Permanecí en silencio, pero mi mente era un torbellino. Ahora comprendía cómo el otomí que había encontrado en el canal el día anterior sabía a quiénes estaban buscando. Después de sacarme de la casa de Mono Aullador, Azucena había venido aquí para contar todo lo que le había dicho. Me asaltó una duda. ¿Yo le había contado tanto?
Intenté recordar todo lo que le había dicho a aquella mujer llena de odio y rencor durante el viaje en su canoa. No era mi intención mencionar a Espabilado. ¿Cuándo había cometido ese error?
– Sé qué estabas haciendo en Tlatelolco. -La voz del primer ministro era ahora suave, y los años de experiencia me habían enseñado que no había otro sonido más peligroso en el mundo-. Lo buscabas a él, ¿verdad? Convenciste a ese cabeza cuadrada de otomí para que fuera a buscarlo a Tlacopan, y luego fuiste a Tlatelolco porque suponías que era allí adonde había ido en realidad. Así que dime, Yaotl, ¿dónde está?
Bajé la cabeza y cerré los ojos para contener las lágrimas que amenazaban con caer por mis mejillas.
– Mi señor, no lo sé -respondí con toda sinceridad. Luego respiré profundamente y levanté la cabeza de nuevo para mirar directamente los ojos castaño claro de mi amo-. Ya puedes ordenar que venga el capitán, porque aunque lo supiera no te lo diría.
– Entonces ¿qué pasó después?
Manitas, el fornido plebeyo que mi amo tenía como hombre para todo servicio, seguía mi relato con una expresión de sincero asombro. Yo no estaba menos asombrado de verlo. En realidad estaba sorprendido de verme mirando cualquier cosa; había creído que a estas alturas mis ojos tendrían que estar colgando de las órbitas como un par de flores muertas en un tiesto olvidado.
– Dijo que me daría un día para pensarlo.
Aún me maravillaba de los cambios que había visto en el rostro de mi amo en los momentos posteriores a mi desafío. Había enrojecido de furia, los labios retraídos en algo que se parecía a la mueca de una fiera hambrienta marcándole profundas arrugas en el rostro. Luego, abruptamente, se había relajado. Se habían aflojado un poco los hombros encorvados y se había reclinado en la silla, con los dedos rascándose la barbilla mientras pensaba.
Me concedería un día.
– Así y todo, me dijo que no te perdiera de vista -señaló Manitas.
– Podría haber sido peor -repliqué-. ¡Podría haber tenido a Chinche como escolta!
Un día de absoluta libertad: ningún trabajo; ve a donde quieras, Yaotl; comienza por darte un baño y disfruta de una buena comida. Recuérdate a ti mismo lo dulce que puede ser la vida, y pregúntate si de verdad quieres que el capitán te la arrebate.
Yo no era ingenuo hasta ese punto, y el viejo Plumas Negras lo sabía. Si estaba mintiendo, un día más no significaría nada. Si le estaba diciendo la verdad, esperaba que saliera en busca de Espabilado en cuanto me dejara en libertad. Además me había dado a Manitas como escolta, sabiendo que el plebeyo era mi amigo y que me lo pensaría dos veces antes de darme a la fuga y dejar que sufriera las consecuencias de la ira del primer ministro.
Había disfrutado del baño y de la comida, y ahora Manitas y yo estábamos sentados en uno de los muchos patios del palacio, poniéndonos al día de nuestras aventuras.
– Vi a Azucena cuando vino a visitar al viejo. ¿Si estaba furiosa? Rabiaba. Por nada en el mundo hubiese querido ser el objeto de su ira, te lo aseguro, y eso que estoy acostumbrado a las broncas de Citlalli. -La esposa de Manitas tenía una lengua que parecía un látigo de obsidiana; yo también había sufrido sus azotes en el pasado-. Claro que no sabía el motivo de la visita. ¿Dices que le dijo al señor Plumas Negras que su propio hijo lo había estafado? ¿Qué esperaba sacar de semejante confesión?
– Probablemente creyó que no tenía otra alternativa. Estaba metida en un grave aprieto por haberme librado de las garras del jefe de su distrito de la manera que lo hizo. Supongo que pensó que la mejor forma de salir del atolladero era entregarme después de haber conseguido lo que quería de mí. Los comerciantes no podían reprocharle que devolviera un esclavo al primer ministro, aunque lo hiciera de una manera bastante curiosa, ¿no te parece? -Exhalé un suspiro al comprender que los actos de Azucena tenían probablemente una explicación más sencilla. No creía que fuera capaz de entregarme al primer ministro a sangre fría, solo para librarse de una confrontación con los mayores de su distrito. Tenía demasiado orgullo para rebajarse de ese modo. Si de verdad había tenido la intención de entregarme a mi amo, debía de haber actuado impulsada por la ira y el deseo de venganza-. Cuando desbaraté sus planes con mi fuga no le quedó otro remedio que venir aquí de todas maneras, repetirle al viejo Plumas Negras todo lo que yo le había dicho y rogar que se diera por satisfecho. Algo que al parecer dio resultado. -Por lo que yo sabía, mi amo quedó encantado con el relato de la mujer. Hasta tal punto que la recompensó con una carga de algodón que ella se llevó en su canoa de regreso a Pochtlan.
Pero ¿cómo se había enterado de tantas cosas? No dejaba de preguntarme qué le dije para permitir que ella adivinara la verdad sobre Espabilado, pero no conseguía dar con la respuesta.
Le pregunté a Manitas qué les había pasado al mayordomo y a los otomíes en Tlacopan después de mi huida.
– Los atizaron un poco. -Manitas sonrió-. El problema que tiene la gente como tu capitán es que especulan con el miedo que provocan a los demás y creen que no les plantarán cara. Pero incluso los tepanecas se dieron cuenta finalmente de que eran más numerosos que los otomíes. Tuvieron la suerte de que se presentara la versión local del primer ministro antes de que la sangre llegara al río. Cuando aparecí con tu hermano y sus guerreros solo había provocaciones e insultos. Yo salí beneficiado. Chinche incluso me dio las gracias por haber ido en busca de ayuda.
También el barquero había salvado la vida. Tendría que alimentarse de gachas de maíz y puré de calabaza el resto de su vida, pero después de abandonar a su suerte al señor Plumas Negras en el lago, podía considerarse afortunado. Casi lo envidiaba. Ya había recibido su castigo. El mío aún estaba pendiente, y probablemente sería mucho peor.
– Por lo visto tú eres el jefe por un día -comentó Manitas-, dado que debo escoltarte a todas partes. ¿Adonde iremos?
Miré el cielo. No había nubes. Empezaba a oscurecer, el azul era más profundo por el este y pronto aparecerían las estrellas. Mi permiso finalizaba al día siguiente, al mediodía: me quedaba toda la noche y la mañana.
Descarté cualquier posibilidad de buscar a Espabilado. Incluso aunque pudiera encontrarlo en el tiempo de que disponía, solo podría informarle de que estaba condenado a muerte. Dudaba que me dejaran vivir mucho más, a pesar de lo que había dicho mi amo.
Desesperado como estaba, solo había un lugar al que podía ir. Cuando lo pensé, supe que quizá era el único lugar donde encontraría a una persona capaz de ayudarme.
– Creo -dije con considerable esfuerzo por la repentina aparición de un nudo en mi garganta- que iré a casa.
La casa a la que me refería era la casa de mis padres en Toltenco.
El nombre significaba «En el borde del cañaveral», y no podía ser más exacto. Se encontraba al sur de Tenochtitlan, todo lo lejos que podías estar de la casa de Flacucho y Vago en Atecocolecan sin abandonar la isla, pero los dos distritos tenían mucho en común. Ambos transmitían al visitante la impresión de que ese era un lugar donde la tierra apenas conseguía estar por encima del agua. Los canales y las calles se confundían con las chinampas, y muchas de las viviendas no eran más que miserables chozas construidas a toda prisa después de la última inundación para que los propietarios que lo habían perdido todo dispusieran al menos de un techo sobre sus cabezas antes de que llegaran de nuevo las lluvias.
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