Amin Maalouf - Los Jardines De Luz

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Conmovedora historia en la que que Amin Maalouf nos sitúa en Mesopotamia en los albores de la Era Cristiana. Allí nos cuenta la historia de Mani, el hombre que fundó la doctrina que consiguió unir tres religiones y que ha llegado a nuestros días con el nombre de maniqueismo. A pesar de ser perseguido, humillado y, finalmente torturado y asesinado, Mani intentó dar a sus coetáneos una nueva forma de ver el mundo y de entender a Dios, aunque en su intento sólo consiguió ganarse el miedo y odio de emperadores, sacerdotes y magos, que no contentos con destruirle intentaron borrar todas las huellas de su presencia en la historia. Una bellísima historia y un libro fantástico. Absorbe, principalmente por la belleza de sus frases y de la historia que nos relata, porque nos llega directamente al corazón.

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El mensaje era un misterio hasta el último instante, ya que, si bien su formulación se conformaba siempre con ciertos convencionalismos de estilo, el contenido obedecía únicamente a los deseos del soberano, que podía limitarse a enumerar las cualidades requeridas en su sucesor, «rectitud», «valentía», «piedad», sin nombrar a nadie; los dirigentes de las castas se transformaban entonces en electores para nombrar al miembro de la dinastía que juzgaran más conforme a esas vagas exigencias; si no conseguían ponerse de acuerdo, el jefe de los magos tenía la última palabra, «después de consultar con los ángeles». Ésta era la tradición consignada en los escritos santos y confirmada por el fundador del Imperio.

Tratándose de Sapor, se habría esperado que designara en vida a su sucesor y que, incluso, le dejara participar en el poder, como Artajerjes había actuado con él. Pero no lo había hecho. Sin duda porque había guardado un recuerdo amargo de aquella época en la que entre su padre y él se había instalado una solapada aversión; apenas le nombró, Artajerjes comenzó a odiarle, como si leyera en su mirada su propia muerte, y es posible imaginar que Sapor temiera vivir la misma experiencia con su propio heredero. Quizá también dudara hasta el final con respecto a la persona que debía designar. ¿No decían que, durante su última enfermedad, había convocado a los tres futuros electores para retirarles los mensajes que les había confiado unos años antes y reemplazarlos por otros, más conformes a su reciente cambio de sentimientos?

En el salón del Trono, la cortina estaba cerrada para ocultar la corona suspendida. En el lugar donde acostumbraban a prosternarse los visitantes se levantó un túmulo funerario algo inclinado, a fin de que la cabeza del soberano permaneciera en alto. A su alrededor estaban los magos, incensando y rezando, y en sus sitios acostumbrados, la gente de la corte. La multitud estaba fuera, en los jardines del palacio y cerca de la verja. Los ciudadanos contemplaban la sigilosa agitación de los poderosos y se divertían intentando adivinar el nombre de su futuro señor.

Por fin se abrió la sala de los conciliábulos. Los tres dignatarios salieron en el orden que convenía a su rango, primero el gran mago Kirdir, luego el decano de los guerreros y a continuación el jefe de los escribas. Cada uno de ellos llevaba sobre las palmas de las manos abiertas un cilindro de pergamino con los sellos rotos que desenrollaron a la vez, aunque sólo Kirdir lo leyó en voz alta, mientras sus compañeros se contentaban con verificar su copia con los ojos.

– «Yo, el adorador de Ahura Mazda, Sapor, rey de reyes del Irán y del No Irán, hijo del divino Artajerjes, he conquistado más regiones de las que pueda nombrar y he servido a la divinidad con dedicación. Quiera el Cielo que permanezca mi recuerdo.

»En esta hora en que me dispongo a partir a la réplica celeste de mi Imperio, junto a mis gloriosos predecesores, he elegido confiar el cetro y la corona al más merecedor de los miembros de la dinastía, mi hijo bienamado…»

El mago se aclaró la garganta y el silencio, ya total, se hizo más resonante.

– «… mi hijo bienamado, el divino Ormuz, gran rey de Armenia, que ojalá adquiera el mismo renombre de valentía…»

Las últimas palabras se perdieron en la algarabía de las aclamaciones. Los cortesanos no tuvieron ojos más que para la fila de los príncipes, primero el nuevo soberano que, instintivamente, dio dos pasos hacia adelante, y luego su hermano mayor Bahram, que se apoyó sobre el hombro más cercano, intercambiando una breve mirada con Kirdir, que esbozó un rictus de impotencia.

Mani también estuvo a punto de desfallecer, pero por otras razones. Hasta ese instante, estaba persuadido como todos los súbditos del Imperio, de que el trono correspondería a Bahram, quien recientemente se había acercado a su padre y que gozaba del apoyo de los magos, mientras que Ormuz vivía casi en desgracia en su lejano reino de Armenia, en tan malos términos con el rey de reyes que no habría pensado siquiera en venir a verle si no se hubiera enterado de que estaba moribundo.

Aquella misma mañana, al ser informado de la desaparición del anciano soberano, Mani había tenido la impresión de que el mundo que le rodeaba se ensombrecía. Las persecuciones se habían intensificado a lo largo de las semanas anteriores, incluso en la capital, aprovechando la enfermedad de Sapor, quien seguía siendo la última defensa frente a los fanáticos, poco efectiva, pero siempre leal a su promesa de protección.

Antes de acudir al palacio, el hijo de Babel había comunicado sus inquietudes a su «Gemelo» celeste, que apenas había intentado tranquilizarle. «Si el fin está próximo -le había dicho-, hay que resignarse a ello y preparar a tus discípulos para afrontarlo. ¿Acaso has escrito, pintado y enseñado sólo para tus contemporáneos?»

Y ahora la pesadilla se disipaba, ahora la esperanza renacía, gracias a unas palabras que habían salido, ¡oh paradoja!, de la propia boca de Kirdir: «… mi hijo bienamado, el divino Ormuz…».

Por otra parte, el despechado mago proseguía su oficio sin alterar el ritual consagrado.

– Los ángeles han aceptado por soberano al divino Ormuz, hijo del divino Sapor. ¡Someteos a él, criaturas, y regocijémonos!

Hizo una seña al príncipe electo para que se acercara y le tomó la mano, interrogándole en voz alta:

– ¿Aceptas del Altísimo la religión de Zoroastro, que Vishtaspa consolidó y Artajerjes reanimó?

– Serviré a la divinidad y haré el bien a mis súbditos.

El nuevo soberano fue llevado hasta el trono sin gran pompa, en una apresurada ceremonia que estaba destinada solamente a no prolongar el vacío del poder. La verdadera solemnidad tendría lugar el día de la coronación, por lo demás, mucho más tarde. La costumbre exigía que se celebrara en la próxima fiesta del Noruz, comienzo del año nuevo, lejos de Ctesifonte, en un lugar consagrado de Pérsida, cuna de la dinastía sasánida.

Sin embargo, para Ormuz, el poder estaba ya en sus manos. Sus súbditos se precipitaron a sus pies. El propio Bahram se obligó a prosternarse y su hermano le invitó a subir los peldaños del trono para estrecharle contra él en medio de las ovaciones. En el bullicio de las felicitaciones cortesanas, Mani permanecía inmóvil. Sin embargo, en otros lugares, sus fieles y todos aquellos que participaban de la misma esperanza sentirían deseos de celebrarlo, de cantar, de regocijarse; Denagh, para quien el nuevo soberano era un segundo padre, echaría hacia adelante, sobre el hombro izquierdo, su trenza salpicada de largos hilos de plata… Allí mismo, en el palacio, entre los dignatarios del Imperio, la felicidad de los amigos del Mensajero tenía acentos diferentes.

Ormuz en persona, emergiendo del torbellino, buscó con los ojos a aquel que llamaba en privado «Maestro». Le miró fijamente un momento e intentó hacerle señas discretamente, pero el hijo de Babel sólo miraba dentro de sí mismo, preocupado y como torturado en ese minuto de felicidad.

Sus pasos le condujeron hacia los restos mortales de Sapor, de los que todos se habían apartado excepto los encargados de los incensarios. Hubiera deseado descubrir en los rasgos petrificados de aquel por quien había sentido tanto afecto la clave del misterio que se desarrollaba ante sus ojos. Estuvo un tiempo inmerso en esa contemplación, sordo a todo, ausente… Luego, sin una mirada para el nuevo rey de reyes, se escabulló hacia la salida.

El encargado de la cortina le alcanzó jadeando al final de la antesala. El soberano deseaba recibirle al día siguiente al amanecer.

– ¿Habré perdido ya al maestro y al amigo? -dijo Ormuz al recibirle-. Ayer se habría dicho que la cara de onagro de Kirdir estaba más alegre que la tuya y mi hermano Bahram menos desolado. ¿Tienes miedo de todas las victorias? ¿Desconfías de todas las dichas?

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