David Camus - La espada de San Jorge

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Una fascinante aventura épica en el siglo XII de las grandes sagas.
Cuando aún es un niño, el intrépido Morgennes es testigo del asesinato de toda su familia. Más tarde, tras pasar unos años en el Monasterio de Troyes, donde da muestras de gran inteligencia, parte con su amigo Chretien en busca de aventuras. En Bizancio, tras superar la iniciación, será armado caballero. Y ya en Jerusalén deberá volver a probarse a sí mismo enfrentándose al mundo de la memoria y al de los muertos, a las sombras y a los recuerdos…
Una recreación histórica apasionante de los tiempos de la caballería, el honor y la devoción por la causa.
Una historia muy intensa, que no decae en ningún momento: héroes caballerescos, búsqueda de reliquias, el contexto histórico de las cruzadas y los templarios, todo ello acompañado de grandes dosis de fantasía y acción sin límite.

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Incluso al padre Poucet le gustaba contar que, cuando era pequeño, sus padres lo habían abandonado varias veces en el bosque, con sus hermanos, porque en esos tiempos de guerra acechaba el hambre.

Con todo, además del hambre, también el derecho de primogenitura, la pereza, una fealdad extrema, la imbecilidad y -¿por qué no?- un formidable fervor religioso, explicaban el extraordinario aflujo de candidatos que se apiñaban a las puertas de nuestros monasterios, iglesias y abadías. Así, las iglesias se veían forzadas a rechazar a algunos, o bien a ampliarse -ése era el caso de Saint-Pierre de Beauvais-. Por eso, la mañana de la visita de Grosseteste, Poucet -que estaba encantado con la presencia de Morgennes- me previno:

– ¡Si nos lo pregunta, le diremos que Morgennes tiene doce años!

Una precaución inútil, porque el obispo no vino. Con el pretexto de una cita en la corte de María de Champaña, Grosseteste aplazó su visita para más tarde, y de más tarde a nunca.

Morgennes era de los nuestros.

Un día, mientras disfrutaba viendo cómo aprendía a leer y a escribir con tanta facilidad, le pregunté:

– ¿Estás contento con tus progresos?

– Sí y no -me respondió.

– ¿Cómo es eso?

– Aprendo bien, es cierto. Y estoy contento de ello. Sin embargo…

– ¿Qué?

– Mi lugar no está aquí, y tú lo sabes.

Tenía razón. Yo lo sabía, sí. Pero estaba demasiado ciego para admitirlo. Luego nuestra conversación tomó otro rumbo, que me permitiría valorar mejor la magnitud de las prodigiosas facultades de Morgennes. Como parecía preocupado, le pregunté:

– ¿En qué piensas?

– ¿Qué es un levita?

Este brusco cambio de tema me sorprendió. Me lo llevé aparte, murmurando:

– ¿Por qué me haces esta pregunta?

– Cuando Poucet empleó este término, el día de mi llegada, me pareció que no tenía el mismo sentido que yo conocía y que mi madre le daba.

– ¿Qué sentido le daba, ella?

– El de guardián del templo…

– Ah, entiendo -dije, incómodo-. Trata de olvidar eso, o mejor dicho, de no repetirlo a nadie que no sea yo. Pero el sentido es más o menos parecido. Un levita es un diácono, un miembro del clero. Dicho de otro modo, alguien que, como yo, tiene vocación de ser ordenado sacerdote, y que antes de eso ha sido subdiácono, y antes aún (cuando pertenecía, como tú, a las órdenes menores) fue hermano portero, lector, exorcista…

– ¿Cuánto tiempo?

– ¿Cuánto tiempo qué?

– ¿Cuánto tiempo antes de ser exorcista, por ejemplo?

– A fe mía que si sigues trabajando de este modo, lo serás antes de la próxima Nochevieja. ¡Cuatro años más y podrás aspirar al rango de hermano portero! Luego podrás ser subdiácono, y más tarde diácono… Y tal vez un día te ordenen sacerdote. A partir de lo cual…

– ¿Y cuándo se acaba eso?

– ¡Pues nunca!

– ¿Quieres decir que cuando uno entra en la Iglesia, es para toda la vida?

– Para toda la vida, sí. E incluso para después -dije persignándome.

Esta respuesta no pareció alegrar a Morgennes, que volvió a adoptar la misma expresión preocupada que tenía hacía un momento.

– Y ahora, ¿en qué estás pensando?

– ¿El rey Arturo existe?

Una vez más me había cogido por sorpresa.

– ¿Por qué me preguntas eso?

– Me gustaría que me hiciera caballero.

– Por desgracia, el rey Arturo ya no existe. Y es mejor así. Olvida a los caballeros, Morgennes. Vivirás mejor sin ellos…

– ¿Y el Santo Grial? ¿Tampoco existe?

– Pero veamos, ¿quién te ha hablado de todo eso?

– Unas voces, el día de nuestra llegada.

– ¿Unas voces? Pero ¿dónde? ¿Cuándo?

– En los pasillos del claustro, cuando nos dirigíamos hacia el scriptorium. Hablaban del rey Arturo y del Santo Grial, y luego también de caballeros…

Por increíble que parezca, Morgennes me recitó entonces algunas páginas de la Historia Regum Britanniae, de Godofredo de Monmouth, que mis hermanos estaban copiando ese día.

– ¿Cuánto tiempo has necesitado para memorizar esto?

– ¿Memorizar? Lo oí. Está ahí, en mi memoria. ¿Por qué me haces esta pregunta? No comprendo.

– ¿Qué es lo que recuerdas?

– No he olvidado nada.

– ¿Nada?

– Nada.

– ¿Cuál es tu recuerdo más antiguo?

La mirada de Morgennes se cubrió de bruma; luego acarició la extraña cicatriz blanca, en forma de mano, que tenía en la mejilla. Parecía recordar una presencia, tierna y amada.

– Nunca olvido nada -dijo Morgennes-. Ni ofensas ni favores. Nada.

Entonces me habló de su memoria. Y podéis creerme si digo que era tan extraordinaria que llegaba a reconocer en la redondez de un estratocúmulo al hijo de un cumulonimbo que había pasado el año precedente.

– ¡Por san Martín! -dije dando un brinco.

¡Con un hombre como ese, ninguna historia se perdería! Si algún libro se quemaba o era devorado por las larvas, bastaría con recurrir a Morgennes para recuperarlo, siempre que se lo hubieran recitado o lo hubiera leído antes.

Una idea cruzó por mi mente.

– ¡Ven, vamos a viajar!

Uniendo el gesto a la palabra, acompañé a Morgennes junto a Poucet, a quien solicité:

– ¡Padre, dadnos algunos denarios!

– ¿Cómo? -exclamó Poucet-. ¡Acaso quieres mi muerte y la de tu comunidad! No sabes lo apurados que estamos, ni siquiera sé si…

– Es una inversión. No lo lamentaréis. Morgennes y yo iremos a las peores posadas, beberemos los peores vinos, comeremos paja, ¡pero tenéis que darnos con qué viajar!

– ¡Por Dios, Chrétien, un poco de moderación! Si debéis viajar, os prestaré mis botas. Os permitirán cubrir siete leguas de un solo paso, y por tanto ahorrar en el coste del trayecto… Pero dime qué tienes en la cabeza.

– ¿En mi cabeza? Oh, no gran cosa, me temo. Pero el cerebro de Morgennes… ¡Puede contener el mundo entero!

Llevado por mi entusiasmo, me arrodillé, cogí sus manos y me las llevé a los labios, como un niño hace con su madre cuando trata de hacerse perdonar. Después de haberle contado mi proyecto, le imploré:

– Por piedad, padre. Morgennes es un prodigio, un don de Dios para nuestra comunidad. ¡Por alguna razón que ignoro, su memoria lo retiene todo! Es un milagro.

– Una maldición -suspiró Poucet-. Pero en fin, eso no es nada nuevo. ¿Debo recordarte cómo entró Morgennes en nuestra comunidad?

– No. No lo he olvidado. Pero es inconmensurablemente más que eso, ¡porque no se trata solo de aprender a hablar en latín en tres días!

– Bien. Veamos, hijo mío -dijo Poucet volviéndose hacia Morgennes-, ¿te acuerdas de nuestra primera entrevista?

Morgennes se la repitió palabra por palabra. Cuando le preguntaron por el tiempo que hacía ese día, habló de las espigas cargadas, doradas como monedas depositadas en el cofre. Luego recordó las telarañas que adornaban mi último manuscrito, habló del hermano Anselmo y de los deslarvadores, precisó el lugar donde se encontraban, describió su aspecto… ¡Palabras, sensaciones, colores y olores, todo estaba ahí, como el primer día!

– ¡Por la Iglesia! -exclamó Poucet-. Tengo la impresión de que no puede ser más correcto…

– ¡Preguntadle por la Biblia!

Poucet me interrogó con la mirada. ¿Por qué la Biblia? Porque era la obra con cuya ayuda Morgennes había aprendido a leer.

– ¿Génesis, 6,4?

Morgennes recitó: «Por aquel entonces había gigantes en la tierra, y también los hubo después de que los hijos de Dios se unieran a las hijas de los hombres y ellas les dieran hijos: esos fueron los héroes de la antigüedad, hombres famosos».

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