David Camus - La espada de San Jorge

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La espada de San Jorge: краткое содержание, описание и аннотация

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Una fascinante aventura épica en el siglo XII de las grandes sagas.
Cuando aún es un niño, el intrépido Morgennes es testigo del asesinato de toda su familia. Más tarde, tras pasar unos años en el Monasterio de Troyes, donde da muestras de gran inteligencia, parte con su amigo Chretien en busca de aventuras. En Bizancio, tras superar la iniciación, será armado caballero. Y ya en Jerusalén deberá volver a probarse a sí mismo enfrentándose al mundo de la memoria y al de los muertos, a las sombras y a los recuerdos…
Una recreación histórica apasionante de los tiempos de la caballería, el honor y la devoción por la causa.
Una historia muy intensa, que no decae en ningún momento: héroes caballerescos, búsqueda de reliquias, el contexto histórico de las cruzadas y los templarios, todo ello acompañado de grandes dosis de fantasía y acción sin límite.

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Y así, Morgennes y yo nos pusimos en camino después de habernos equipado con material de escalada. Cuerdas, pitones, martillos, pieles de oso, cascos, palas, picos para el hielo… e incluso crampones. Con nuestro equipo metálico envuelto en trapos untados en aceite para protegerlo del frío, partimos en la dirección indicada por las tres brujas, que, cosa extraña, coincidía totalmente con la de la decimotercera misión de Morgennes; es decir, hacia Oriente y las Indias.

En dirección al imperio del Preste Juan.

Sin embargo, yo no dejaba de pensar que si alguien hubiera querido desembarazarse de nosotros y hacernos una mala jugada, no habría actuado de otro modo. Pero ¿quién iba a hacer algo así? ¿Quién podía estar interesado en ello?

Nadie.

Y Manuel Comneno esperaba realmente que le llevaran, en bandeja de plata, la cabeza del Preste Juan (si existía), o la del que había redactado aquellas cartas.

De manera que, con la cuerda enrollada de través en torno al cuerpo, un pico en la mano, y los pitones y los ganchos balanceándose y tintineando sujetos a la cintura, avanzamos trepando sin descanso, aunque cada vez más lentamente a medida que el terreno ascendía y las montañas -majestuosamente envueltas en nubes y nieves, soberanas imperturbables junto a las que Morgennes y yo no éramos más que dos sombras minúsculas- se acercaban a nosotros.

Al cabo de setenta y dos días de marcha, alcanzamos por fin los contrafuertes del monte Agri Dagi, donde nos concedimos un breve descanso en el monasterio de San Jacobo. Allí nos regalamos con jabalíes asados y truchas asalmonadas pescadas en el Aras, mientras bebíamos vino de la viña más antigua del mundo.

– La que plantó Noé, no lejos de su arca -nos explicó uno de los monjes-. Para dar las gracias a Dios por haber puesto fin al diluvio.

– Esa de la que bebió vino hasta la ebriedad -añadió Morgennes.

Al ver que el monje le miraba mal, le di un codazo y dije:

– ¡Noé, el salvador de la humanidad! Le debes respeto, ¿sabes?

Morgennes me hablaba a menudo de los dibujos que había visto en el palacio de Colomán, y me decía que los paisajes que atravesábamos se parecían a los que estaban representados allí. Estaba convencido de que los bizantinos nos habían precedido en este lugar y se preguntaba si la Compañía del Dragón Blanco no habría pasado por aquí también. Cuando le pregunté la razón, me contó:

– Gargano, el hecho de que los astilleros de Constantinopla hayan sido cerrados al público, que no hayamos encontrado ni rastro de la Compañía del Dragón Blanco en Constantinopla y los esquemas que vi en el faro… Todo ello me induce a pensar que algo importante se trama en torno a Constantinopla, la Compañía del Dragón Blanco y tal vez también los dragones…

¡Los dragones!

Caminábamos en dirección al ruido de alas y yo seguía irguiéndome sobre sus hombros para ver qué distinguía. Pero solo veía un formidable mar de bruma, que se elevaba hacia un pico de una altitud vertiginosa. A veces pensaba en nuestra vestimenta, y me preguntaba si aquel era un atuendo adecuado para presentarse ante san Pedro.

Pero no tuve que preocuparme por san Pedro, porque lo que descubrimos entonces nos dejó sin aliento -a mí el primero.

– ¡Morgennes! -exclamé-. ¡Es increíble!

– ¿Qué ves?

– Hay un hueco en la cima de la montaña, ¡un hueco en forma de casco de barco! ¡Como si alguien hubiera bajado el Arca de Noé de su atalaya en lo alto del monte Ararat!

– ¡Majaderías! ¡Eso es imposible!

– ¡Sigue adelante, vamos!

Apresurando el paso, Morgennes nos condujo al borde del mar de bruma de donde surgían los ruidos de ángeles ó de pájaros. Imaginaos una superficie inmensa, lechosa, yesosa, agitada por remolinos, y un fragor de alas que llegaba por debajo, aumentando de intensidad… Cuando el ruido se hizo tan ensordecedor como el de mil olas rompiendo contra una roca, Morgennes me gritó:

– ¡Prepárate! ¡Cuando los ángeles lleguen, saltaré al vacío para sujetarme a uno de ellos! ¡No le quedará más remedio que llevarnos al Cielo!

– ¡Morgennes! ¡No! ¡No hagas estupideces!

Para dar aún más fuerza a su resolución, Morgennes, que se había desembarazado de su armadura bermeja en la tienda de un prestamista de Constantinopla, pasó la mano bajo su cota de cuero de ciervo, luego bajo su camisa de tela de cáñamo, y apretó la cruz que le había dado su padre. Sus labios formaron un padrenuestro silencioso, y noté cómo tensaba los músculos, dispuesto a lanzarse al vacío.

– Tengo miedo -dije-. Creo que no he tenido tanto miedo en mi vida.

– Siempre me has dicho que yo no había cruzado realmente… ¡Pues bien, ha llegado el momento de lanzarme de verdad!

Sabiendo que tal vez solo nos quedaba el tiempo de un latido, miré el paisaje, devorando con los ojos lo que probablemente era lo último que me sería dado contemplar. Pero debía de encontrarme en pleno delirio, porque el cielo era negro y la nieve flotaba, en contra del sentido común, en todas direcciones. En lugar de descender, algunos copos incluso subían en la oscuridad, semejantes a estrellas blancas.

– ¿Crees que habrá aún un poco de tierra bajo esas nubes? -pregunté a Morgennes.

– ¡Qué importa eso! ¡Nosotros subiremos!

Luego, cuando las nubes del borde del precipicio empezaron a temblar, se lanzó al vacío.

Y cayó sobre un ala.

27

Con su afilada espada se lanza al ataque de la serpiente maléfica;

la taja hasta el suelo y la corta en dos mitades.

Chrétien de Troyes,

Ivain o El Caballero del Le ó n

Manuel Comneno levantó la nariz de su brebaje, una sopa especiada servida en un bol de oro incrustado de perlas. El líquido palpitaba como si estuviera vivo y tenía el color lechoso de las sopas chinas. Sin tan siquiera asegurarse de que su catador todavía se encontrara con vida, Manuel bebió un trago del líquido ardiente, y luego hundió su mirada en los ojos de Guillermo.

– Majestad -dijo el secretario de Manuel Comneno.

– Que me envenenen si les place. Estoy inmunizado contra todo.

Luego, volviéndose hacia Guillermo, el emperador de los griegos le explicó:

– Mis catadores solo me sirven para saber si han tratado de envenenarme. A mí, los venenos no me hacen nada. Apenas realzan un poco el sabor de mis platos.

– Majestad, rezo cada día para que no os hagan ningún daño. Pero, volviendo a esta última carta, ¿me habíais dicho que teníais alguna idea sobre quién podía ser su autor?

Tras un gesto del secretario, el catador salió de la habitación caminando hacia atrás, para no dar la espalda a Manuel Comneno, que descendió de su trono. Entonces, por efecto de un mecanismo oculto en los muros -más que por arte de magia (Guillermo no se dejaba engañar por ese tipo de trucos)-, el trono se elevó en el aire mientras en todo el Chrysotriclinos estatuas de criaturas fantásticas (grifos, dragones, fénix e hipogrifos) se agitaban, batiendo las alas como para alzar el vuelo y arañando el vacío con sus garras.

Esta instalación, encargada por el emperador, había costado una pequeña fortuna y había requerido varios años de trabajo de una célebre maestra de los secretos llamada Filomena, con quien Guillermo solo se había cruzado en un par de ocasiones, pero cuya fama había llegado de todos modos a sus oídos.

– ¿Creéis en los dragones? -preguntó bruscamente Manuel Comneno a Guillermo, arrancándolo de sus pensamientos.

– Desde luego -respondió Guillermo-. Herodoto y Plinio los mencionan en diversas ocasiones. La historia está repleta de ejemplos de dragones vencidos por hombres, santos o ángeles. Así, san Miguel, san Jorge, san Marcelo, o también, en Etiopía, san Mateo, se enfrentaron…

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