Luego el velo de la muerte lo envolvió. El alma emprendió el vuelo y se marchó al Hades, llorando la fuerza y la juventud perdidas.
Héctor apoyó el pie sobre el pecho de Patroclo y extrajo la lanza de bronce de la herida. El cuerpo se levantó y luego, desgarrado, cayó de nuevo al polvo. Héctor permaneció allí, contemplándolo. Dijo algo en voz baja. Luego, como dominado por una furia, intentó arremeter contra Automedonte. Lo habría matado, pero se lo llevaron de allí los caballos veloces, los caballos que los dioses le entregaron a Aquiles; se lo llevaron lejos de las garras de Héctor, de su rabia y de la muerte.
Yo moriría dos años después, durante el viaje en que intentaba regresar a casa desde Troya. Fue Neoptólemo quien prendió juego a mi cadáver. Era el hijo de Aquiles. Ahora mis huesos reposan en una tierra de la que no sé ni siquiera su nombre. Tal vez es justo que las cosas hayan terminado de esta manera. Lo cierto es que no habría conseguido regresar verdaderamente de todo aquello, de aquella guerra, de aquella sangre, y de la muerte de dos muchachos a los que no supe salvar.
El primero en enterarse de que Patroclo había muerto fue Menelao. Corrió hacia allí y se puso junto a su cadáver, sujetando la lanza y el escudo hacia delante, preparado para matar a todo aquel que se acercase. Llegó Euforbo, el que había herido en primer lugar a Patroclo: quería recoger su galardón. Pero Menelao le gritó: «¡Mantente lejos, si no quieres morir! Ya sabes lo que le pasó a tu hermano cuando me desafió, no volvió a casa por su propio pie para dar alegría a su esposa y a sus padres. También a ti te arrancaré el vigor, si no desapareces.» Euforbo era el más hermoso de entre los troyanos, tenía espléndidos rizos, trenzados sobre su cabeza con broches de oro y de plata. Le gritó a Menelao que vengaría a su hermano y le arrojó la lanza: la punta de bronce se rompió sobre el escudo y entonces Menelao saltó encima de él y le clavó la lanza en la garganta, apoyando todo el peso de su brazo: de lado a lado atravesó la punta el cuello delicado y se mojó de sangre su pelo. Se desplomó al suelo igual que una planta de olivo: joven, hermosa, fuerte, cubierta de flores blancas, cuando de repente es partida por un rayo durante una tormenta.
Menelao se agachó para cogerle las armas, y se dio cuenta entonces de que Héctor iba corriendo hacia él, feroz, gritando de manera terrible. Tuvo miedo y dejó el cuerpo de Patroclo, y empezó a retroceder, buscando con la vista a su alrededor a alguien que pudiera ayudarlo. Vio a Ayante y le gritó: «Patroclo ha muerto, Ayante, y Héctor le está robando las armas. Vamos a defenderlo, lucha junto a mí.» Y Ayante se dio la vuelta y su corazón se conmovió. Corrió en su ayuda. Volvieron hacia Patroclo y vieron que Héctor le había quitado las armas gloriosas y que ahora empuñaba la espada para cortarle la cabeza y dejar abandonado, después, allí mismo, el cadáver, como pasto para los perros. Ayante se precipitó contra él, con tanta ferocidad que Héctor soltó la presa y se replegó hacia atrás, donde estaban los suyos. Ayante se agachó sobre el cuerpo de Patroclo y lo cubrió con su inmenso escudo en forma de torre; estaba allí como se estaría un león junto a sus cachorros, cuando olfatea a los cazadores.
Los troyanos se dieron cuenta de que Héctot se había escapado al enfrentarse con Ayante y lo miraban aturdidos. Me acuerdo de que oí a Glauco gritándole: «¡Eres un cobarde, Héctor. No te has enfrentado a Ayante porque es más fuerte que tú, y ahora les has dejado el cuerpo de Patroclo, que habría sido un suculento botín para nosotros!» Entonces Héctor hizo algo que nadie olvidará. A la carrera alcanzó a los compañeros que estaban llevando las armas de Patroclo a la ciudad, como un trofeo; los detuvo, se quitó sus armas y se puso las armas inmortales que Aquiles le había dado a su amigo para que entrara en combate. Se colocó las armas inmortales de Aquiles y las hizo suyas: su cuerpo, en aquellas armas, parecía haber nacido para aquellas armas; y de repente brilló con toda su fuerza y vigor; pasó resplandeciente por delante de todos sus guerreros, entre los destellos de aquellas armas que durante años ellos habían contemplado con terror: él ahora hacía que pasaran por delante de sus ojos. Lo miraban estupefactos Glauco, Medonte, Tersíloco, Asteropeo; lo veían pasar, extasiados, Disénor, Hipótoo, Fotcis, Cromio, Énnomo. Y a todos ellos les gritó Héctor: «¡Luchad conmigo, aliados de mil cribus, yo os digo que aquel que arrastre el cadáver de Patroclo entre los ttoyanos, doblegando a Ayante, conmigo dividirá ese cuerpo e igual será su gloria que la mía.» Y con furor, todos se lanzaron sobre los aqueos.
Ayante los vio venir y comprendió que ni él ni Menelao podrían detenerlos. Entonces pidió ayuda a gritos, y primero Idomeneo, luego Meríones y Ayante de Oileo y otros valientes lo oyeron y corrieron junto a ellos. Los troyanos cargaron en tropel, todos detrás de Héctor. Alrededor de Ayante los aqueos se desplegaron con un único aliento, protegidos por los escudos de bronce. La primera oleada de troyanos los rechazó, obligándolos a abandonar el cuerpo de Patroclo. Pero Ayante llevó a los suyos nuevamente al ataque hasta que consiguieron arrancar otra vez aquel cuerpo de las manos de los troyanos. Era una lucha tremenda, una horrorosa contienda. Fatiga y sudor ensuciaban piernas y rodillas, y pies, y manos, y ojos de cuantos se enfrentaban en torno a aquel cadáver. Por todas partes los guerreros asían el cuerpo de Patroclo y tiraban de él, parecía el pellejo de un animal cuando se tiende para que se seque. Patroclo…
Ni siquiera lo sabía, Aquiles, que su amado había muerto. Su tienda estaba lejos, junto a las negras naves, y Patroclo había ido a morir al pie de las murallas de Troya. No podía saberlo. Me lo imagino allí, en su tienda, pensando todavía que pronto regresaría Patroclo, después de haber expulsado a los troyanos, y que le devolvería las armas, y que juntos comerían abundantemente, y… y mientras pensaba estas cosas, justo en ese mismo momento, Patroclo era ya un cadáver disputado por todas partes, y a su alrededor los guerreros se mataban, y lanzas agudas brillaban, y escudos de bronce se embestían con fragor. Es esto lo que uno tendría que aprender del dolor: que es hijo de Zeus. Y que Zeus es hijo de Cronos.
Y hablando del dolor, ¿qué puedo decir de lo que pasó con Janto y Balio? Eran los caballos inmortales de Aquiles, y habían llevado a Patroclo a la batalla. En fin, cuando Patroclo cayó, Automedonte se los llevó lejos de la contienda, pensando que los pondría a buen recaudo haciéndolos galopar hasta las naves. Pero ellos, cuando estuvieron en medio de la llanura, se detuvieron, de improviso; se quedaron quietos porque su corazón estaba destrozado por la muerte de Patroclo. Automedonte intentaba hacer que caminaran, fustigándolos o suplicándoles con dulzura, pero ellos no mostraban la más mínima intención de regresar a las naves, permanecían inmóviles, como una estela de piedra sobre la tumba de un hombre, con los hocicos rozando el suelo, y lloraban, lágrimas ardientes. Sus ojos, eso dice la leyenda, lloraban. Ellos no habían nacido para sufrir la vejez o la muerte, ellos eran inmortales. Pero habían cabalgado al lado del hombre, y de él habían llegado a aprender el dolor: porque no hay nada sobre la faz de la tierra, nada que respire o camine, nada tan infeliz como lo es el hombre. Al final, bruscamente, los dos caballos se lanzaron al galope, peto hacia la batalla; Automedonte intentó detenerlos, pero no había nada que hacer: echaron a corretear en medio del tumulto, como habrían hecho durante el combate, ¿comprendéis? Pero Automedonte, en el carro, estaba solo, tenía que sujetar las riendas, pero estaba claro que no podía empuñar las armas, de manera que no podía matar a nadie; ellos lo llevaron hacia los guerreros y hasta el centro de la contienda, pero la verdad es que él no podía luchar, la verdad es que parecía un carro enloquecido, que cruza la batalla como un viento, sin derramamiento de sangre, absurdo y maravilloso.
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