Y además, por encima de todo, estaba Morgennes.
Tras volver a enrollar en torno a sus manos las tiras de tela que le permitían protegerlas del frío, Morgennes se ajustó de nuevo a la espalda las correas de la jaula de Cocotte, su pequeña tienda y su bolsa, y luego se acercó a mí. Tras agacharse a mis pies, me sujetó bruscamente por las piernas, me levantó por encima de su cabeza, me colocó sobre sus hombros, apretó mis muslos contra su pecho y se incorporó en toda su altura.
Instalado sobre este extraño pedestal, vacilé un instante pero luego recuperé el equilibrio. Morgennes tenía la fuerza de un semidiós. En varias ocasiones, esta fuerza sobrehumana le había permitido realizar hazañas que yo me había jurado narrar en breve, en uno de mis relatos o -mejor aún- en uno de esos misterios religiosos que siempre me había gustado componer para edificación de las multitudes.
– Y bien, señor, ¿qué os parece vuestro nuevo corcel? -preguntó Morgennes.
– ¡Maravilloso! ¡Me entran ganas de espolearlo!
– No te lo aconsejo, amigo mío -dijo Morgennes riendo-. Si no quieres que de una coz te plante aquí en el suelo, tan bien y tan profundo que solo tus dos pies te sirvan de epitafio.
Y dicho esto, hundió su bastón en la nieve y continuó su camino.
Morgennes seguía avanzando con una determinación inexorable. Su fuerza era tan prodigiosa y su moral tan inquebrantable, que me dije que después de todo tal vez no le sería imposible acabar con el dragón utilizando sus puños como única arma.
Pero apenas habíamos recorrido media legua cuando un ruido hizo que nos detuviéramos. Parecía un batir de alas. O mejor dicho, el batir de un millar de alas, como si un ejército de pájaros viniera hacia nosotros.
Agucé el oído y me incorporé lo mejor que pude sobre los hombros de Morgennes para ver qué era lo que se acercaba. Pero por más que mirara, solo veía nieve, nieve, nieve, y luego un mar de nubes de superficie lechosa, agitado por remolinos, donde el cielo parecía vaciarse.
¡Sí, la carta les había engañado bien!
Chrétien de Troyes,
Lanzarote o El Caballero de la Carreta
Sentado sobre un trono de oro adornado de diamantes, el emperador de los griegos, el basileo de Constantinopla Manuel Comneno I, tenía la mirada perdida, concentrado en sus pensamientos. Con una mano bajo el mentón y tamborileando nerviosamente con la otra sobre el reposabrazos de su trono, no podía evitar dar vueltas y más vueltas en su cabeza a la decisión que había tomado y que anunciaría al acabar la mañana al embajador del reino de Jerusalén, un canónigo llamado Guillermo.
Este último estaba tendido sobre el suelo enlosado de mármol del Chrysotriclinos, la sala del trono imperial. Guillermo, que nunca perdía la paciencia, negociaba desde hacía dos años, y desde hacía dos años esperaba que el emperador se dignara responder a su demanda. Manuel Comneno, igual que sus predecesores, tenía fama de hacer esperar infinitamente a los que querían solicitarle un favor. Se decía que algunos visitantes habían permanecido tanto tiempo en la sala del trono que se habían quedado dormidos y habían pasado la noche bajo la vigilancia de la guardia imperial: unos fornidos escandinavos tocados con cascos de oro, que sostenían entre sus manos una gran hacha de doble filo.
Sin embargo, Guillermo sentía que la actitud del basileo había cambiado. No solo lo sentía, sino que además lo oía. Sí, sin lugar a dudas el tamborileo de los dedos de Manuel sobre su trono recordaba a una marcha militar, sinónimo de guerra. ¡Habían ganado la partida! El emperador de los griegos iba a ayudar a sus hermanos de Tierra Santa a conquistar Egipto, y él, Guillermo, podría volver por fin a su querida ciudad de Tiro, donde le esperaba el cargo de archidiácono.
¡Había triunfado!
Desde luego, había tenido que recurrir a la astucia, y tal vez tuviera algo que ver en su éxito esa misiva conocida como «la carta del Preste Juan», que había empezado a circular hacía dos años entre los muros de Constantinopla e incluso más lejos, más allá de las fronteras del Imperio.
Esta carta, dirigida a « Emanueli Romeon gubernatori » , es decir, a Manuel Comneno, estaba firmada por un misterioso « Presbyter Johannes » , que pretendía reinar sobre un poderosísimo imperio cristiano situado en India Maior, Minor y Media y proponía a sus hermanos cristianos que fueran a ayudarle a desembarazarse de los enemigos de la tumba de Cristo (es decir, de los sarracenos). Seguía una descripción realmente increíble de su imperio, que cualquier persona sensata habría reconocido inmediatamente como una fabulación.
Pero las cosas están hechas de tal modo que, como diría Amaury: «¡Cuanto más descabellado, mejor funciona!».
La falsedad era tan grosera que parecía más verdadera que la realidad.
No pudiendo imaginar que semejante galimatías se hubiera escrito con el objetivo de engañarles, muchos bizantinos habían creído a pies juntillas los asertos que contenía la carta. Los unicornios, dragones, gigantes, cíclopes, grifos, amazonas -todas esas criaturas fantásticas que formaban parte habitual de la fauna del imperio del Preste Juan- volvieron a ponerse de moda. Del pueblo bajo a la alta nobleza, todos tenían ganas de creer en ello. ¡Era tan divertido! Además, ¿quién probaría que no tenían razón? Todo eso pasaba en un país tan lejano que bien podía tratarse del Paraíso. ¿No decía la carta: «De nuestra tierra mana leche y miel»? Todos soñaban en las mesas de oro, amatista o esmeralda, en las columnas de marfil y los lechos de zafiro que componían el mobiliario de los numerosos palacios del Preste Juan; todos se decían que ese reino era tan opulento que sería extraño que no pudieran disfrutar de sus riquezas algún día, aunque solo fuera un poco. Por el momento, a la espera de su felicidad futura, se contentaban con un adelanto, bajo la forma de un sueño o una vaga esperanza para los más pobres, y de un tapiz, una moldura o un mosaico para los más acaudalados.
Guillermo sonreía, pero al mismo tiempo no podía evitar sentirse triste. Estaba triste porque el pueblo era fácil de embaucar. Porque bastaba con hablar de forma atractiva y brillante para ser creído. Por desgracia, las verdades no siempre eran agradables de oír. Pero ¿quién se preocupaba por eso?
La verdad es enojosa. Todo lo que interesa a la gente es la leche y la miel. Aunque, después de todo, ¿por qué no?
Naturalmente, la descripción de un lugar como ese no habría bastado para modificar la política de un emperador de la talla de Manuel Comneno, si no hubiera habido, aquí y allá, algunas pequeñas puyas inteligentemente dirigidas contra él para hacer que se saliera de sus casillas.
Así, la autenticidad de la fe del basileo (que pretendía ser «el pío elegido de Dios») era puesta en duda por un rey más poderoso que él («sin igual en la tierra», estaba escrito), que se contentaba con el simple título de «padre»: «Queremos y deseamos saber si, como Nos, estáis imbuido de la fe verdadera y si creéis fervientemente en Nuestro Señor Jesucristo».
Luego, con un hábil cambio de perspectiva, decía que si el emperador podía pasar a ojos de sus «sencillos griegos» por un dios, el Preste Juan sabía, por su parte, que estaba muy lejos de serlo. Manuel Comneno, «mortal y sometido a la corrupción humana», no era más que un hombre como los demás, susceptible de ser criticado.
O destituido.
Porque Manuel debía su cargo de emperador, no a su naturaleza (que nada tenía de excepcional), ni tampoco a Dios, sino más bien al azar y a las circunstancias. Emperador hoy, en Constantinopla. Pero ¿y mañana? ¿Y en otro lugar?
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