David Camus - La espada de San Jorge

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Una fascinante aventura épica en el siglo XII de las grandes sagas.
Cuando aún es un niño, el intrépido Morgennes es testigo del asesinato de toda su familia. Más tarde, tras pasar unos años en el Monasterio de Troyes, donde da muestras de gran inteligencia, parte con su amigo Chretien en busca de aventuras. En Bizancio, tras superar la iniciación, será armado caballero. Y ya en Jerusalén deberá volver a probarse a sí mismo enfrentándose al mundo de la memoria y al de los muertos, a las sombras y a los recuerdos…
Una recreación histórica apasionante de los tiempos de la caballería, el honor y la devoción por la causa.
Una historia muy intensa, que no decae en ningún momento: héroes caballerescos, búsqueda de reliquias, el contexto histórico de las cruzadas y los templarios, todo ello acompañado de grandes dosis de fantasía y acción sin límite.

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– ¡Mostrad al emperador que no tenéis nada que ver con este espantoso asunto y entrad!

Inmediatamente, grandes gotas de sudor perlaron la espalda y la frente de Guillermo, que se armó de valor y balbució una corta plegaria, destinada a apartar de su camino a las fuerzas del mal. El primer paso que dio al penetrar en ese lúgubre recinto le confirmó que su plegaria funcionaba; dio un segundo paso, y luego un tercero.

Un guardia lanzó una antorcha al suelo, y Guillermo vio centenares de reptiles. Pequeños, grandes, delgados como un dedo o gruesos como el brazo. Rayados, moteados, con manchas redondas o de color uniforme. Con la piel fina, o al contrario, mudándola y arrastrando su vieja piel tras ellos. Algunos no se movían, mientras que otros se desplazaban a una velocidad pasmosa, pasando sobre el dorso y luego bajo el vientre de sus congéneres, moviendo la cola, mostrando los colmillos, agitando una lengua bífida como la del Diablo. La antorcha, que había creado un círculo de luz en torno a Guillermo, mantenía a las serpientes a distancia.

Entonces, coincidiendo con el chirrido de una puerta que se cerraba, el emperador dijo a Guillermo:

– ¡Si sobrevives, te creeré!

La puerta se cerró de golpe, y Guillermo sintió un pánico infinito.

Al ver que la llama de la antorcha bajaba de intensidad y que el círculo de arena en el que se hallaba se llenaba poco a poco de serpientes, a Guillermo no se le ocurrió nada mejor que ponerse en las manos de Dios. Y en las de Masada. ¿Cuál de los dos le fue más útil? Guillermo siempre se negó a reconocerlo, pero tal vez fuera el segundo; porque, apretando contra sí el bastón con cabeza de dragón, murmuró para sí mismo: «¡Vamos, si Masada no me engañó, este bastón es el de Moisés, de modo que debería gobernar a las serpientes!».

– ¡Serpientes! ¡Apartaos!

Silbidos de serpientes que se agitaban mirando a Guillermo. Lenguas, dientes, ojos vueltos hacia él. El círculo ya no disminuía de tamaño, pero tampoco se ensanchaba.

– ¡Serpientes! ¡Retroceded!

Esta vez las serpientes retrocedieron. Solo unas pulgadas, pero lo suficiente para que Guillermo pudiera recoger la antorcha y volver sobre sus pasos. Evidentemente la puerta estaba cerrada. Mientras agitaba la antorcha y el bastón para mantener a las serpientes a distancia, Guillermo pegó la oreja a la puerta y escuchó. Pero no oyó nada. Entonces, desesperado, y no sabiendo cuándo iría a buscarle el emperador (ni siquiera si volvería), Guillermo avanzó por la habitación. ¿Había una salida? Le pareció que sí, ya que un pasillo se perdía en la oscuridad, más allá del halo luminoso de la antorcha. Cuando una serpiente se acercaba demasiado, Guillermo la golpeaba con el bastón, y aunque el golpe no la matara, bastaba para alejarla.

«¡A fe mía que este es un bastón poderoso! -sonrió Guillermo-. ¿Quién sabe si no mataría a un dragón?»

Cobró ánimos y dio algunos pasos por el pasillo, que resultó formar parte de un laberinto. El cadáver de una anciana estaba tendido en el suelo. Sus ropas, de estilo oriental, eran las de una extranjera. Por lo visto, Guillermo no había sido el primero en despertar las sospechas del emperador.

– No has muerto en vano -dijo Guillermo a la difunta.

Se inclinó hacia ella, espantando con su bastón a las serpientes que se habían enrollado en su caja torácica, y le rompió la mano.

– Bien -dijo hablando en voz alta para infundirse valor-, ya que tengo que afrontar este laberinto, más vale que empiece enseguida.

Rompió una de las falanges de la mano del esqueleto y la dejó en el suelo. Le serviría de referencia en caso de que volviera sobre sus pasos. Luego eligió ir a la izquierda, a la izquierda, y de nuevo a la izquierda. Ya vería si tropezaba con un callejón sin salida o si giraba en círculos. Extrañamente, ya no tenía miedo. Mejor aún, se sentía inocente.

«Seguro que saldré de esta… ¡Porque yo no he hecho nada!»

En realidad, no era completamente falso, ya que él no tenía nada que ver con la última carta que había recibido el emperador. «Sí. Sí. Saldré de esta. Pero ¿y después? Bien, creo que me lanzaré a los pies del emperador y… ¿Confesaré?»

Guillermo caminó durante un buen rato; volvió sobre sus pasos, eligió otro camino, fue hacia la izquierda, otra vez a la izquierda, y luego a la derecha… Y se encontró de nuevo en el punto de partida. Cambió de camino por tercera vez, luego otra, y una quinta. En vano.

– Veamos, la salida tiene que estar en algún sitio…

Pero no. Ya había utilizado todos los dedos de su esqueleto; se disponía a seccionar la otra mano, cuando oyó detrás de él una serie de chasquidos y luego un chirrido de goznes. Apretando su bastón contra el pecho, Guillermo se volvió y vio cómo se abría la puerta por donde había entrado. El emperador estaba allí, y le contemplaba con expresión satisfecha.

30

Pero era fatal que quien había atravesado el puente sintiera

al fin cómo la fuerza abandonaba sus manos.

Chrétien de Troyes,

Lanzarote o El Caballero de la Carreta

Era un corredor largo y ancho, con las paredes adornadas con bajorrelieves en forma de dragones. Seis magníficos gongs de oro, colocados a ambos lados del pasillo a intervalos regulares, esperaban a ser golpeados por un mazo suspendido ante cada uno de ellos por una cadena que colgaba del techo. En el extremo del corredor, una pesada puerta de doble batiente debía de proteger el acceso a algún importante tesoro, porque una cabeza humana se encontraba insertada en ella, justo en el centro. Con los labios y los ojos cerrados, la cabeza tenía todo el aspecto de un sabio que estuviera meditando. Hubiera podido parecer viva, de no ser porque era de piedra.

– ¿Otra prueba? -pregunté a Morgennes.

– Es posible.

Mientras observaba los gongs, me pregunté: «¿Habrá un orden preciso para golpearlos? ¿O bien hay que golpear solo uno? ¿O dos? Y en caso de error, ¿cuáles serán las consecuencias? ¿Se abrirá una trampilla en lo alto para verter sobre nosotros un mar de fuego? No, probablemente no. Aquí no hay rastros de quemado. ¿Y si se abre bajo nosotros, para precipitarnos a los abismos?».

Curiosamente la línea de luz se detenía exactamente al pie de los dos primeros gongs. ¿Era premeditado? ¿Tenía un sentido? Lo más extraño era que los bajorrelieves en forma de dragón y los motivos de oro resplandecían, mientras que los gongs permanecían en la oscuridad. Como si la luz no tuviera incidencia sobre ellos.

Me dirigía hacia uno de los mazos colocados ante los gongs para leer lo que había inscrito en ellos, cuando un ruido atrajo mi atención. Era Morgennes. Acababa de llamar a la puerta de piedra, con toda naturalidad, como si llamara a la puerta de su vecino. No me habría sorprendido demasiado si le hubiera oído preguntar: «¿Hay alguien en casa?».

– ¿Qué estás haciendo?

– Oh, nada -respondió Morgennes-. Era solo una idea.

– A propósito de ideas, ¿no te ha parecido extraño que el chino conociera a Shyam?

– Shyam no es china -me recordó Morgennes-. Hablaba chino. Pero su tez cobriza, sus largos cabellos negros, su profundo conocimiento de las especias, su afición por los elefantes y el Kama Sutra, aparte de otras muchas cosas, me hacen pensar que debía de ser originaria de la India.

– Como el Preste Juan…

– Esto es cada vez más raro. Realmente no esperaba oír hablar de Shyam en un lugar como este. Por momentos tengo la impresión de encontrarme en uno de esos cuentos de aventuras que tanto te apasionan.

Pero yo ya no le escuchaba. Había cogido uno de los mazos situados más cerca de la ladera de la montaña para tratar de descifrar la inscripción grabada sobre su mango. De hecho había cuatro -en latín, en griego, en chino, y la última, en una lengua desconocida-, una en cada una de las caras del mango, pero todas decían: «Despierta a los gongs, y el guardián de la puerta se despertará».

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