Patrick Rambaud - La batalla

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Premi Goncourt 1997
En el caluroso verano de 1809, Napoleón Bonaparte, el amo de Europa, se enfrenta a la que será su primera derrota en el campo de batalla. En Essling, la angustia, la fatiga y la desolación hacen mella en el espíritu de los hasta entonces invictos soldados revolucionarios. Honoré Balzac se propuso narrar los horrores y las bellezas de un campo de batalla, reflejando con su pluma el esplendoroso enfrentamiento de dos Imperios, el mayor envite de los dos ejércitos más poderosos de la época, el desgarrador panorama que deja tras de sí la muerte y el saqueo, los sentimientos humanos, las feroces jornadas a las que nadie desea enfrentarse y que dejan cuarenta mil muertos en los trigales. Pero nunca llegó a emprender este proyecto. Con un apasionado realismo, como si del mismo Balzac se tratara, que nos introduce en el espíritu de los hombres que edificaron la Europa del presente, Patrick Rambaud ha escrito una crónica deslumbrante.

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– Dame el anteojo -pidió Henri a su amigo.

Lejeune le prestó el anteojo de larga vista que había utilizado en Essling para estudiar los movimientos de la artillería austríaca. Henri aplicó el ojo y tendió el instrumento al coronel.

– Mira, es la tercera corista empezando por la izquierda.

– Es mona -comentó Lejeune mientras miraba-. Tienes gusto.

– Decir de Valentine que es mona quizá no sea el término preciso. Bonita, sí, chispeante, también, juguetona, a menudo divertida.

– ¿Me la presentarás?

– Por supuesto, Louis-François. La veremos entre bastidores. Henri no se atrevió a precisar que Valentine era charlatana como una cotorra, pesada y excesiva, pero a pesar de todos sus defectos, ¿no era la clase de mujer que le convenía a LouisFrançois? Era todo lo contrario de Anna Krauss, le aturdía a uno. El Don Juan proseguía alejándose de Moliére. En el último acto, cuando la estatua del comendador se sumía bajo tierra, una nube de demonios cornudos atrapaba a Don Juan. En el escenario el Vesubio entraba en erupción y unos ríos de lava bien imitada fluían hasta el proscenio. Los demonios, riéndose sarcásticamente, hacían desaparecer al gentilhombre por el cráter, y caía el telón. Henri llevó a Lejeune hacia los camerinos, y en los pasillos se cruzaron con actrices semivestidas que se extasiaban bajo los cumplidos de sus admiradores.

– Parece como si estuviéramos en el salón de descanso del Teatro de Variedades -comentó el coronel, sonriendo por fin.

Y, en efecto, tanto allí como en París uno se codeaba con dramaturgos, ninfas, periodistas que criticaban o estaban de cháchara. Henri conocía el camino. Valentine compartía su came rino con otras coristas que se estaban quitando el maquillaje. Vestía tan sólo una túnica y el beso en la mano que le dio LouisFrançois la dejó embelesada.

– Te llevamos a cenar al Prater -le dijo Henri.

– ¡Buena idea! -replicó ella con los ojos fijos en el oficial, a quien preguntó en un tono bromista-: Así pues, ¿habéis estado en esa horrible batalla?

– Sí, señorita.

– ¿Me la contaréis? ¡Desde las murallas no se veía nada!

– De acuerdo, si aceptáis posar para mí.

– Louis-François es un pintor excelente -explicó Henri ante la sorpresa de Valentine.

Ella parpadeó.

– Pintor y militar -añadió Lejeune. -¡Admirable! Posaré para vos, general.

– Coronel.

– ¡Vuestro uniforme es de general, por lo menos!

– Es él quien lo ha diseñado -precisó Henri.

– ¿Me diseñaréis vestidos para la escena?

Aguardaron en el exterior a que Valentine se cambiara. Un grupo discutía a su lado, y les llegaban retazos de conversación.

– ¡Un iluminado, os lo juro! -decía un señor, gordo con levita negra.

– ¡Pero era tan joven! -decía una cantante con voz trémula.

– Sea como fuere, ha intentado asesinar al emperador.

– ¡Lo ha intentado, es cierto, pero no lo ha hecho!

– La intención basta.

– ¡De todos modos, fusilarlo por una tentativa tan loca.

– Su Majestad quería salvarle.

– ¡Vamos, hombre!

– Sí, sí, me lo ha dicho el general Rapp, que estaba presente. El muchacho se mostró testarudo, insultó al emperador, y después de eso, ¿cómo queríais que le perdonara?

– En Viena se murmura que va a convertirse en un héroe.

– Por desgracia, eso no es imposible.

– Acusarán al emperador de dureza.

– Su vida estaba en juego y, por lo tanto, también las nuestras.

– ¿Cómo se llamaba ese héroe vuestro que se creía Juana de Arco?

– Staps o Staps.

Henri se sobresaltó al oír el nombre. Durante la cena, él fue el más taciturno. Valentine divirtió a Louis-François, y decidieron volver a verse.

La isla Lobau estaba irreconocible. En unos pocos días, el campamento fortificado que gobernaba Masséna se había convertido en una ciudad camuflada, salida de los matorrales y los carrizos, con calles bordeadas de reverberos, fortificaciones sólidas, canales saneados para que llegaran por ellos embarcaciones cargadas de harina y municiones. Aquí, una manufactura; allá, hornos para cocer el pan. Más allá, en un calvero vallado, había rebaños de bueyes. En las abadías vecinas o en los sótanos de los paisanos vieneses, el ejército había hecho acopio de vino para alegrar a la tropa y los obreros, pues doce mil marinos y otros tantos soldados del cuerpo de ingenieros y carpinteros de armar trabajaban en la construcción de tres grandes puentes sobre pilotes, protegidos corriente arriba por una estacada de vigas que detendría los objetos flotantes. Los austríacos, a los que se divisaba en la ribera de Essling, no podían ver los cañones de gran calibre que les apuntaban. Cada mañana, el coronel Sainte-Croix, tras haber inspeccionado el estado de las obras, corría a Schónbrunn para dar cuenta de los progresos al emperador. Los centinelas y chambelanes habían aprendido a reconocerle, le respetaban, era familiar y entraba sin llamar en el salón de las Lacas.

El 30 de mayo, a las siete de la mañana, cuando Sainte-Croix se presentó al emperador, éste tomaba su vaso de agua.

– ¿Queréis? -le preguntó el emperador, mostrándole la jarra-. La fuente de Schónbrunn es fresca y muy deliciosa.

– Os creo, Majestad, pero prefiero el buen vino.

– D'accordo! ¡Constant! Señor Constant, enviaréis al coronel doscientas botellas de burdeos y otras tantas de champaña. Entonces el emperador y su nuevo valido subieron a la berlina que les condujo a Ebersdorf, ante los puentes. En ese pueblo, Napoleón se detuvo unos instantes para visitar al mariscal Lannes, de quien sabía que su salud era muy precaria y su agonía se eternizaba. Aquella mañana, Marbot había abandonado la cabecera del moribundo. Esperaba delante de las cuadras, apoyado en un bastón a causa del dolor en la pierna herida. El emperador lo vio al bajar de la berlina:

– ¿Y el mariscal?

– Ha muerto esta mañana, Sire, a las cinco, en mis brazos. Su cabeza cayó sobre mi hombro.

El emperador subió al piso y permaneció una hora junto al cuerpo, en la habitación nauseabunda. Luego felicitó a Marbot por su lealtad y le pidió que hiciera embalsamar al mariscal antes de repatriarlo a Francia. Pensativo, siguió a Sainte-Croix, que le mostraba las últimas obras. Permaneció silencioso y no abrió la boca hasta que entró en la tienda de Masséna. El duque de Rivoli tenía una pierna vendada, y le recibió sentado en un sillón.

– ¡Cómo! ¿Vos también? ¿Qué os ha pasado? ¡La batalla ha terminado, que yo sepa!

– Me caí en un hoyo oculto por la maleza, y desde entonces cojeo. A mi edad los huesos son frágiles, Sire.

– Tomad las muletas y seguidme.

– Mi médico debe cambiarme el apósito a cada vayamos demasiado lejos.

Masséna renqueó detrás del emperador y cual le explicaba el funcionamiento de las lanch que había empezado a construir.

– En cada embarcación caben trescientos h proa, ¿veis?, hay un mantelete para resguardo llegamos a la orilla se abate y sirve como tierra.

El emperador visitó varios talleres y las fortificaciones, y entonces expresó su deseo de pasear por la ribera arenosa donde sus soldados solían bañarse bajo las miradas regocijadas de los austría cos. Para evitar riesgos, Napoleón y el mariscal se pusieron capotes de sargento.

– Dentro de un mes atacaremos -dijo el emperador-. Tendremos ciento cincuenta mil hombres, veinte mil caballos y quinientos cañones. Berthier me lo ha confirmado. ¿Qué es eso que hay allá, al fondo de la planicie?

– Las barracas del campamento del archiduque.

– ¿Tan lejos?

El emperador, provisto de una ramita, dibujó un plano en la arena.

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