– Aquella noche -nos explicó mientras permanecía reverentemente arrodillada frente a nosotras como si fuéramos unas sagradas imágenes de Buda- su esposo se quedó levantado hasta muy tarde. Todos los criados nos fuimos a dormir menos Wu, el que abre la puerta y saca la basura, porque el señor le mandó a comprar unas medicinas que se habían terminado.
– Opio -murmuré.
– Sí, opio -admitió la señora Zhong de mala gana-. Cuando Wu regresó, unos maleantes le estaban esperando para colarse en la casa. Wu no es responsable de nada, tai-tai, él sólo abrió la puerta y esos malvados se le tiraron encima y le golpearon, dejándole en el jardín. Los demás nos despertamos con los ruidos. Tse-hu, el cocinero, se acercó sigilosamente para averiguar qué estaba pasando y nos contó, al volver, que había visto cómo pegaban con palos al señor.
El estómago se me encogió al imaginar el sufrimiento del pobre Rémy y noté el picorcillo de las lágrimas en los ojos.
– Cuando todo quedó en silencio, un rato después -siguió explicándonos la señora Zhong-, salí corriendo para auxiliar a su esposo, tai-tai, pero ya no pude hacer nada por él.
Sus ojos se desviaron hacia el suelo, entre el escritorio y la ventana que había enfrente, como si estuviera viendo el cadáver de Rémy tal y como lo encontró aquella noche.
– Hábleme de los asesinos, señora Zhong -le pedí.
Ella tuvo un estremecimiento y me miró con angustia.
– No me pregunte eso, tai-tai. Es mejor que usted no sepa nada.
– Señora Zhong… -la amonesté, recordándole mis amenazas.
La vieja criada sacudió la cabeza con pesar.
– Eran de la Banda Verde -reconoció al fin-. Asquerosos asesinos de la Banda Verde.
– ¿Cómo lo sabe? -le preguntó Fernanda, con incredulidad.
– Todo el mundo los conoce en Shanghai -murmuró-. Son muy poderosos. Además, el señor tenía la marca, lo que se conoce como «rodilla lisiada». La Banda Verde corta con un cuchillo los tendones de las piernas antes de matar a sus víctimas.
– ¡Oh, Dios! -exclamé, llevándome las manos a la cara.
– ¿Y por qué iban a querer matar a M. De Poulain? -inquirió Fernanda con un tono menos escéptico que el de antes.
– No lo sé, mademoiselle -repuso la señora Zhong, secándose las mejillas con los faldones de su blusón azul-. Este despacho estaba destrozado, con la mesa y las sillas caídas, los libros por el suelo y todos los valiosos objetos de arte esparcidos por aquí y por allá de cualquier manera. Había mucha rabia en esos actos. Tardé dos días en limpiar y ordenar esta habitación. No quise que ningún otro criado me ayudara.
– ¿Se llevaron algo, señora Zhong?
– Nada, tai-tai. Yo conocía bien cada una de las cosas que tenía el señor aquí. Algunas eran muy caras y él prefería que me encargara yo de la limpieza.
Rémy no era un hombre valiente, pensé, dejando que mis ojos vagaran por los bellos muebles y las librerías, no hubiera resistido el dolor físico sin confesar cualquier cosa que le hubieran preguntado. Durante la guerra, como era demasiado mayor para ser llamado a filas, entró a trabajar en el Cuerpo de Auxilio Social del Gobierno francés y tuvieron que asignarle un puesto de oficina porque no podía soportar la vista de la sangre, eso sin mencionar cómo le temblaban las manos y le amarilleaba el rostro cuando sonaban las alarmas de los ataques aéreos de los zepelines alemanes. No tenía claro qué representaba estar nghien, pero, en cualquier caso, para Rémy eso hubiera significado, sin duda, un motivo suficiente para hablar y confesar todo lo que fuera que aquellos desalmados querían saber.
– Señora Zhong, aquella noche mi marido se quedó hasta tarde porque estaba nervioso, ¿verdad? Necesitaba opio.
– Sí, pero cuando le atacaron ya no sentía necesidad. Mandó a Wu a comprar porque se le había terminado la reserva con la última pipa.
¡Ah, entonces, Rémy lo que estaba era atontado, dormido!
– ¿Había fumado mucho?
La señora Zhong se levantó del suelo con una sorprendente flexibilidad para su edad y se dirigió hacia las estanterías donde se apilaban en columnas apretadas los libros chinos de Rémy. Retiró un par de aquellas columnas dejando a la vista la pared desnuda y, con el puño cerrado, dio un pequeño golpecito sobre ella, haciendo girar un fragmento cuadrado sobre un eje central y descubriendo así una especie de alacena de la que extrajo una bandeja de madera pintada sobre la que descansaban algunos objetos antiguos: un palo largo con boquilla de jade, algo que parecía una lamparilla de aceite, una cajita dorada, un envoltorio de papel y un platillo de cobre, todo muy bello a primera vista. La señora Zhong se me acercó y depositó la bandeja sobre mis rodillas, alejándose a continuación y volviendo a postrarse humildemente en el suelo. Yo miraba perpleja aquellos objetos e, intuyendo lo que eran, empecé a sentir repugnancia y ganas de apartarlos de mí. Como en un sueño, vi la mano de Fernanda levantarse en el aire y dirigirse con resolución hacia la pipa de opio que yo había tomado al principio por un simple palo; no pude evitar la reacción instintiva de sujetarle la muñeca y detenerla.
– No toques nada de esto, Fernanda -murmuré sin desviar la mirada.
– Como puede ver, tai-tai, el señor había fumado muchas pipas aquella noche. La caja de bolitas de opio está vacía.
– Sí…, cierto -dije abriéndola y examinando su interior-, pero ¿cuánto había?
– La misma cantidad que en el envoltorio de papel. Wu había ido a comprar esa tarde. El señor siempre quería el «barro extranjero» más puro, el de mejor calidad y sólo Wu sabía dónde encontrarlo.
– ¿Y volvió a salir por la noche? -me asombré. En el envoltorio, que desplegué con cuidado, había tres extrañas bolitas negras.
La señora Zhong pareció molesta por mi pregunta.
– Al señor le gustaba tener opio de reserva en el bishachu por si le apetecía fumar varias pipas.
– ¿El bishachu ? -repetí con dificultad. En aquel extraño idioma todo parecían ser eses silbantes y ches explosivas.
Ella señaló la alacena secreta.
– Eso es un bishachu -explicó-. Significa «Armario de seda verde» y a veces es pequeño como éste o grande como una habitación. Su nombre es muy antiguo. Al señor no le gustaba tener la pipa de opio a la vista. Decía que no era elegante y que estos utensilios eran para su uso privado, así que mandó construir ese bishachu.
– Y aquella noche había fumado tanto que no podía articular ni una palabra, ¿verdad, señora Zhong?
Ella se inclinó hasta tocar el suelo con la frente y permaneció silenciosa en esa postura. Su moño negro estaba atravesado por un par de finos estiletes cruzados.
– De manera que estaba profundamente drogado cuando llegaron los matones de la Banda Verde -reflexioné en voz alta, mientras cogía la bandeja con las dos manos y me incorporaba para dejarla sobre la mesa-, así que, aunque le golpearon y torturaron, no consiguieron arrancarle la información que buscaban porque Rémy no podía hablar, no estaba en condiciones de hacerlo. Quizá por eso se ensañaron… -Me dirigí hacia el bishachu movida por una intuición: según Tichborne, los asesinos habían entrado en la casa buscando algo muy importante que no encontraron y, también según Tichborne, el señor Jiang, el anticuario, estaba convencido de que la Banda Verde buscaba una obra de arte. Además, la señora Zhong había comentado que la noche del asesinato los sicarios se entretuvieron removiendo y desordenando todas las cosas del despacho, así que, sumando dos más dos, acababa de darme cuenta de que, seguramente, lo que codiciaban era un objeto muy valioso por el que se podía llegar a matar. Rémy podía ser muchas cosas -entre ellas, tonto- pero no hubiera dejado algo así a la vista.
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