También recordé a otro chico que aparentaba más edad. Mi hijo era mayor, pero no mucho más. No lo había visto crecer; de pronto, imaginarnos andando y hablando juntos de aquella forma, algo que nunca habíamos hecho, hizo que asomaran lágrimas a mis ojos y que interrumpiera la marcha.
– ¿Qué pasa?
– Nada. -Tragué una vez, parpadeé unas cuantas veces y miré de nuevo a Cangrejo-. ¿Querías a tu prima?
– Todos la queríamos. -El chico exhaló un suspiro-. Después de la muerte de mi tía, ella se hizo cargo de la casa. Cuidaba de los ídolos, le encantaba hacerlo, preparaba las tortillas, barría y cosía las prendas para mi tío, tal como habría hecho una esposa. Era buena conmigo. Me cuidó cuando fui a casa de mi tío. Para mí era más una hermana que una prima, incluso después de conocerlo a él.
No hizo falta preguntarle a quién se refería.
– ¿Sabes que Vago ha muerto?
– ¡Se lo merecía! -exclamó Cangrejo.
– Ten cuidado con lo que dices, muchacho -le advertí en voz baja-. ¡La gente podría creer que tienes alguna relación con lo sucedido!
– ¡Yo y todos los que lo conocían! -afirmó con el mismo vigor-. ¡La única persona que siempre tuvo palabras buenas para ese tipejo era su esposa! Solo los dioses saben qué debía de ver en él.
– ¿Has oído algo de lo que me ha dicho la esposa de Flacucho? Cree que tu prima mató a su marido porque él se estaba… -Me pregunté qué sabría el chico de todo aquello-. Que él la trataba mal.
– ¿Te refieres a que se acostaba con otras mujeres?
El asombro hizo que pusiera los ojos en blanco. ¿Era posible que todos los chicos fueran como él y que a mí me hubiesen educado como a un mojigato?
– No he oído lo que ha dicho. De todas maneras, no lo creo. La conozco. Incluso si finalmente vio cómo era su marido, nunca lo hubiese asesinado. ¡Sería un crimen!
– Obviamente -señalé secamente, pero entendí al chico. Creía que alguien tan pío como su prima era totalmente incapaz de cometer un delito-. Sin embargo, hasta las mejores personas pueden hacer cosas terribles cuando están desesperadas.
– En cualquier caso, ¿qué necesidad tenía de matarlo? Podría haber vuelto con su padre. El tío Furioso la hubiese recibido encantado, y ella lo sabía. Se hubiesen divorciado y ya está. ¿Por qué se iba a arriesgar a matarlo y que la detuvieran? ¿Qué le ocurriría entonces?
Recordé la ley que me habían enseñado en la Casa de las Lágrimas.
– Si no la condenaban a muerte probablemente se la hubiesen entregado a Mariposa como esclava.
– ¡En ese caso sería todavía peor!
– Para que eso ocurra primero tendrán que encontrarla. -Lo miré con una expresión pensativa-. Tu prima y Mariposa no se llevaban bien, ¿verdad? El chico hizo una mueca.
– No, y tampoco ayudaba mucho que el marido de Caléndula no dejara de cortejar a su cuñada, que tampoco hacía nada por evitarlo. Además, Mariposa siempre se burlaba de los ídolos, y eso enfurecía a mi prima.
– Quizá a Mariposa tampoco le gustaba la relación de tu prima con Flacucho -le recordé.
– ¡Estoy seguro de que no hacían nada malo! -declaró el chico apresuradamente-. Creo que Caléndula le decía cosas que él necesitaba escuchar. ¿Sabes a qué me refiero? Palabras sobre lo importante que era su trabajo y lo mucho que lo valoraban los dioses. Mariposa no entendía de esas cosas. -Hizo una pausa-. No sé qué pensar de Mariposa. Parecía que cuidaba bien a su marido, pero a ninguno de nosotros nos caía bien. Mi tío cree que no se trae nada bueno entre manos, pero no he conseguido que me diga qué puede ser.
– ¿No sabe que has ido a Atecocolecan?
– No. Cree que estoy con un amigo que está en la Casa de las Lágrimas, el hijo de otro plumajero. -Sospeché que se refería a Tartamudo-. Ir a la casa de Vago fue idea mía, solo para ver si conseguía descubrir algo. Si quieres saber la verdad, el tío Furioso apenas me ha hablado en los últimos dos días. Se encierra en su taller, no habla con nadie ni deja que nadie entre, y solo sale a la hora de la comida. Sé que está muy preocupado por Caléndula. Le haría muy feliz si consigo descubrir dónde está.
Cangrejo y yo nos despedimos en el límite de Amantlan. Antes de marcharse a su casa, me recomendó que me deshiciera de mi disfraz. Me dijo que estaba perdiendo el hollín. Me miré las manos y las piernas y vi que mi aspecto era más sucio que siniestro; desprendía escamas de ceniza negra del mismo modo que los frutales pierden los pétalos en primavera.
Decidí seguir el consejo del chico. Busqué un rincón tranquilo, algún canal donde poder bañarme sin ser visto. Convencido de haber encontrado el lugar adecuado, doblé una esquina, pero descubrí que alguien más había tenido la misma idea.
Acababa de hacer sus necesidades en el agua y se estaba arreglando las prendas. Iba vestido desde el cuello hasta los tobillos con algodón verde, y en los pies llevaba unas sandalias anchas con cordones muy largos. Había una espada y un escudo a su lado, y su pelo se levantaba como una columna que caía en una larga cola negra por encima de la nuca. Me daba la espalda, pero antes de que se volviera ya sabía quién era: un guerrero otomí.
Permanecí muy quieto mientras me miraba. Deseaba correr, pero mis piernas no dejaban de temblar violentamente; sabía que me atraparía antes de que pudiera dar media docena de pasos. No me quedaba otro remedio que confiar en mi disfraz.
Era uno de los soldados de la tropa del capitán. Agradecí que no fuera el capitán, o Zorro, porque cualquiera de los dos me habría descubierto en el acto. Me pregunté dónde estaría su monstruoso jefe tuerto.
– ¿Que haces aquí? -acabó por preguntarme el guerrero.
Me acordé de falsear la voz, y mascullé algunas palabras tal como suelen hacer los sacerdotes debido a las muchas heridas que se hacen en la lengua para que sangre.
– Por lo visto, lo mismo que tú.
El otomí se agachó para recoger la espada y el escudo.
– No hay ninguna letrina por aquí, aunque desde luego es mucho mejor hacerlo en los canales en esta parte de la ciudad. -Mostraba el habitual desprecio de la gente de Tenochtitlan, además del que suelen sentir los guerreros por los comerciantes y artesanos que viven en las casas cercanas. Miró mis prendas-. ¿Por qué un sacerdote de Huitzilopochtli ronda por Tlatelolco?
– Un asunto oficial -respondí con toda naturalidad-. Aunque yo también podría hacer la misma pregunta.
El otomí blandió la espada en un gesto impaciente.
– Estamos buscando a un par de fugitivos: un chico y un esclavo fugado. ¿Has visto a alguien así?
– No.
– Pues si los ves, avisa. Mi capitán está muy interesado en atraparlos, sobre todo al esclavo. ¡Nos metió en un buen jaleo en Tlacopan! ¡Sus tripas le servirán de taparrabos cuando lo encontremos! -De pronto me observó con mucha más atención-. ¿No te he visto en alguna parte?
– No creo -respondí con el corazón en un puño-. Sirvo al dios en su gran templo en el Corazón del Mundo. Quizá me has visto en alguna ceremonia.
– No, no fue allí. -Frunció el entrecejo-. No sé, pero tu cara me suena.
Conseguí soltar una carcajada.
– Es difícil saberlo con todo este tizne negro, ¿verdad?
Continuó mirándome durante un buen rato; yo hacía lo imposible por dominar el terror. Luego pareció decidirse.
– No puedo quedarme aquí todo el día -manifestó en tono enérgico mientras pasaba a mi lado-. Tengo que ir a por esos tipos. ¡Hay una recompensa de tabaco para todo el año para el que los atrape!
En cuanto se marchó, caí de rodillas a la vera del canal y vomité. Cuando por fin dejaron de sacudirme las terribles arcadas y conseguí sentarme, jadeante y tembloroso, en la orilla del canal, empecé a pensar en el significado de lo que había dicho el otomí.
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