David Camus - La espada de San Jorge

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Una fascinante aventura épica en el siglo XII de las grandes sagas.
Cuando aún es un niño, el intrépido Morgennes es testigo del asesinato de toda su familia. Más tarde, tras pasar unos años en el Monasterio de Troyes, donde da muestras de gran inteligencia, parte con su amigo Chretien en busca de aventuras. En Bizancio, tras superar la iniciación, será armado caballero. Y ya en Jerusalén deberá volver a probarse a sí mismo enfrentándose al mundo de la memoria y al de los muertos, a las sombras y a los recuerdos…
Una recreación histórica apasionante de los tiempos de la caballería, el honor y la devoción por la causa.
Una historia muy intensa, que no decae en ningún momento: héroes caballerescos, búsqueda de reliquias, el contexto histórico de las cruzadas y los templarios, todo ello acompañado de grandes dosis de fantasía y acción sin límite.

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– ¡Morgennes! ¿Cómo está Cocotte?

– Conozco este lugar -dijo-. Tengo la impresión de que ya he estado aquí. ¿Tal vez en un sueño?

Las estatuas representaban hombres vestidos con un simple paño, sentados con las piernas cruzadas. Los pájaros habían hecho sus nidos en las manos entrecruzadas, con las palmas hacia arriba, así como en las orejas y en las ventanas de la nariz. Pero estos gigantes de piedra no reaccionaban, y sus pesados párpados permanecían obstinadamente bajos, como si rezaran o meditaran.

– ¡Morgennes!

Todo era inútil, mi compañero no conseguía apartar la mirada de estos inmensos e impasibles rostros de piedra, con la altura de tres hombres, que nos contemplaban sin juzgarnos.

– ¡Morgennes!

Impaciente, le sujeté del brazo para obligarle a girar sobre sí mismo y colocarlo frente al arco. Ese fue el momento que eligieron los pájaros para ascender desde las profundidades y volar de nuevo hacia el cielo.

Entonces, con un formidable rumor de alas, tan ensordecedor como un prolongado trueno, el ejército de pájaros nos impidió ver el Ararat y el arco de piedra que permitía acceder a él. Luego la muralla de plumas que había partido al asalto de las cimas desapareció por encima de las nubes. Era el final. Ya no había ni un solo pájaro en el horizonte; solo el Ararat, el puente de piedra que permitía alcanzarlo y…

– ¡Morgennes, ahí hay alguien!

– Ya lo veo -dijo Morgennes.

– ¡Bienvenidos! -nos dijo con una curiosa voz aguda un hombre de cara redonda, que se encontraba parado en medio del puente.

– ¡Debo de estar delirando! -dije.

– No, no deliráis -dijo el misterioso individuo.

Vestido con un traje dorado con franjas escarlatas, el hombre mantenía las manos en el interior de las mangas, llevaba unos curiosos zapatos negros barnizados, y una larga coleta negra le caía sobre la espalda. Sus ojos oblicuos, su boca fruncida y su tez amarillenta indicaban que nos encontrábamos frente a un asiático.

– ¡Pero si habláis francés! -dijo Morgennes.

– No -dijo el hombre con cara de luna-. ¡Sois vosotros los que habláis chino! Shyam os ha preparado bien.

– ¿De modo que la conocéis?

– Desde luego que sí. Entre nosotros es muy popular. ¡Era una aventurera muy célebre!

– Una aventurera… Todo esto parece irreal -murmuré-. ¿Estáis seguro de que existís? ¿Estamos muertos? ¿Es esto el Paraíso?

– Sí -respondió el hombre a la primera pregunta-. No -a la segunda-. No tengo derecho a decíroslo -respondió finalmente a la tercera.

Morgennes, ligeramente desconcertado, se pasó la mano por el hombro para quitar los copos de nieve que se habían acumulado; luego, recuperó la jaula de Cocotte y volvió a cargársela a la espalda.

– Ven -me dijo-. Aún tenemos algunas averiguaciones que hacer, y me gustaría llegar al lugar al que las brujas me dijeron que fuera…

Se dirigió hacia el chino. Su aliento se elevaba ante él, y no podía evitar pensar: «Son almas, almas en suspenso. Igual que las nubes, ahí arriba. Son almas. No pueden ascender más, porque estamos a las puertas del Paraíso… Ni descender, porque su lugar está aquí».

En cuanto a mí, nunca había tenido tanto frío en mi vida. ¿Tanto frío, o tanto miedo? Ya no lo sabía. Tal vez ambas cosas. A decir verdad, aquello ya no tenía ninguna importancia. «Dentro de poco todo habrá acabado. Habré vivido en vano… No. He amado, he conocido a Morgennes y a Filomena, he escrito, compuesto, rezado…»

– Acercaos, acercaos -dijo el chino.

Estandartes que representaban dragones de oro sobre fondo rojo restallaban al viento, que soplaba y soplaba con tanta fuerza que nuestras ropas flotaban en torno a nosotros y Cocotte se veía obligada a agitar las alas para no acabar aplastada contra los barrotes de su jaula.

– ¡Os saludo, honorables visitantes! Habéis venido a pasar la prueba, ¿verdad?

– ¿Qué prueba? -exclamé yo.

– Entonces, ¿es aquí? ¿He terminado mi viaje? -preguntó Morgennes.

– Tal vez -dijo el chino.

– ¿En qué consiste esa prueba?

– ¡Es la de la cabeza! -dijo el chino, dándose golpecitos en el cráneo con un dedo-. Muy muy dura. Tendréis que utilizar mucho vuestra cabeza, si queréis pasar.

– ¿Pasar? -dije-. Pero ¿para ir adónde?

– Al otro lado -dijo el chino.

Miré al otro lado del puente para ver qué había, y distinguí una enorme abertura tallada en la roca, que se hundía en la montaña. La entrada estaba flanqueada por bajorrelieves en forma de dragón; pero eran dragones sin alas, como los de los estandartes, largos y sinuosos, con una larga cola de serpiente.

– ¿Estáis listos? -preguntó el chino-. Debo deciros que si fracasáis, ya nunca podréis volver a intentarlo.

– Estamos listos -dijo Morgennes.

– ¡Muy bien! -dijo el chino-. Os haré una pregunta. Si no conocéis la respuesta, no pasaréis. Si la conocéis, tendréis derecho a plantearme una a mí. Si yo no conozco la respuesta, podréis pasar. En caso contrario…

– Comprendido -dijo Morgennes-. Empecemos.

– Primera pregunta: «¿Qué fue primero, el huevo o la gallina?

– ¡Diablos! Esta es una pregunta para Cocotte -dijo Morgennes mirando a nuestra gallina.

Se rascó la cabeza.

Yo reflexionaba… Algo me decía que debía inspirarme en mi propia experiencia. Particularmente en la de Arras… Lo que iba después del primer premio era la gallina. Luego venían los huevos. Además, Cocotte ya no ponía desde que habíamos tenido que huir…

– Es la gallina -respondí.

– ¡Buena respuesta, honorable competidor! -dijo el chino-. Un punto a vuestro favor. Ahora tenéis derecho a plantearme un enigma.

– Muy bien -dije-. Tengo uno que no es muy difícil: «Recorro los libros sin aumentar mi saber; di cómo me llamo».

– ¡El gusano! -exclamó el chino.

– ¡Por Nuestra Señora! -exclamó Morgennes golpeándose la palma con el puño.

– Si queréis ganar, tendréis que hacerlo mejor -continuó el chino-. Ahora me toca a mí: «Vi un ser maravilloso, una nave aérea que llevaba sobre sus cuernos un botín de guerra. Quería construir una habitación en la fortaleza. Entonces un ser prodigioso apareció sobre las cimas de la montaña (todos los habitantes de la tierra saben quién es). Cogió el botín y lo lanzó a la viajera, que partió hacia el oeste. El polvo se elevó en el cielo. El rocío cayó sobre la tierra. La noche se fue. Nadie conoce el camino de este ser, al que tú debes nombrarme».

– Lo sé -dijo Morgennes.

– Yo también, es fácil. ¡Es el sol!

– ¡Bravo! -dijo el chino-. ¡Vuestro turno!

– Sabéis, con nosotros esto puede durar mucho tiempo -dijo Morgennes, que había leído muchos libros que contenían enigmas.

– ¡Acabas de darme una idea! -dije-. ¿Qué es lo más viejo que hay?

– ¡El tiempo! -respondió el chino.

– A decir verdad -confesó Morgennes-, había otra respuesta posible: «Dios». Pero la de nuestro amigo es igualmente correcta, ya que ni Dios ni el tiempo tienen principio. De modo que se acepta. ¡Vuestro turno!

– Nómbrame una cosa -dijo el chino- a la que ninguna otra se parece, ni en la tierra, ni en el mar, ni entre los mortales; la naturaleza ha asignado reglas extrañas al desarrollo de sus partes: cuando nace es inmensa; en el mediodía de su vida es muy pequeña, y cerca de su muerte vuelve a hacerse inmensa.

– Fácil -dijo Morgennes-. ¡Es la sombra! Me toca…

Reflexionó un rato, luego pensó en su infancia y en los largos momentos pasados al borde del río. Entonces preguntó al chino:

– Mi morada no es silenciosa. Yo no hago ruido. El Señor ha ordenado que estemos unidos. Yo soy más rápido que mi morada, a veces más fuerte; pero ella trabaja más. A veces descanso, pero ella es infatigable. Habitaré en ella mientras viva. Si me separan de ella, muero. ¿Quién soy?

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