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Alessandro Baricco: Homero, Ilíada

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Alessandro Baricco Homero, Ilíada

Homero, Ilíada: краткое содержание, описание и аннотация

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La lliada de Homero sigue cantando desde el fondo de los siglos. Canta cincuenta y un días del último año de una guerra que llevará, una década después, a la conquista y la destrucción de la ciudad de Troya. Canta a los dioses, hombres y héroes, memorables por su ira y por su ambición, por su audacia y por su astucia, por su venganza y su piedad, dentro de los limites de un campo de batalla eterno. Guiado por la idea de adaptar el texto para una lectura pública. Alessandro Baricco relee y rescribe la lliada de Homero, como si tuviéramos que devolver a Homero allí mismo, a la lliada. para contemplar uno de los más majestuosos paisajes de nuestro destino. Trabajando a partir de la traducción de María Grazia Ciani. construye con el material original un conceríato de veintiuna voces (la última es la de Demodoco, un aedo que, tras la estela de la Odisea y de otras fuentes, narra el final de Troya): los personajes homéricos son llamados a escena -dejando a los dioses en el fondo- para relatar, con una voz cercanísima a nosotros, su historia de pasiones y de sangre, su gran guerra, su gran aventura.

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Todavía estaban todos alrededor de Menelao cuando nosotros, los troyanos, empezamos a avanzar. Todos habíamos cogido las armas de nuevo, y en nuestro corazón teníamos únicamente el deseo de presentar batalla. En aquel momento oímos a Agamenón gritando a los suyos: «Argi-vos, recuperad el coraje y la fuerza. Zeus no ayuda a los traidores y esos a los que habéis visto violar los pactos acabarán siendo devorados por los buitres, mientras que nosotros nos llevaremos de aquí a sus esposas y a sus hijos en nuestras naves, después de haber conquistado su ciudad.» Ya no era el Agamenón indeciso y dubitativo que conocíamos. Aquéi era un hombre que quería la gloria de la batalla.

Avanzamos gritando. Éramos de tierras y de pueblos distintos, y cada uno gritaba en su lengua. Éramos un rebaño de animales con mil voces diferentes. Los aqueos. en cambio, avanzaban en silencio, se oía tan sólo la voz de los comandantes que impartían órdenes, y era increíble ver a todos los demás obedeciendo, temerosos, sin decir ni una palabra. Venían hacia nosotros como olas contra los escolios, brillaban sus armas como la espuma del mar cuando salpica sobre la cresta del agua.

Cuando los dos ejércitos se embistieron, inmenso fue entonces el estruendo de escudos y de lanzas y el furor de los armados en sus corazas de bronce. Chocaban los escudos de cuero, ya convexos, y se elevaban trenzándose los gritos de gloria y de dolor, de los muertos y de los vivos, entremezclados en un único fragor colosal sobre la sangre que inundaba la tierra.

Eneas

El primero en matar fue Antíloco. Arrojó su lanza hacia Equépolo y se la clavó en mitad de la frente: la punta de bronce penetró en el hueso del cráneo, bajo el yelmo empenachado. Equépolo cayó como una torre, en medio de la brutal disputa. Entonces Elefénor, jefe de los intrépidos abantes, lo agarró por los pies e intentó arrastrarlo fuera de la lucha para quitarle las armas cuanto antes. Pero mientras arrastraba el cadáver tuvo que descubrir su costado y, precisamente ahí, donde su escudo no podía llegar, le dio de lleno Agénor. La lanza de bronce le penetró en la carne y se llevó su fuerza. Sobre su cuerpo se desencadenó entre troyanos y aqueos una lucha tremenda; eran como lobos que se lanzaban unos sobre otros y se mataban por la presa.

Ayante de Telamón acertó al joven hijo de Antemión, Simoesio: le dio de lleno en el lado derecho del pecho; la lanza de bronce atravesó de parte a parte su hombro; cayó el héroe sobre el polvo, al suelo, como una rama cortada y puesta a secar en la orilla de un río. Ayante estaba despojándolo de sus armas cuando un hijo de Príamo, Ántifo, lo vio y le arrojó desde lejos su lanza. No acertó a Ayante, pero por casualidad le dio a Leuco, uno de los compañeros de Ulises: estaba arrastrando un cadáver cuando la punta de bronce le traspasó el vientre: cayó, muerto, sobre el muerto al que cogía por los brazos. Ulises lo vio caer y la cólera hinchió su corazón. Avanzó hasta las primeras filas, miró a su alrededor como buscando una presa; los troyanos que estaban delante de el retrocedieron. Levantó la lanza y la arrojó al aire, potente, veloz. Le dio a Democoonte, un hijo bastardo de Príamo. La punta de bronce le entró por la sien y le traspasó el cráneo de parte a parte. La sombra cubrió sus ojos y el héroe cayó al suelo: resonó, sobre él, su propia armadura.

Luego el caudillo de los tracios, Píroo, se enfrentó a Diores, hijo de Amarinceo. Con una piedra aguda lo golpeó en la pierna derecha, cerca del talón: cortó limpiamente tendones y huesos. Diores cayó al suelo. Se sintió morir y entonces tendió los brazos hacia sus compañeros. Pero en cambio quien llegó fue Píroo y le abrió el vientre con la lanza: las vísceras se desparramaron por el suelo, y ¡a tiniebla envolvió sus ojos.

Y sobre Píroo se lanzó Toante y le clavó la lanza en el pecho, traspasándole el pulmón. Arrancó luego la lanza de sus carnes, cogió la afilada espada y le sajó el vientre, arrancándole la vida.

Lentamente la batalla empezó a decantarse del bando de los aqueos. Sus príncipes, uno a uno, desafiaban a los nuestros, y vencían una y otra vez. El primero fue Agamenón, señor de pueblos, quien derribó de su carro al caudillo de los aíizones, el gran Odio. Y mientras éste trataba de escapar, lo traspasó con una lanzada en la espalda. Cayó el héroe con fragor, y sus armas resonaron sobre él.

Idomeneo mató a Festo, hijo de Boro de la Meonia, que había venido desde la fértil tierra de Tarne. Le dio en el hombro derecho mientras intentaba subir a su carro. Cayó de nuevo el héroe hacia atrás y la tiniebla lo envolvió. Menelao, hijo de Arreo, la clavó la lanza a Escamandrio, hijo de Estrofío. Era un extraordinario cazador, parecía que la propia Ártemis le hubiera enseñado a acertar a los animales feroces que viven entre el boscaje, por los montes. Pero ese día ningún dios lo ayudó, ni lo salvaron sus flechas mortales. Menelao, el de la lanza gloriosa, vio que se estaba escapando y le dio de lleno entre los hombros, atravesándole el pecho. Cayó hacia delante el héroe, y las armas resonaron sobre él.

Meríones mató a Fereclo, el que había construido las perfectas naves de Paris, origen de toda desventura. Con sus manos sabía forjar toda clase de cosas a la perfección. Pero Meríones lo persiguió, y le acertó en la nalga derecha: la punta de la lanza lo atravesó de parte a parte, bajo el hueso, desgarrando la vejiga. Cayó de rodillas el héroe, con un grito, y la muerte lo envolvió.

Megete mató a Pedeo, que era hijo bastardo de Anté-nor y al que, a pesar de ello, la madre había criado como si fuera hijo suyo, para complacer a su esposo. Megete le dio de lleno en la cabeza, sobre la nuca. La lanza le traspasó el cráneo y le cortó la lengua. Cayó el héroe en el polvo, apretando el gélido bronce entre los dientes.

Eurípilo mató a Hipsénor, sacerdote del Escamandro, venerado por todo el pueblo como a un dios; lo persiguió cuando intentaba huir y al alcanzarlo lo hirió con la espada en un hombro, cercenándole el brazo. Cayó al suelo el brazo ensangrentado, y hasta los ojos del héroe descendieron la muerte purpúrea y un destino implacable.

Pándaro

Huíamos y al huir encontrábamos la muerte. Lo peor llegó cuando apareció Diomedes, el hijo de Tideo, en el centro mismo de la contienda. Diomedes, valeroso príncipe aqueo: las armas refulgían sobre sus hombros y su cabeza, brillaba como brilla el astro de otoño surgiendo del océano. Había bajado del carro y se movía con furia en la llanura, igual que un torrente desbordado por las lluvias. Ni siquiera podíamos saber si estaba entre los aqueos o entre nosotros, los tróvanos: era un río que había roto los márgenes y corría velozmente destruyéndolo todo a su paso. Nada parecía detenerlo: lo veía combatir y era como si un dios hubiera decidido combatir a su lado. Entonces cogí mi arco, una vez más. Tensé el nervio de buey, con todas mis fuerzas, y disparé. Le dí de lleno en el hombro derecho, sobre la hoja de la coraza. La flecha entró en la carne y la traspasó de parte a parte. Su coraza se manchó de sangre. Yo grité: «¡Al ataque, troyanos, Diomedes está herido, le he dado!» Pero vi que no se doblegaba, que no caía. Hizo que uno de sus compañeros le arrancara la flecha del hombro: su sangre salpicó la coraza y por doquier. Y luego lo vi regresar a la contienda, para buscarme: como un león que, al ser herido, no muere sino que, por el contrario, triplica su furia. Se lanzó sobre los troyanos como sobre un rebaño de ovejas aterrorizadas. Lo vi matar a Astínoo y a Hipirón: al primero le clavó la lanza en el pecho, al segundo le cortó un brazo con la espada. Ni siquiera se detuvo para recoger sus armas y se puso a perseguir a Abante y Poliído. Eran los dos hijos de Euridamante, un viejo que sabía interpretar los sueños: pero no supo leer los de sus hijos, el día en que partieron, y Diomedes a ambos aniquiló. Lo vi correr hacia Janto y Toón, los únicos hijos que tenía el viejo Fénope: Diomedes se los arrebató, dejándolo sólo con sus lágrimas y su luto. Lo vi abatir a Equemón y Cronio, hijos de Príamo. Se lanzó contra su carro como los leones se abalanzan sobre los toros para destrozarles el cuello, y los mató.

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