior para que me sirviera de excusa. No sé si me creyó o sólo aparentó hacerlo pero, en cualquier caso, avisó al periodista de nuestra llegada y nos rogó que tomáramos asiento en unos cercanos butacones de cuero. Ciertamente, allí no había demasiadas mujeres, según pude comprobar en el breve lapso de tiempo que estuvimos esperando a nuestro anfitrión. Varias dependencias, entre las que había una barbería, se abrían a un lado y a otro del hall y una multitud exclusivamente masculina deambulaba silenciosamente entre unas y otras con la pipa en la boca y el periódico bajo el brazo: todo hombres, ninguna mujer. Muy típico de los misóginos clubes ingleses.
El calvo y gordo irlandés apareció de repente detrás de una columna y se acercó a saludarnos. Se comportó muy correctamente con Fernanda, a la que trató con el respeto debido a una mujer adulta, aunque, en voz baja, me avisó de que no era posible dejar a la niña sola en el recibidor y que, por lo tanto, debería acompañarnos, como si eso fuera un imponderable que estropeara la reunión. Hice un gesto de asentimiento con la cabeza para que entendiera sin más explicaciones que tal era, precisamente, mi propósito y, así, entramos los tres en el majestuoso ascensor de hierro alrededor del cual giraba una ancha escalera de mármol blanco y nos dirigimos a la habitación del periodista. Al parecer, allí nos estaba esperando ya el anticuario amigo de Rémy, el señor Jiang.
Desde mi llegada a Shanghai había visto muchos celestes. No sólo la Concesión Francesa estaba llena de ellos sino que también se contaban los criados de la casa y había conocido a los pasantes del despacho de M. Julliard, vestidos a la occidental, pero lo que no había tenido era la oportunidad de contemplar a un auténtico mandarín, a un caballero chino ataviado a la más vieja usanza, un comerciante al que hubiera tomado por aristócrata de habérmelo cruzado por la calle. El señor Jiang, que descansaba su peso sobre un ligero bastón de bambú, vestía una túnica talar de seda negra sobre la que llevaba un chaleco de brillante damasco también negro, abrochado hasta el cuello con pequeños botones de jade de color verde oscuro. Una barbita blanca de chivo, unas gafas redondas de concha y un solideo sobre la cabeza completaban la imagen, a la que se añadía, como detalle decorativo, una uña ganchuda de oro en cada meñique. Su mirada era como la de un halcón, de esas que parecen verlo todo sin movimiento aparente, y la sonrisa que bailaba en sus labios hacía resaltar los abultados pómulos propios de su raza. Aquél era, pues, el señor Jiang, el anticuario, cuyo porte irradiaba distinción y fuerza, aunque no hubiera podido decir si era o no atractivo pues los rasgos faciales de los celestes me despistaban muchísimo, tanto para la belleza como para la edad. Que era mayor lo delataban el bastón y la barbita blanca, pero cuánto, resultaba imposible de saber.
– Ni hao [5] , Mme. De Poulain. Encantado de conocerla -murmuró en un exquisito francés, inclinando la cabeza a modo de saludo. No tenía el menor acento; hablaba el idioma mejor que Tichborne que, en realidad, lo mascullaba comiéndose casi todas las vocales.
– Lo mismo digo -repuse, levantando mi mano derecha para que la tomara y quedándome en suspenso al darme cuenta de lo absurdo que resultaba mi gesto: los chinos jamás tocan a una mujer, ni siquiera para un educado y occidental saludo de cortesía. Ellos tienen otras costumbres, así que bajé el brazo rápidamente y me quedé quieta y un poco cohibida.
– Ésta debe de ser su sobrina -dijo mirando a la niña, ante la que no se inclinó.
– Sí, Fernanda, la hija de mi hermana.
– Me llamo Fernandina -se apresuró a señalar la interesada antes de darse cuenta de que el señor Jiang ya había desviado la mirada y la ignoraba. No volvió a fijarse en ella durante todo el rato que permanecimos allí y, en las semanas sucesivas, mi sobrina, simplemente, no existió para él. Las mujeres son poca cosa para los chinos y las niñas menos aún, así que Fernanda tuvo que tragarse su indignación y aceptar el hecho de que el señor Jiang ni la vería ni la oiría aunque estuviera ahogándose y pidiendo ayuda a gritos.
Mientras nos sentábamos en unas butaquitas que se apretujaban alrededor de una mesita de café, el anticuario me dijo que su apellido era Jiang, su nombre Longyan y su nombre de cortesía Da Teh, que sus amigos le llamaban Lao Jiang y que los occidentales le conocían como señor Jiang. Naturalmente, creí que se trataba de alguna clase de broma, algo gracioso que le sucedía sin que él supiera explicar muy bien por qué, así que solté una carcajada y le miré divertida, pero fue otro grave error por mi parte: Tichborne me hizo un gesto con las cejas para que parara. Entonces, con un cierto tonillo de superioridad, me explicó que para los chinos era una norma de educación presentarse a sí mismos dando su nombre completo en primer lugar -anteponiendo el apellido, ya que el nombre es algo muy personal que queda reservado a la familia; nadie más puede utilizarlo-, luego, su nombre de cortesía, al que sólo tenían derecho los hombres con formación intelectual y de cierta clase social alta, y, después, el nombre que le daban sus amigos en situaciones informales y que se componía con las palabras Lao, es decir, «Viejo», o Xiao, «Joven», delante del apellido. Había muchos otros nombres, me dijo Tichborne: el nombre de leche, el nombre de colegio, el nombre de generación e, incluso, el nombre póstumo, dado después de la muerte, pero, por regla general, en las presentaciones se utilizaban los tres que había mencionado el señor Jiang, que permanecía silencioso y animado escuchando nuestra conversación. Luego, el irlandés nos dijo a Fernanda y a mí, como si nos hiciera un gran honor, que Jiang significaba «Estuche de jade» y Da Teh, «Gran Virtud».
– Y no te olvides de mi nombre propio -añadió el anticuario humorísticamente-. Longyan quiere decir «Ojos de dragón». Mi padre pensó que sería bueno para el hijo de un comerciante que siempre debe estar atento al valor de los objetos.
En ese momento, por lo visto, ya nos podíamos reír.
– En fin, Mme. De Poulain -continuó diciendo el señor Jiang, al que el nombre de «Ojos de dragón» se ajustaba como un guante-, creo que sería oportuno preguntarle si todo ha ido bien desde que llegó a Shanghai, si ha sufrido usted, digamos, algún accidente desde que habló anoche con Paddy en el consulado.
– ¿Con quién? -me sorprendí.
– Conmigo -aclaró Tichborne-. Paddy es el diminutivo de Patrick.
No le quedaba nada bien ese nombre, pensé, y Fernanda me echó una mirada cargada de reproche en la que iba incluido un mensaje clarísimo: «Él puede llamarse Paddy y yo no puedo llamarme Fernandina, ¿verdad?» Hice lo mismo que el anticuario: la ignoré.
– Pues no, señor Jiang, no hemos sufrido ningún accidente. Anoche dejé a todos los criados de guardia, vigilando la casa.
– Buena idea. Haga hoy lo mismo. Nos queda poco tiempo.
– Poco tiempo, ¿para qué? -pregunté, inquieta.
– ¿Ha encontrado un cofre pequeño entre las piezas de colección de Rémy, Mme. De Poulain? -inquirió súbitamente, pillándome por sorpresa. El silencio me delató-. ¡Ah, ya veo que sí! Bien, pues, estupendo. Eso es lo que debe entregarme para que pueda resolver este asunto.
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