David Camus - La espada de San Jorge

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Una fascinante aventura épica en el siglo XII de las grandes sagas.
Cuando aún es un niño, el intrépido Morgennes es testigo del asesinato de toda su familia. Más tarde, tras pasar unos años en el Monasterio de Troyes, donde da muestras de gran inteligencia, parte con su amigo Chretien en busca de aventuras. En Bizancio, tras superar la iniciación, será armado caballero. Y ya en Jerusalén deberá volver a probarse a sí mismo enfrentándose al mundo de la memoria y al de los muertos, a las sombras y a los recuerdos…
Una recreación histórica apasionante de los tiempos de la caballería, el honor y la devoción por la causa.
Una historia muy intensa, que no decae en ningún momento: héroes caballerescos, búsqueda de reliquias, el contexto histórico de las cruzadas y los templarios, todo ello acompañado de grandes dosis de fantasía y acción sin límite.

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– ¿Despertar a los gongs?

Morgennes me miró, vio la línea de luz al pie de los primeros gongs y me dijo:

– ¡Cojamos cada uno un mazo, y a mi señal golpeemos juntos los gongs!

Dicho y hecho. Sujetamos un mazo cada uno, y a una señal de Morgennes, los abatimos sobre los de la primera fila.

El sonido que surgió fue tan potente que creí que las paredes iban a derrumbarse. Pero no ocurrió nada de eso. Al contrario, bajo nuestros ojos maravillados, la línea de luz saltó al pie del tercer y el cuarto gong, mientras los dos primeros se ponían a resplandecer como dos pequeños soles.

– ¡Por el Dios de Jacob! -exclamé.

– ¿Crees que hemos desplazado el sol?

– Vamos a ver.

Una vez fuera, constatamos que el sol no había cambiado de lugar.

De vuelta en el interior, miramos la línea de luz con todo el respeto -o el horror- debido a los fenómenos fantásticos. Ahora, en medio del corredor, aquella luz era para nosotros como la frontera entre lo extraordinario y lo real, y casi temíamos lo que íbamos a encontrar cuando iluminara la puerta con la máscara de piedra.

Una vez más nos colocamos a uno y otro lado del corredor, levantamos simultáneamente los mazos y los dejamos caer al mismo tiempo sobre el tercer y el cuarto gong, que emitieron un sonido más grave y también se pusieron a brillar. Nos pareció que habíamos bajado un peldaño, que habíamos dado un paso más en dirección a los infiernos.

– ¡Sus párpados se han movido! -exclamé, apuntando con el dedo a la máscara de piedra de la puerta.

– Te equivocas. ¡Son sus labios los que se han movido!

– ¡En todo caso, ha reaccionado!

Morgennes se acercó a la máscara. Aparentemente no había cambiado nada. Nada excepto que ahora la luz del día había alcanzado al quinto y al sexto gong, es decir, los últimos. Después de ellos solo quedaba la puerta.

– Ya sabes lo que debemos hacer -dijo Morgennes-. Vamos, valor.

Levanté mi mazo y di la señal a Morgennes:

– ¡A la una! ¡A las dos! ¡A las tres!

Los últimos golpes de gong resonaron, y esta vez penetró tanta luz en el corredor que me vi obligado a cerrar los ojos. Cocotte soltó unos cacareos inquietos y giró en círculos en su jaula, tropezando con los barrotes de metal.

– ¡Morgennes!

La luz disminuyó de intensidad. Y Morgennes abrió los ojos. Pero ¿qué fue lo que vio? Los bajorrelieves en forma de dragón se agitaron en los muros, azotaron el aire con las colas, tendieron las garras hacia el techo, abrieron las fauces y desaparecieron bajo las altas bóvedas del corredor. Ahora solo quedaban los gongs, tan brillantes como estrellas, y la enorme puerta de piedra, que poco a poco cambiaba de aspecto. En efecto, en el momento en el que habíamos golpeado los últimos gongs, la línea de luz había saltado en dirección a la puerta, que ahora iluminaba totalmente. ¿Era a causa de la luz, o a causa del sonido cavernoso de los gongs? En cualquier caso, la puerta se hendía, se resquebrajaba, y el ser que ocupaba su centro salió al fin de su sueño. De sus ojos, profundos y resplandecientes, cayó polvo, su boca escupió pedazos de yeso, y luego unas manos partieron la puerta en mil pedazos. Entre un tronar de piedras derribadas, un ser del tamaño de un niño, blanco como la nieve, fornido como un coloso, apareció en medio del corredor en el lugar donde había estado antes la entrada. Se trataba del hombre cuyo rostro se encontraba antes en el centro de la puerta, que ya solo era ruinas y polvo.

– ¿Una prueba más? -se preguntó Morgennes.

– Es posible -dije yo sonriendo.

En contra de lo que podía esperarse, el enano blanco no nos atacó, sino que nos saludó y nos obsequió con una profunda reverencia.

– Amigos -nos dijo-, ¡os felicito! Nunca, antes de vosotros, había llegado nadie hasta mí.

– ¿Quién sois? -pregunté.

– Mi nombre no tiene ninguna importancia.

– ¿Nos encontramos en las puertas del Paraíso? -inquirió Morgennes.

El enano le dirigió una mirada extraña, esbozó una especie de mueca, y luego dijo:

– ¿No estamos siempre a las puertas del Paraíso?

– ¿Qué protegéis? -continuó Morgennes-. ¿Qué hay tras esta puerta? ¿Sois uno de esos genios buenos que conceden deseos cuando se los libera del frasco donde estaban aprisionados?

– Nones -dijo el enano-. No soy un genio. ¡Simplemente soy el guardián de la puerta que permite acceder a la Ultima Prueba!

– Ah, ya sabía que todavía quedaba una prueba -dije-. Estaba escrito. Y bien, esa prueba, ¿en qué consiste?

– Lo ignoro. Por mi parte, solo soy el humilde guardián de la puerta -repitió el enano haciendo otra reverencia.

– Ahora que esta puerta ya no está -dijo Morgennes-, no veo qué nos impide ir más lejos…

– Yo -dijo el enano-. Porque los que quieran avanzar deberán pasar sobre mi cuerpo.

– ¿Pasar sobre vuestro cuerpo?

– Exacto.

– Perfecto -suspiró Morgennes-. ¡Preparaos!

Y dicho esto, se acercó al enano y trató de apartarlo a un lado. Pero el enano se movió tan poco como si Morgennes hubiera intentado desplazar una montaña.

– ¿No preferís jugar al juego de los enigmas? -le pregunté, viendo las dificultades que tenía Morgennes.

– No -dijo el enano-. Es la norma. Después de la prueba de la cabeza viene la del cuerpo. Es una prueba difícil.

– Escuchad -le dijo Morgennes-, no tengo ganas de haceros daño. Pero si es lo que queréis, no dudaré en emplear la fuerza…

– Para vencerme -prosiguió el enano, impasible-, deberéis recurrir a todo vuestro cuerpo, a vuestros brazos, a vuestras piernas, a vuestros músculos…

– Comprendido -dijo Morgennes.

– Entonces, ¡vamos!

Después de un nuevo saludo, volvió a colocarse en posición, con las manos hacia delante y los dedos abiertos. Como un luchador.

– Sería mejor que abandonaras -dijo Morgennes arremangándose.

– Imposible -dijo el enano.

Morgennes sujetó al enano por la cintura y trató de levantarlo. Pero el enano no se movió ni un milímetro, como si sus pies estuvieran clavados al suelo. Morgennes, jadeando, con el rostro bañado en sudor y rojo como un pimiento, tuvo que detenerse para recuperar el aliento. Luego preguntó al enano:

– ¿Es la sala del trono lo que está ahí, detrás de ti?

– Ya os lo he dicho -dijo el enano-. No lo sé.

– Bien. Continuemos.

Morgennes volvió a arremangarse, y una vez más el enano le saludó, inclinando profundamente el busto.

– ¡Eres muy cortés para ser un guardián!

– ¡Es la norma! -dijo el enano-. Además, ¿no dicen que la cortesía abre todas las puertas?

Morgennes no le escuchaba, porque estaba demasiado ocupado tratando de empujarle, de tirar de él, de zancadillearle y de utilizar todo tipo de presas; siempre en vano. Incluso trató de estrangularle, pero como el enano no respiraba, no sirvió de nada. ¿Y si pasaba a su lado? Por desgracia, el espacio entre el enano y el marco de la puerta no era lo bastante ancho. Cuando Morgennes trataba de deslizarse por él, el enano le bloqueaba inmediatamente el paso; era muy rápido.

– ¡Por el vientre de Dios! ¡Debe haber algún medio!

Morgennes, que había retrocedido un paso, se limpió el polvo de la ropa tratando de aparentar serenidad. No lo consiguió. Aquel enano le horrorizaba… ¡No era un enano, era una roca! ¡Un Krak! Jamás conseguiría moverlo. A menos que utilizara la astucia…

– ¡Te mueves rápido, amigo! Pero si tratáramos de pasar los dos, mi compañero y yo, ¿qué harías?

El enano se limitó a reír burlonamente, y le dijo, ejecutando una nueva reverencia:

– Como deseéis.

En ese momento se me ocurrió una idea. De repente todo me pareció evidente:

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