Simon Levack - La sombra de los dioses

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México, 1517. La capital azteca se estremece entre pánico y rumores. Una extraña figura ha sido vista ocultándose entre las sombras de las calles. Un ser con cabeza de serpiente y el cuerpo cubierto con un plumaje verde brillante: Quetzalcoatl, la Serpiente Emplumada. ¿Es un disfraz o es el dios mismo que ha regresado para impedir algún desastre?
Yaotl, esclavo del ministro de justicia, tiene asuntos más urgentes de los que ocuparse. Sumergido en la desesperada búsqueda de su hijo, ha escapado de la casa de su poderoso y vengativo amo. Si le capturan, lo único que le espera es un destino horrible… Pero en su huida, Yaotl se topa con un cadáver irreconocible, completamente desmembrado. Mientras une las pistas que le revelarán la identidad del muerto y por qué ha sido asesinado, Yaotl se verá inmerso en una sucia historia de avaricia, celos y lujuria protagonizada por los miembros del exclusivo gremio de artesanos que fabrica los trajes emplumados. Y, como está a punto de descubrir, la investigación de este asesinato le dará la clave para encontrar a su hijo. Pero antes de resolver el misterio, Yaotl necesitará usar todo su ingenio para seguir vivo, pues los secuaces de su amo le pisan los talones…
«La intriga, los personajes bien construidos y grandes dosis de humor negro hacen de esta segunda novela una delicia.» – Historical Novels Review

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Un hombre que moría en la batalla o en el altar del sacrificio pasaba cuatro años en la comitiva del sol; después, nuestras creencias decían que se reencarnaba en un colibrí o una mariposa.

Ahora el sol saldrá

ahora el día amanecerá

que todos los colibrís

salgan a libar el néctar

de las flores que esperan.

– ¿Qué es eso? ¿De qué hablas? ¿Qué crees que eres, un poeta?

El puñal de bronce de mi hijo estaba oculto entre los pliegues de mi taparrabos, un molesto peso que golpeaba contra mi muslo. El impulso de empuñarlo y hacer callar para siempre al mayordomo era casi incontrolable. Sin embargo, me contuve. ¿Qué haría después? Ya me había enfrentado antes a esta realidad; si ahora escapaba no estaría seguro en ningún lugar de México, y en un mundo lleno de enemigos, un azteca no estaba seguro en ninguna otra parte.

Mientras pensaba en las palizas y las humillaciones que había sufrido a manos de Chinche y en el joven que el viejo Plumas Negras me había ordenado buscar, supe que no tardaría en llegar el día en que quizá tendría que levantar mi mano contra mi amo y sus sirvientes, pero hasta entonces lo mejor era hacer aquello que me decían. No podía dejar que nada pusiera en peligro el objetivo que me había propuesto: averiguar por qué Bondadoso me había enviado el puñal.

Además, tenía una respuesta para el mayordomo.

– Es un himno -le dije en tono de reproche-. ¿No lo conoces? Es el que cantamos al Dios Maíz cada ocho años…

– En tu caso, cantabas -se mofó. En cualquier caso se intranquilizó, como si lo hubiesen pillado cometiendo algún acto impío. Se arrebujó en la capa y mantuvo la mirada fija en el agua que nos rodeaba.

– ¿Adonde vamos? -pregunté. La vía de agua se ensanchaba y las grandes casas daban paso a pequeñas chozas de una sola habitación medio ocultas por los cañaverales y los sauces.

– Volvemos a la embarcación del comerciante. Recogeremos a Manitas…

– ¿Todavía sigue allí?

– Oh, no te preocupes por él, ¡está muy bien pagado! -El mayordomo soltó una risotada-. Después iremos a por nuestros fugitivos. El señor Plumas Negras piensa que no pueden haber ido muy lejos. Cree que ayer se escondieron en algún lugar cercano a la costa. Seguramente saben que los estamos buscando y habrán preferido dormir y mantenerse ocultos durante el día. Quizá anoche se alejaron un poco, pero si encontramos el rastro y nos movemos más rápido que ellos, los atraparemos.

– ¿Qué pasará si no los atrapamos? -pregunté ingenuamente.

El mayordomo se inclinó hacia mí hasta que su rostro quedó muy cerca del mío y olí los chiles y el tabaco barato en su aliento.

– Si no los atrapamos -dijo-, me encargaré de que el viejo Plumas Negras sepa de quién ha sido la culpa, y sin duda hará contigo lo mismo que hará con ellos si los captura. ¡Creo que lo que tiene pensado es atravesarles las pelotas con una flecha!

La embarcación del comerciante estaba tal como la habíamos dejado, aunque los cadáveres de la cubierta habían desaparecido.

– La madre de Luz Resplandeciente envió una canoa a recogerlo -nos contó Manitas cuando el mayordomo y yo lo llamamos desde nuestra embarcación.

– ¿Qué hay de los demás?

– Los arrojaron por la borda. Ayer por la mañana vinieron unos guerreros. Les ataron piedras en los pies y los arrojaron al agua. Unos tipos muy eficientes; hasta trajeron las piedras.

– ¿Guerreros?

– Otomíes. Unos cabrones de cuidado.

– ¿Otomíes? ¿Todavía están aquí? -se apresuró a preguntar el mayordomo mientras miraba nerviosamente la embarcación, donde era obvio que no había nadie más aparte de Manitas.

– Sí, están debajo del agua respirando a través de cañas -replicó Manitas burlonamente-. ¡Por supuesto que no están aquí! Regresaron a tierra firme en su canoa. ¡No quise pedirles que me llevaran con ellos!

Comprendí su enfado. Nacía del miedo.

Los otomíes, una raza de salvajes que vivían en las tierras altas y frías al norte del valle de México, eran famosos por su coraje, su fuerza y su estupidez, y por pintarse el cuerpo de azul. Solíamos reírnos a su costa: «Un imbécil otomí, cabeza cuadrada, bola de sebo con patas…». Lo divertido era que podías decirle todo esto a uno de esos idiotas extranjeros con un tono amable y el muy imbécil te sonreía como si le estuvieras preguntando por la salud de su abuela.

«Otomí» también era el nombre de algunos de nuestros más feroces guerreros, la élite del ejército, hombres que habían jurado no dar nunca un paso atrás en la batalla, y si eso te parece razonable, puedes intentar tumbar a un noble texcalteca sin perder pie ni una sola vez, y a ver cuánto aguantas. Estos psicópatas se parecían a sus homónimos bárbaros en todos los aspectos excepto en la pintura azul; nunca se te ocurriría gastarles una broma, a menos que no te importara perder la vida.

Tuve que controlar una súbita sensación de terror cuando me di cuenta de que estaban realizando la misma busca que yo. Me dije que si encontraban a mi hijo antes que yo, no tendría ninguna posibilidad. Si el primer ministro lo quería vivo probablemente le cortarían un pie para impedir que se fugara y luego se quedarían con el pie como un recuerdo.

– ¿A tierra firme? -repitió el mayordomo, y se mordió el labio inferior-. Tenemos que ir allí.

Encontrarse con los otomíes le inquietaba tanto como a Manitas y a mí. Después de todo, era un guerrero con solo tres prisioneros, y lo despreciarían casi tanto como a nosotros dos. En cuanto pensé en ello, vislumbré la posibilidad de un plan, débil y esquivo como la primera estrella en el atardecer.

– Tenemos que ir con ellos -dije con firmeza-. Si están buscando a las mismas personas que nosotros, tendríamos que unir las fuerzas, ¿no te parece?

– Bueno, no sé…

– Preferiría regresar a la ciudad -protestó Manitas-. Vosotros no habéis estado metidos en esta embarcación un día y medio. ¿Tenéis idea de lo que me hará mi esposa cuando regrese a casa?

– No creo que el viejo Plumas Negras tolere que alguien se vaya a casa antes de haber encontrado a esos dos. -Miré directamente al fornido plebeyo para asegurarme de que me había entendido-. Todo lo que debemos hacer es encontrar a los otomíes e indicarles la dirección correcta.

– ¿Todo lo que debemos hacer? -El mayordomo casi se atragantó-. ¿Te has vuelto loco? Escucha, no estamos hablando de un montón de chiquillos que buscan ranas y serpientes de agua entre los cañaverales. ¡Perseguir a un par de fugitivos es una cosa, pero esto empieza a ser peligroso!

– ¿Qué crees que hará nuestro amo si nos presentamos con las manos vacías? -Una mirada al mayordomo me dijo que había puesto el dedo en la llaga. El viejo Plumas Negras podría hacerle la vida tan desagradable como a mí-. Tienes que enfrentarte a la realidad, no tenemos ninguna posibilidad de encontrarlos por nuestra cuenta, y si lo hacemos, ¿cómo conseguiremos traerlos de vuelta con vida? Si encontramos a los soldados y les decimos dónde deben comenzar la búsqueda, quizá no nos manden a paseo; después podremos regresar a casa y decirle a nuestro amo que hemos hecho nuestra parte.

Manitas tardó apenas un segundo en tomar su decisión. Saltó por encima de la borda de la embarcación del comerciante para pasarse a nuestra canoa, que se bamboleó violentamente.

– No tendréis que andar mucho para encontrar a los guerreros -dijo el plebeyo-. Están acampados justo tras aquellos juncos de allá. Se han pasado la mitad de la noche cantando. No me dejaban dormir, pero ¡no era cuestión de decirles que se callaran! Si nuestros dos fugados los oyeron, estoy seguro de que a estas horas ya estarán muy lejos. -Yo también lo creí; luego recordé que no eran dos los fugados sino solo uno, y tenía la sospecha de que no se había ido a ninguna parte. Además, deduje que los cantos habían sido un engaño: mientras algunos de los otomíes entretenían a las criaturas de la noche con sus himnos guerreros, los demás debían de haberse movido silenciosamente entre los juncos y cañaverales de la costa, amparados por el ruido-. Solo quiero saber qué les dirás.

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