Odisea Odisea Homero
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CANTO II
CANTO III
CANTO IV
CANTO V
CANTO VI
CANTO VII
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CANTO IX
CANTO X
CANTO XI
CANTO XII
CANTO XIII
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CANTO XV
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CANTO XVII
CANTO XVIII
CANTO XIX
CANTO XX
CANTO XXI
CANTO XXII
CANTO XXIII
CANTO XXIV
Odisea
Homero
LOS DIOSES DECIDEN EN ASAMBLEA
EL RETORNO DE ODISEO
Cuéntame, Musa, la historia del hombre de muchos senderos,
que anduvo errante muy mucho después de Troya sagrada asolar;
vió muchas ciudades de hombres y conoció su talante,
y dolores sufrió sin cuento en el mar tratando
de asegurar la vida y el retorno de sus compañeros.
Mas no consiguió salvarlos, con mucho quererlo,
pues de su propia insensatez sucumbieron víctimas,
¡locas! de Hiperión Helios las vacas comieron,
y en tal punto acabó para ellos el día del retorno.
Diosa, hija de Zeus, también a nosotros,
cuéntanos algún pasaje de estos sucesos.
Ello es que todos los demás, cuantos habían escapado a la amarga muerte, estaban en casa, dejando atrás la guerra y el mar. Sólo él estaba privado de regreso y esposa, y lo retenía en su cóncava cueva la ninfa Calipso, divina entre las diosas, deseando que fuera su esposo.
Y el caso es que cuando transcurrieron los años y le llegó aquel en el que los dioses habían hilado que regresara a su casa de Itaca, ni siquiera entonces estuvo libre de pruebas; ni cuando estuvo ya con los suyos. Todos los dioses se compadecían de él excepto Poseidón, quién se mantuvo siempre rencoroso con el divino Odiseo hasta que llegó a su tierra.
Pero había acudido entonces junto a los Etiopes que habitan lejos (los Etiopes que están divididos en dos grupos, unos donde se hunde Hiperión y otros donde se levanta), para asistir a una hecatombe de toros y carneros; en cambio, los demás dioses estaban reunidos en el palacio de Zeus Olímpico. Y comenzó a hablar el padre de hombres y dioses, pues se había acordado del irreprochable Egisto, a quien acababa de matar el afamado Orestes, hijo de Agamenón. Acordóse, pues, de éste, y dijo a los inmortales su palabra:
«¡Ay, ay, cómo culpan los mortales a los dioses!, pues de nosotros, dicen, proceden los males. Pero también ellos por su estupidez soportan dolores más allá de lo que les corresponde. Así, ahora Egisto ha desposado cosa que no le correspondía a la esposa legítima del Atrida y ha matado a éste al regresar; y eso que sabía que moriría lamentablemente, pues le habíamos dicho, enviándole a Hermes, al vigilante Argifonte, que no le matara ni pretendiera a su esposa. "Que habrá una venganza por parte de Orestes cuando sea mozo y sienta nostalgia de su tierra." Así le dijo Hermes, mas con tener buenas intenciones no logró persuadir a Egisto. Y ahora las ha pagado todas juntas.»
Y le contestó luego la diosa de ojos brillantes, Atenea:
«Padre nuestro Cronida, supremo entre los que mandan, ¡claro que aquél yace víctima de una muerte justa!, así perezca cualquiera que cometa tales acciones. Pero es por el prudente Odiseo por quien se acongoja mi corazón, por el desdichado que lleva ya mucho tiempo lejos de los suyos y sufre en una isla rodeada de corriente donde está el ombligo del mar. La isla es boscosa y en ella tiene su morada una diosa, la hija de Atlante, de pensamientos perniciosos, el que conoce las profundidades de todo el mar y sostiene en su cuerpo las largas columnas que mantienen apartados Tierra y Cielo. La hija de éste lo retiene entre dolores y lamentos y trata continuamente de hechizarlo con suaves y astutas razones para que se olvide de Itaca; pero Odiseo, que anhela ver levantarse el humo de su tierra, prefiere morir. Y ni aun así se te conmueve el corazón, Olímpico. ¿Es que no te era grato Odiseo cuando en la amplia Troya te sacrificaba víctimas junto a las naves aqueas? ¿Por qué tienes tanto rencor, Zeus?»
Y le contestó el que reúne las nubes, Zeus:
«Hija mía, ¡qué palabra ha escapado del cerco de tus dientes! ¿Cómo podría olvidarme tan pronto del divino Odiseo, quien sobresale entre los hombres por su astucia y más que nadie ha ofrendado víctimas a los dioses inmortales que poseen el vasto cielo? Pero Poseidón, el que conduce su carro por la tierra, mantiene un rencor incesante y obstinado por causa del Cíclope a quien aquél privó del ojo, Polifemo, igual a los dioses, cuyo poder es el mayor entre los Cíclopes. Lo parió la ninfa Toosa, hija de Forcis, el que se cuida del estéril mar, uniéndose a Poseidón en profunda cueva. Por esto, Poseidón, el que sacude la tierra, no mata a Odiseo, pero lo hace andar errante lejos de su tierra patria. Conque, vamos, pensemos todos los aquí presentes sobre su regreso, de forma que vuelva. Y Poseidón depondrá su cólera; que no podrá él solo rivalizar frente a todos los inmortales dioses contra la voluntad de éstos.»
Y le contestó luego la diosa de ojos brillantes, Atenea:
«Padre nuestro Cronida, supremo entre los que mandan, si por fin les cumple a los dioses felices que regrese a casa el muy astuto Odiseo, enviemos enseguida a Hermes, al vigilante Argifonte, para que anuncie inmediatamente a la Ninfa de lindas trenzas nuestra inflexible decisión: el regreso del sufridor Odiseo. Que yo me presentaré en Itaca para empujar a su hijo y ponerle valor en el pecho a que convoque en asamblea a los aqueos de largo cabello a fin de que pongan coto a los pretendientes que siempre le andan sacrificando gordas ovejas y cuernitorcidos bueyes de rotátiles patas. Lo enviaré también a Esparta y a la arenosa Pilos para que indague sobre el regreso de su padre, por si oye algo, y para que cobre fama da valiente entre los hombres.»
Así diciendo, ató bajo sus pies las hermosas sandalias inmortales, doradas, que la suelen llevar sobre la húmeda superficie o sobre tierra firme a la par del soplo del viento. Y tomó una fuerte lanza con la punta guarnecida de agudo bronce, pesada, grande, robusta, con la que domeña las filas de los héroes guerreros contra los que se encoleriza la hija del padre Todopoderoso. Luego descendió lanzándose de las cumbres del Olimpo y se detuvo en el pueblo de Itaca sobre el pórtico de Odiseo, en el umbral del patio. Tenía entre sus manos una lanza de bronce y se parecía a un forastero, a Mentes, caudillo de los tafios.
Y encontró a los pretendientes. Éstos complacían su ánimo con los dados delante de las puertas y se sentaban en pieles de bueyes que ellos mismos habían sacrificado. Sus heraldos y solícitos sirvientes se afanaban, unos en mezclar vino con agua en las cráteras, y los otros en limpiar las mesas con agujereadas esponjas; se las ponían delante y ellos se distribuían carne en abundancia. El primero en ver a Atenea fue Telémaco, semejante a un dios; estaba sentado entre los pretendientes con corazón acongojado y pensaba en su noble padre: ¡ojalá viniera e hiciera dispersarse a los pretendientes por el palacio!, ¡ojalá tuviera él sus honores y reinara sobre sus posesiones! Mientras esto pensaba sentado entre los pretendientes, vió a Atenea. Se fue derecho al pórtico, y su ánimo rebosaba de ira por haber dejado tanto tiempo al forastero a la puerta. Se puso cerca, tomó su mano derecha, recibió su lanza de bronce y le dirigió aladas palabras:
«Bienvenido, forastero, serás agasajado en mi casa. Luego que hayas probado del banquete, dirás qué precisas.»
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