Estaba afilado hasta tal punto que había hecho un corte en la tela como si quisiera escaparse.
El paquete, la hoguera, el sacerdote a un lado y el plebeyo en el otro se convirtieron de pronto en algo borroso. En ese momento era incapaz de decir si las lágrimas que nublaban mis ojos eran de alegría o de profunda tristeza.
– No es necesario -susurré-. Ya sé qué es.
Aquel que me avergüenza
no me conoces
tú eres mi padre
mi sacerdocio
mi serpiente jaguar…
Por supuesto, miré el contenido. Esperé a que estuviese a punto de comenzar el siguiente himno, cuando mi joven vecino se llevó la caracola a los labios y sopló con tanta fuerza que la aguda nota hizo que todos los mayores se taparan las orejas con las manos y los rostros se retorcieran en una mueca de dolor y que los más pequeños buscaran refugio detrás de las espaldas de sus madres. Entonces tuve la absoluta seguridad de que nadie me prestaba la menor atención.
No me molesté en desenvolverlo. Metí los dedos por el agujero y dejé que el cuchillo se deslizara en la palma de mi mano. Brillaba. Alguien lo había limpiado y pulido, para eliminar cualquier rastro de sangre seca, y luego había conseguido que la hoja reluciera con tanta fuerza como la luna. Pasé la yema del pulgar e hice una mueca al comprobar qué afilada estaba. La persona que se había ocupado del cuchillo conocía muy bien su trabajo.
Comenzó el himno. Apenas lo escuchaba. Mi mirada se entretenía en pasar de la resplandeciente hoja en mi mano al fuego, y del fuego, con el resplandor de las llamas todavía en los ojos, a los rostros de mi familia, algunos solemnes, otros con el entrecejo fruncido, y un par de ellos que apenas conseguían mantener los ojos abiertos a pesar de los cantos y los toques de trompeta. Después miré las chispas y la columna de humo que subían hacia el ciclo y ocultaban las estrellas a imitación de las nubes que estábamos invocando.
Mi hijo estaba vivo, pensé, con el cuchillo bien sujeto en mi mano. No había nadie en México que supiera cuidar como él de un cuchillo de bronce.
Lo primero que sentí fue terror. Saber que Espabilado estaba vivo también significaba saber el peligro que corría. Por un instante, vi a los otomíes persiguiendo al muchacho, tendiendo la red de la venganza de mi amo.
Después borré la visión de mi mente. Me dije que mi hijo estaba vivo y que debía de haberme enviado el cuchillo como un mensaje. Pero ¿qué clase de mensaje?
Entonces se me ocurrió preguntarme cómo había conseguido recuperar el cuchillo. Había pasado por diversas manos desde que se lo habían arrebatado: las de su difunto amante, Luz Resplandeciente; las de Bondadoso; las mías; las del jefe del distrito de los comerciantes!, Mono Aullador, y las de Azucena.
¿Cuántas de las luces que veía en el aire eran estrellas y cuántas eran chispas?, me pregunté mientras intentaba adivinar la cadena de acontecimientos que había conseguido reunir a mi hijo con su más preciada posesión, y le había dado la oportunidad de enviármelo. Sabía que algunas veces, cuando tenías que resolver un problema difícil, ayudaba centrar la mente en algo más sencillo, así que miré las pequeñas luces anaranjadas en movimiento e intenté descubrir los pequeños puntos más claros e inmóviles entre ellas.
Continué contando chispas mientras escuchaba el canto y sentía el peso del cuchillo en la palma de la mano, hasta que me sumergí en la tierra de los sueños.
Allí todo pareció encajar: todos los detalles que había visto y escuchado desde que me mandaron el cuchillo la primera vez, cubierto de sangre. Cuando me desperté, creí saberlo todo: quién había matado a Vago y Flacucho y por qué, el lugar donde estaba el atavío, adonde había ido Caléndula, y la solución al mayor misterio de todos: qué se había hecho de mi hijo.
Todo me pareció tan sencillo y obvio que no sabía si reír o llorar por mi estupidez, por no haber sabido resolverlo mucho antes.
Tal como creí, acerté en algunas cosas. Si hubiese prestado un poco más de atención a todo aquello que habían dicho Bondadoso el comerciante y Furioso el plumajero, y hubiese sido un poco menos sensible a las semillas de dondiego de día, quizá lo habría entendido todo.
– ¡Despierta!
La bofetada en la mejilla me hizo volver la cabeza.
– ¡Vamos! -gritó una voz, muy cerca de mi oído-. ¡Despierta!
Parpadeé para borrar la niebla de los ojos y vi el rostro de mi padre. Estaba desfigurado por la ira.
– ¿Qué ha pasado? -pregunté con una voz pastosa. Vi que estaba tumbado. Me incorporé apoyándome en los codos.
– Te has quedado dormido durante la vigilia -respondió mi madre en tono de reproche.
– Te dije que no debíamos dejar que se quedara -afirmó mi padre-. Mira qué ha hecho. ¿Qué nos harán los dioses por su culpa? Imagina que toda la ciudad se vea asolada por la sequía, que las cosechas se pierdan, que se desborde el lago, que nadie pueda encender el fuego; nosotros seremos los únicos responsables.
– Oh, cállate -replicó mi madre-. ¡A mí no me preocupan los dioses sino lo que diga él! -Miró al joven sacerdote que observaba su caracola como si se preguntara cómo podría conseguir que sonara más fuerte la próxima vez-. Lo sentimos mucho -añadió mi madre. En su voz se mezclaban la amenaza y la súplica-. Nunca había ocurrido. No sabíamos que nuestro hijo estaría aquí.
– Tampoco se quedará mucho tiempo -puntualizó mi padre.
El joven murmuró algo referente a que no tenía importancia, que ocurría con frecuencia. Pensé que había llegado el momento de decir algo.
– Lo siento. Me he quedado dormido. Si supierais lo que me ocurrió ayer…
– ¡No me importa lo que te ocurrió! -gritó mi padre-. ¡Preferiría ver cómo te comen los buitres antes de que ensucies mi patio!
– ¡Oh, muchas gracias!
Mi familia se había reunido a mi alrededor del mismo modo que los vendedores en el mercado rodearían a un ladrón. Mientras los miraba uno a uno, recordé los pensamientos que se habían agrupado en mi cabeza mientras dormía, y sin poder evitarlo, una amplia sonrisa iluminó mi rostro.
Me gané otro sonoro bofetón. Esta vez con tanta fuerza que me zumbaron los oídos.
– ¿Crees que es divertido? -gritó-. ¡Sal de mi casa, maldito esclavo! ¡Vete, fuera!
Me levanté. Las piernas me temblaban un poco, pero en un momento me encontré por encima de mi padre, que aún estaba agachado en una posición desde la que podría pegar en el rostro de un hombre tendido ante él. La rodilla no le permitía arrodillarse.
Mientras se levantaba lentamente para que no le doliera la espalda, me di cuenta de la ventaja que le llevaba. Mi padre estaba de espaldas a la hoguera. Bastaría un empujón para hacerle caer en las llamas.
Avancé un paso y extendí el brazo.
Evidentemente, estaba acostumbrado a sujetarse a algo cuando se levantaba: a alguno de sus otros hijos, o quizá a alguno de sus nietos. Cogió mi brazo instintivamente antes de saber a quién pertenecía.
Le sujeté la muñeca con la mano libre, tiré con fuerza y se la retorcí para hacer girar al viejo hasta colocarlo de cara a la hoguera, apoyado en la pierna sana mientras que la mala quedaba doblada inútil y dolorosamente debajo de su cuerpo. Gritó, asustado.
– ¡Yaotl! -gritó mi madre-. ¿Qué estás haciendo?
– ¡Suéltame! -vociferó el anciano-. ¡Glotón, vosotros, quitádmelo de encima!
– ¡Quietos! -grité a mi vez-. ¿Recuerdas cómo nos sujetabas sobre los chiles que se asaban y nos hacías respirar el humo a la menor falta, padre? -Di otro paso adelante para empujarlo hacia la hoguera, aunque con mucha precaución para que no se cayera-. ¿Quieres saber qué se siente?
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