David Camus - La espada de San Jorge

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Una fascinante aventura épica en el siglo XII de las grandes sagas.
Cuando aún es un niño, el intrépido Morgennes es testigo del asesinato de toda su familia. Más tarde, tras pasar unos años en el Monasterio de Troyes, donde da muestras de gran inteligencia, parte con su amigo Chretien en busca de aventuras. En Bizancio, tras superar la iniciación, será armado caballero. Y ya en Jerusalén deberá volver a probarse a sí mismo enfrentándose al mundo de la memoria y al de los muertos, a las sombras y a los recuerdos…
Una recreación histórica apasionante de los tiempos de la caballería, el honor y la devoción por la causa.
Una historia muy intensa, que no decae en ningún momento: héroes caballerescos, búsqueda de reliquias, el contexto histórico de las cruzadas y los templarios, todo ello acompañado de grandes dosis de fantasía y acción sin límite.

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– ¡Un poco de contención, señores!

– ¡Ladrón!

Sin duda había algo de verdad en el insulto, porque Béroul me lanzó un puñetazo a la cara. Me quedé pasmado, preguntándome qué me ocurría. A pesar de todo, el asunto habría podido quedar ahí si Morgennes no hubiera saltado sobre Béroul para devolverle el golpe, primero en la cara y luego en diversas partes del cuerpo.

– ¡Señores! ¡Conteneos! -chilló Gautier de Arras.

– Dios quiere limpiar de toda mancha a los audaces y a los dulces -masculló Marcabrú, antes de lanzar su copa contra la cabeza de un poeta que atacaba a Morgennes por detrás.

Entonces fue Gautier quien se mezcló en la pelea, tratando de separarme de Béroul, a quien, en un instante de lucidez, acababa de arrebatar su manuscrito.

– ¡Chrétien -exclamó ciñéndome con sus brazos-, no es así como se vence!

– ¡Y tampoco así! -dijo alguien, abrazándolo a su vez-. ¡Fuera con los tramposos!

Nunca sabré a quién debí esta generosa intervención. Tal vez a un admirador. En cualquier caso, el manuscrito de Béroul se me escapó de las manos y voló entre los comensales, que lo despedazaron hasta convertirlo en una decena de pliegos. Algunos cayeron planeando en la chimenea, otros se mancharon de cerveza, y un puñado, que de ese modo abandonaron la posada, fueron a parar a algunas gorras. Como cada uno defendía a su vecino, y este atacaba a aquel y aquel al de más allá, rápidamente llegó un momento en el que todos se mezclaron en la pelea. La posadera, preocupada por sus muebles, repartió tortazos indiscriminadamente; esa fue la señal para que sus marmitones se decidieran a ponernos en la puerta. Entonces los poetas, que por un momento se habían dividido, cerraron filas y ofrecieron un frente común a los soldados de las cocinas. Insultos y puñetazos, puntapiés e injurias. Creo que un escabel me habría matado si la providencia no hubiera querido que esa fuera justamente la hora que el obispo Grosseteste reservaba a los poetas. El obispo, que había venido a visitarnos, irrumpió en la posada acompañado de sus gentes de armas, a quienes algunos de los presentes optaron por bautizar a golpes de barrica.

– ¿Qué estoy viendo? -bramó Grosseteste-. ¡Dos tonsurados! ¡Poetas, una riña! ¡Arrestadlos!

La guardia cargó, lo que dio a Morgennes la ocasión de ilustrarse. Mi compañero había cogido un espetón del hogar y lo utilizaba como una espada. Con los violentos molinetes que ejecutaba con el arma improvisada envió por los aires a todos los pollos ensartados en ella, invitando a los hombres armados a no aproximarse si no querían correr la misma suerte que las aves. Aprovechando esta tregua, varios poetas pusieron pies en polvorosa, mientras se preguntaban si no habría tal vez algún poema que componer sobre esta historia de gentes armadas y pollos asados…

Cuando todo terminó y Morgennes entregó las armas, Grosseteste quiso que le dieran una explicación:

– ¿Por qué esta pelea?

Nadie supo qué responder.

– ¡Así son los poetas -dijo el obispo-, tan dispuestos a lanzarse los unos contra los otros como a apartar al pueblo del Señor!

Al ver que Grosseteste se volvía hacia nosotros, los únicos clérigos de la reunión, dije levantando la mano:

¡ Pax in nomine Domini!

¡ Pax in nomine Domini! -respondió Grosseteste.

Y se fue.

– Realmente -dijo Morgennes-, no puede decirse que su visita haya durado demasiado. Apenas más que la que no nos hizo en Saint-Pierre de Beauvais, hace cuatro años…

– ¿Cuatro años ya? -dije, palpándome el sayal-. ¡Dios mío!

– Es verdad -dijo Morgennes-. ¡Es terrible lo rápido que pasa el tiempo!

– ¡No estaba hablando de eso!

– ¿De qué, entonces?

– ¡ Cligès ha desaparecido!

Y dicho esto, perdí el conocimiento.

8

Sabréis por qué en el momento oportuno.

Chrétien de Troyes,

Ivain o El Caballero del Le ó n

– ¿Dónde estoy?

– En una habitación, en la posada. Descansa. El concurso se celebra mañana. Hay que recuperar fuerzas.

¿Fuerzas? ¿El concurso?

– Pero ¿de qué estás hablando?

– ¡No te muevas! -me dijo Morgennes, obligándome a permanecer tendido sobre el jergón-. ¡Duerme!

La cabeza me daba vueltas.

– ¡Por la lengua de Dios! ¿Qué me ocurre?

– Has recibido un duro golpe.

– ¡Ah, sí! ¡Ya lo recuerdo! ¡Mi manuscrito! ¡ Clig è s! ¡Seguro que ha sido Gautier de Arras quien me lo ha robado!

– ¿Y si ha sido Béroul?

Desalentado, me cogí la cabeza entre las manos.

– ¿Cómo lograré ganar?

Concentrado en mis contusiones, me frotaba el cráneo, enterrado bajo un denso entrelazado de vendajes. Por suerte, los cirujanos no le habían metido mano, ya que el preboste se había negado a hacerse cargo de sus emolumentos con el pretexto de que no habíamos sido del todo ajenos a la pelea que había estallado. Después de declarar que no intervendrían si no se les compensaba por su labor, los practici habían volado en busca de nuevas víctimas. No puede decirse que aquello me desagradara; porque eran incontables los pacientes que, bajo los cuidados de estos doctos expertos, exhalaban por la noche el último suspiro, cuando al alba solo se habían levantado con el estómago un poco revuelto.

– ¡Todo ha acabado!

– Ni hablar -dijo Morgennes-. Yo sigo aquí…

Y se dio un golpecito en la frente con el dedo.

– ¿Conoces mi obra?

¡ Clig è s está aquí! Y aquí también -me dijo, llevándose la mano al corazón-. ¡Entero!

– ¿Así que serás tú quien compita?

– Si no tienes inconveniente…

– ¡Desde luego que no! ¡Poco me importa ser yo el ganador, siempre que Clig è s se lleve el premio y Béroul y Gautier pierdan!

Entonces me vino un recuerdo a la memoria: Morgennes manejando un espetón sin que le preocupara quemarse con el hierro.

– Tu mano -dije-. ¡Déjame ver!

Cogí su mano en la mía, y la volví de un lado y de otro. ¡Nada! ¡Ni la menor señal!

– ¡Increíble! -exclamé.

– ¿Qué es increíble? -preguntó Morgennes.

– ¡Tu mano no se ha quemado! ¡No tienes ni una ampolla! ¡Apenas un rastro de hollín!

Volví la mano de Morgennes en todos los sentidos, como si se tratara de una parte independiente de su cuerpo que podía manipular sin preocuparme del resto al que estaba unida.

– ¡Eh! -dijo Morgennes-. ¡Cuidado!

– Pero ¿cómo es posible…?

Morgennes se rascó la barbilla, reflexionó un instante, y luego me dijo:

– Tal vez san Marcelo…

– ¿San Marcelo? ¿El draconocte?

– El mismo. El matador de dragones… San Marcelo no solo es célebre por haber hecho huir a un dragón golpeándolo con su báculo, sino también por haber…

Hizo una pausa.

– Sigue. ¿Por qué más?

– Este santo era el preferido de mi padre. A menudo me hablaba de él; me contó que, un día, un herrero lo desafió a indicar el peso exacto de una barra de hierro al rojo…

– ¿Y bien?

– ¡San Marcelo lo hizo!

– ¿Quieres decir que esperó a que el hierro se enfriara y que indicó su peso?

– No. Quiero decir que cogió con la mano desnuda la barra de hierro que el herrero le tendía y que al instante le dijo el peso. ¡Sin quemarse! Ahí inició su camino hacia la canonización…

– Es curioso -dije sacudiendo la cabeza-. ¿Tu padre te habló de san Marcelo, pero no de Cristo?

– Sí, lo sé, es extraño. Pero es así. San Marcelo era alguien realmente importante para él…

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