Mientras hundía el remo en el agua y comenzaba a impulsar nuestra sobrecargada y de pronto poco maniobrable canoa en la dirección que había indicado Manitas, señalé otro lugar en la orilla donde había visto unas huellas frescas en el fango y algunas plantas aplastadas.
– Les diré que busquen allí -contesté-. Es donde nuestros fugitivos pisaron tierra.
Manitas miró hacia el lugar que indicaba. Luego me miró a mí. Abrió la boca como si fuese a decir algo, pero la cerró.
El lugar que había señalado era el mismo en el que dos noches atrás el barquero de mi amo embarrancó la canoa y huyó. Manitas había presenciado lo sucedido. Procuré que mi rostro no reflejara la tensión mientras él decidía si debía o no mencionarlo.
– Sí, creo que tienes razón -dijo finalmente.
Antes de que pudiera dar gracias a los dioses por su colaboración, el mayordomo preguntó:
– ¿Por qué no se lo dijiste ayer a nuestro amo?
– Ayer por la mañana había demasiada niebla. No estaba seguro. -Me volví rápidamente hacia Manitas, con la intención de cambiar de tema-. ¿Qué pasará con la embarcación?
– Azucena y su padre seguramente enviarán a alguien para que se la lleve. Aún hay una carga considerable: balas de plumas, sacos de semilla de cacao, muchísimos productos de las tierras calientes del sur. No creo que quieran dejar todo esto en medio del lago.
– Pero estaba muy oscuro cuando escaparon… -Podía criticarle muchas cosas al mayordomo de mi amo, pero no había duda de que era un tipo persistente.
– ¿Qué es aquello que se ve allí? -pregunté-. A mí me parece que es humo.
Una delgada columna de humo, como la que podría elevarse de una pipa demasiado cargada, acababa de aparecer por encima ele los juncos que teníamos delante.
– Lo es -confirmó Manitas. Me miró-. Creo que es de la hoguera que encendieron los otomíes.
Ahora estábamos muy cerca de la orilla; tanto que vi cómo el agua empezaba a cambiar de color, de azul oscuro a un verde sucio, y oí el zumbido de las moscas y los mosquitos que vivían entre los cañaverales. Los patos entraban y salían de entre los juncos, sus patas apenas visibles debajo de la superficie, pequeños triángulos oscuros que dejaban una estela en los desechos que flotaban en el agua.
– ¿Adonde vamos…? -comencé a preguntar, pero las palabras murieron en mi garganta antes de que pudiera acabar.
Algo silbó en el aire. La canoa se sacudió. Manitas, de pie en la proa, soltó un grito de alarma. Un segundo más tarde sonó un segundo grito seguido de un fuerte chapoteo; de pronto, el mayordomo había desaparecido.
Me sujeté a la borda mientras la embarcación se bamboleaba violentamente. El agua estaba revuelta, los patos escapaban en todas las direcciones y había una forma que se agitaba justo debajo de la superficie.
– ¿Qué ha pasado? -grité-. ¿Dónde está el mayordomo?
– Ha saltado al agua. -Manitas hincó una rodilla en el fondo de la embarcación y tendió una mano por encima del agua hacia la figura sumergida que chapoteaba junto a la borda-. Por lo visto no sabe nadar.
Por un instante tuve la esperanza de que sujetara al mayordomo debajo del agua y lo mantuviera allí hasta que cesaran sus movimientos, pero luego apareció una mano que buscó torpemente su brazo y lo sujetó con una fuerza que hubiese bastado para estrangular a un perro.
– Échame una mano, ¿no? -gruñó mientras arrastraba el cuerpo empapado e indefenso hacia la embarcación.
No me moví. Me pareció que ya hacía suficiente con contenerme y no partirle el cráneo al mayordomo con el remo. En cambio, miré en derredor para saber qué nos había atacado. Solo tardé un segundo en descubrirlo.
– Un arpón -dijo Manitas, que lo había visto al mismo tiempo que yo; una lanza corta sobresalía del costado de la canoa, cerca de la proa. La punta de pedernal se había clavado profundamente en la madera-. Has tenido suerte, Yaotl. ¡Un palmo más arriba y te hubiese atravesado el hígado!
En el otro extremo del arpón había un cordel. Tiré de él y lo saqué a la superficie, pero lo solté apresuradamente; el atacante debía de estar en el otro extremo.
– ¿Quién lo ha lanzado? -susurré con voz ronca. Estábamos muy cerca de la orilla y habíamos hecho tanto ruido que debíamos de haber espantado a todas las aves de la costa occidental del lago, pero a pesar de ello sentía la necesidad de murmurar.
– Pues yo me arriesgaría a decir -replicó Manitas en tono agrio-, que ha sido el hombre que está de pie allí entre los juncos. Quizá sea porque tiene el lanzador en una mano y el extremo del cordel en la otra. Son estos pequeños detalles los que te delatan.
No había visto ni oído al hombre, pero eso no tenía nada de particular. Una de las tácticas preferidas de los otomíes era lanzarse sobre el enemigo gritando a voz en cuello y arrastrarlo por el suelo bien sujeto por el pelo, pero eso no significaba que hubiesen olvidado sus tácticas de caza. Seguramente este nos había estado esperando desde el principio, o quizá en cuanto nos había oído se había acercado a la orilla para sorprendernos. En cualquier caso ahí estaba, y me había pillado con la guardia baja.
Era alto y delgado, sin un gramo de grasa debajo de la piel oscura y curtida por los elementos. Llevaba solo el taparrabos; lo más probable era que se hubiese quitado las prendas de guerrero para poder moverse sin hacer ruido al arrastrarse por el suelo o rozar los juncos. No llevaba espada, pero eso no era ningún consuelo. Una mirada a su peinado -la columna que coronaba la frente y los largos mechones que le caían de forma extravagante sobre la nuca- me confirmó la sospecha de que probablemente podría matarnos a los tres solo con las manos.
Tal como había dicho Manitas, el guerrero sujetaba en una mano el lanzador, una vara de madera con una muesca en un extremo para enganchar la lanza. Me dije que el otomí debía de estar cazando su desayuno cuando nosotros nos cruzamos en su camino.
Observó nuestros grotescos movimientos en silencio. Mientras Manitas subía a bordo al mayordomo, que no dejaba de toser y manotear, empuñé el remo para llevar la canoa a la costa.
Manitas y yo saltamos al agua y arrastramos la canoa hasta embarrancaría en la orilla. El mayordomo saltó de la embarcación, cayó de rodillas y empezó a vomitar violentamente.
El otomí esperó a que acabara de vomitar y de arreglarse la capa empapada en un esfuerzo por parecer respetable, antes de dignarse a hablar.
– ¿Quiénes sois?
– Mi amo es el señor Plumas Negras -respondió el mayordomo con voz ronca- y estos…
– ¡No te lo pregunto a ti! -le interrumpió el guerrero-. Sé muy bien quién eres y qué quiere tu amo. ¿Este qué tiene que decir? -Me señaló con un gesto.
– Me llamo Yaotl. Soy un esclavo del primer ministro, y este es uno de sus peones, Manitas. Solo estamos buscando… -La inspiración murió como una planta que se seca por falta de agua y abono, y me encontré sin saber qué decir-. Solo estamos buscando…
– ¿A un hombre y a un chico?
– ¿Los habéis encontrado? -se apresuró a preguntar el mayordomo.
Sentí como si un puño helado me apretara la boca del estómago. Quizá los otomíes ya habían encontrado a sus presas, o por lo menos al chico, y ahora mismo mi hijo podía estar de camino hacia la casa de mi amo, atado como un venado, y atormentado por el dolor de lo que le hacían los guerreros y por el terror a las torturas a las que le sometería el primer ministro.
– No -respondió el otomí en tono desabrido. Se agachó para tirar bruscamente del cordel. El arpón sujeto en el otro extremo cayó al agua. Me pregunté cuánta fuerza se necesitaba para arrancarlo con tan poco esfuerzo-. Ni rastro de ellos. Nos pasamos todo el día de ayer caminando por este lodazal. Nada. Los muchachos que recorrieron las colinas que hay detrás de nosotros tampoco tuvieron suerte, pero al menos no se mojaron los pies. -Miró a cada uno de nosotros con una expresión de furia mientras recogía el cordel-. Así que el viejo Plumas Negras decidió que necesitábamos ayuda, ¿no? -No se le ocurrió preguntarnos cuánta ayuda le parecía que podríamos necesitar-. Será mejor que vengáis conmigo. Podréis explicarle a mi capitán por qué el pato que iba a ser su desayuno está nadando alegremente al otro lado del valle.
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