– Perdonadme, sire. A veces la razón se extravía y expresa lo que ha aprendido tal como lo ha aprendido. Quería decir que un sepulcro es el lugar donde reside el espíritu, la memoria, de los difuntos. Nada tiene, pues, de sorprendente que san Jorge se nos aparezca así, en toda su verdad, en el interior de su tumba. No podría encontrarse un lugar más apropiado.
– ¡Protegeos! -gritó de pronto uno de los caballeros de Amaury.
Acababan de llegar a una gran sala, bordeada a cada lado por tres pequeñas escaleras, que conducían, cada una, a una gran puerta circular. Al pie de cada una de las seis escaleras se encontraba un gong, y cerca del gong, un pesado martillo de hierro suspendido del techo por una cadena. Si el guardia había gritado, no era a causa de esta sucesión de escaleras y de gongs, sino a causa de una docena de sombras que avanzaban silbando hacia ellos.
– ¡Muertos vivientes!
– ¡Cuidado, huid, deprisa! -gritó el caballero.
– ¡Vienen de todas partes! -bramó otro.
Uno de ellos, viendo una sombra que caminaba hacia él con el brazo tendido, desenvainó su espada para atravesarla. Pero la sombra le golpeó en el rostro con tanta violencia que su cabeza giró sobre sí misma. Así pudo ver, antes de desplomarse, cómo Morgennes entraba en la tumba, con los cabellos y la barba alborotados.
– ¡No ataquéis! -gritó Morgennes.
Alexis se volvió hacia él, sorprendido y feliz a la vez, y exclamó:
– ¡Te creíamos muerto!
– ¡Siento desengañaros!
– Pero ¿de dónde vienes? -le preguntó Amaury, estupefacto.
– ¡Del Krak, majestad! -respondió Morgennes bajando la escalera que conducía al interior de la tumba, y observando a su paso que san Jorge y el dragón le seguían con la mirada.
Como las sombras se aproximaban peligrosamente al rey, dos de los más poderosos caballeros del reino blandieron sus espadas.
– Formad un círculo en torno al rey -gritó uno de ellos.
– ¡No! -bramó Morgennes-. ¡No tengáis miedo! No son enemigas nuestras.
– ¡Traidor! -le gritó otro caballero.
Pero Morgennes se limitó a encogerse de hombros y corrió a situarse entre las sombras, a las que no parecía temer.
– Veis, él también es un muerto viviente -dijo un templario que se había cruzado con Morgennes al pie del Krak.
– No tanto como lo serás tú en breve -replicó Morgennes.
Efectivamente, una de las sombras acababa de hacer trizas el escudo adornado con una gran cruz que el templario oponía a sus golpes, obligándole a retroceder.
– ¡Ayudadme, buenos y nobles hermanos! -clamó este-. ¡Y vos, ilustrísima, qué esperáis para pronunciar vuestro vade retro!
Mientras seis sombras atacaban a los caballeros, Guillermo, desconcertado, miraba a Morgennes en busca de consejo. Morgennes sacudió la cabeza, mostró la fina daga -una misericordia- que llevaba enfundada, y luego la gran cruz de bronce que colgaba de su cuello, y dijo a Guillermo:
– No toquéis vuestras armas. No hemos venido aquí como enemigos, sino en demanda de perdón. Si san Jorge nos juzga indignos de su espada, tendremos que aceptarlo. Mientras tanto, mostrémonos rectos e íntegros. No temamos a la muerte.
– ¡Es más fácil decirlo que hacerlo! -exclamó Amaury.
En efecto, aparte de Guillermo, Amaury, Alexis y el propio Morgennes, todos los valerosos caballeros que habían seguido a su rey hasta aquí y habían jurado que darían su vida por él, efectivamente la dieron. Las sombras formaron entonces un pasillo de honor a los cuatro supervivientes, escoltándolos hacia una séptima y última escalera situada al fondo de la necrópolis, justo frente a la entrada. Esta escalera también estaba precedida por un gong y conducía a una puerta redonda, de bronce como las otras seis.
Los cuatro hombres miraron el gong y el martillo, cuya maza tenía forma de luna. En cuanto al gong, mostraba una serpiente cuya cabeza seguía un largo y sinuoso laberinto hasta morderse la cola.
– Su cabeza tiene el tamaño del martillo -señaló Alexis de Beaujeu.
– Cierto -dijo Guillermo, acercando el martillo a la cabeza de la serpiente-. Ambos coinciden.
– Tal vez haya que golpear la cabeza con el martillo.
– ¿La cabeza, o la cola? -preguntó Morgennes, recordando la profecía de los ofitas que anunciaba una gran conmoción para el día en el que la Cabeza y la Cola de la Serpiente se besaran.
– Son una sola cosa -dijo Alexis.
Guillermo de Tiro observó largamente a Morgennes, que, cubierto de rasguños y heridas y con el cabello y la barba enmarañados, parecía llegado de entre los muertos.
– Pero ¿cómo nos habéis encontrado? -le preguntó-. ¡Se diría que salís directamente de los nueve infiernos!
– No estáis lejos de la verdad. Iba de camino al Krak, donde sabía que se encontraba su majestad, cuando unos campesinos me informaron de que…
– Vamos -dijo Amaury-. No molestes más a Morgennes pidiéndole tantos d-d-detalles. De momento ocupémonos de abrir esta puerta.
Uniendo el gesto a la palabra, Amaury sujetó el grueso martillo y lo abatió contra la cabeza de la serpiente. Un atronador sonido resonó en toda la tumba, expulsando a las sombras con tanta eficacia como si hubiera sonado la llamada para la sopa en Saint-Pierre de Beauvais. Como por arte de magia, la cabeza y la cola de la serpiente se separaron, y el reptil se deslizó sobre los bordes exteriores del gong dejando a la vista un gran círculo de bronce.
Un sonido sibilante se dejó oír entonces sobre ellos. La puerta del séptimo sótano se había abierto, probablemente basculando en una hendidura situada en el costado. La escalera dio paso a un pequeño estrado, donde se encontraba un trono. Un esqueleto estaba sentado en él, ¡un esqueleto sin cabeza!
– San Jorge murió decapitado -recordó Guillermo a sus tres compañeros, que miraban el esqueleto con ojos desorbitados.
– Solo puede ser él -dijo Alexis-. ¡San Jorge! ¡Sostiene una espada en las manos! ¡Miradla, se diría que brilla!
– C-c-cruc í fera -susurró Amaury-. ¡Mi espada!
– No olvidéis, majestad -murmuró Morgennes-, que esta espada no debe ser desenvainada en ningún caso para matar.
Morgennes retenía a Amaury cogiéndole de la mano, y el rey le miró sorprendido.
– ¿Y eso por qué?
– El que vence no puede imponerse por la fuerza. Solo el perdón triunfa.
Parecía tan convencido que era imposible no creerle. Pero como Amaury parecía dudar, se volvió hacia la entrada del sepulcro, señaló los frescos dispuestos a lo largo de la escalera y añadió:
– ¿Habéis olvidado lo que cuenta esta historia? ¡San Jorge no mató! Nunca permitiría que un asesino tuviera su espada. Crucífera es una espada santa. Solo puede pertenecer a los más piadosos caballeros, a los que, como él -dijo señalando al esqueleto-, no tienen miedo y saben perdonar.
Amaury bajó los ojos y declaró:
– Estoy de acuerdo con ello. También es mi filosofía. Porque he p-p-perdido el gusto por la sangre, cualquiera que sea su color; prefiero que lata en un corazón a que sirva para aliviar la sed de los gusanos de tierra.
– Bien dicho, majestad -aprobó Guillermo.
– Bien y suficientemente. Porque ya es t-t-tiempo de comprobar si soy digno de esta reliquia.
Amaury tendió la mano hacia la empuñadura de Crucífera. Realmente, esta espada no tenía nada que ver con el juguete que le había dado Palamedes poco antes del sitio de Damieta. Era de una longitud mediana, a medio camino entre la pesada y larga espada de dos manos manejada por los caballeros y la de los soldados romanos. Una canaladura rebajaba la hoja aligerando su peso, y tenía el extremo y los lados afilados, lo que permitía golpear de punta y de filo. Finalmente, tenía una especie de medalla insertada en la empuñadura, en la que se veía una luna rodeada por una serpiente que se mordía la cola.
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