En realidad, aparte de Guillermo de Tiro, nadie comprendía mejor a Amaury que Alexis. Pero los dos hombres raramente tenían ocasión de conversar, y ahora aún menos que antes, desde que Alexis de Beaujeu habían entrado en la Orden de los Hospitalarios y le habían destinado al Krak.
Después de varias horas de agotadora cabalgada, la pequeña tropa llegó a las inmediaciones de Lydda. La ciudad había sufrido mucho, como toda la región, por el terremoto. Las fallas habían abierto varios bosquecillos en dos, derribando los árboles y escupiendo finas nubes de polvo al aire seco de finales de diciembre. No se podía respirar sin toser, y durante varios días una tenue película, mezcla de arena y ceniza, se depositaba sobre todo. Habría que esperar al mes de marzo para que una lluvia torrencial lavara aquel desastre. Mientras tanto parecía que estuvieran ante el fin del mundo, con una sensación de sucio, reforzada por la expresión afligida de los miserables con los que se cruzaban por el camino.
Gentes que tendían los brazos para reclamar un pedazo de pan, unos granos de trigo. El alimento del ganado -la cebada y el mijo- era para ellos un verdadero festín. Viendo que se atiborraban con el pienso de los animales, conmovido por su miseria, Amaury ordenó que les entregaran la ración de los caballos.
Finalmente entraron en Lydda, donde se veían casas derruidas y una larga fisura que se extendía desde los arrabales hasta los primeros edificios de la ciudad.
– Es aquí -dijo Guillermo de Tiro, que trataba de hacer coincidir los recuerdos del mapa visto en su scriptorium con lo que tenía ante los ojos.
– Creía que los antiguos nunca construían sus sepulturas dentro de las ciudades -se sorprendió Amaury.
– Así era -dijo Guillermo-. Como dijo Platón: «En ningún lugar las tumbas, tanto si el monumento funerario es considerable como si es mínimo, deben ocupar un emplazamiento que sea propio de la cultura». Pero la ciudad ha crecido. Y además, a la muerte de san Jorge, los cristianos que le habían tratado prefirieron inhumarle ad sanctos, es decir, en el propio seno de la iglesia de Lydda.
Ahora bien, la primera iglesia de Lydda había sido construida sobre los cimientos de un antiguo templo dedicado, como la gran mezquita de Damasco, a Zeus o Júpiter. Alejandro Magno había ordenado que lo edificaran, para de ese modo asegurarse la ayuda del poderoso rey de los dioses. Una buena idea, sin duda, porque en menos de un año Alejandro había conquistado Oriente.
– ¡Es aquí! Mirad -dijo Guillermo.
Realmente se tendría que estar ciego para no ver la pequeña abertura que se recortaba en la tierra, como una fina raja en medio de la capa de cascotes. Lo que había sido enterrado por los años acababa de salir a la luz debido al terremoto. La hendidura parecía el rastro dejado por la quilla de un barco que abandonara la playa para hacerse a la mar. A uno y otro lado, una doble muralla, constituida por las casas que se habían derrumbado, la bordeaba. De pie en los bordes de la llaga, la multitud miraba al rey y a sus hombres, que avanzaban a caballo.
Todo estaba silencioso. Ni siquiera se escuchaban los relinchos de los caballos. Desde lo alto de su funesto pedestal, los habitantes de Lydda se preguntaban qué nueva desgracia acarrearía esta profanación. Viejas locas de mirada huraña seguían al rey, con la baba en los labios, murmurando imprecaciones.
Amaury, que avanzaba bajo sus miradas, no dio orden de ahuyentarlas.
¿Cuánto tiempo hacía que se mantenía apartado de las mujeres? Contó con los dedos. Uno, dos, t-t-tres… Hacía seis años que había pedido que las mantuvieran alejadas de él. Y ahora de nuevo volvía a ver a algunas. Sentía lástima por ellas. Y sobre todo, él mismo se sentía miserable. «Solo he reinado sobre medio reino. Solo soy medio rey.»
Lanzó un profundo suspiro y llegó a la entrada del mausoleo. Un círculo de piedra sellaba la abertura. En su frontón se leía: « Memento mori » . Es decir, «No olvides la muerte».
Por una cruel ironía del destino, los árabes llamaban a Amaury «Mori». Así, para un rey tan desamparado como él, en este instante, esta inscripción podía leerse como un «No olvides a Amaury». ¿Sería esta su tumba?
Apoyó la mano sobre la puerta de piedra; pero no se movió.
– ¡Abrid esto! -ordenó a sus hombres, y mandó que atacaran la pesada puerta con el martillo.
Pronto esta cedió, y un estertor surgió del sepulcro. La mayoría de los habitantes que les contemplaban desde los diques de cascotes pusieron pies en polvorosa. Solo unos pocos se quedaron. No por valentía, sino por desesperación. ¿Las paredes de sus casuchas se habían mezclado con las piedras de una tumba? Pues bien, en adelante vivirían aquí. Vivirían y morirían aquí.
– ¡ Crucífera, aquí estoy! -murmuró Amaury. Entró el primero en la tumba, con una antorcha en la mano.
Alexis le siguió, luego Guillermo, y luego la decena de hombres de la escolta real.
Empezaron bajando una corta escalera, cuyas paredes estaban adornadas con pinturas que representaban el combate, y luego el martirio, de san Jorge. A la izquierda, san Jorge abandonaba su Capadocia natal -esa región de montañas donde los habitantes vivían en agujeros excavados en las paredes rocosas-. Luego san Jorge se ponía al servicio de Roma, para combatir a los herejes ahí donde los encontrara. Acababa llegando a una pequeña ciudad aterrorizada por un dragón, que exigía que cada año le dieran una virgen para devorarla. Cuando ya no quedó ninguna, salvo la hija del rey, este decidió finalmente enfrentarse a él, y suplicó a san Jorge -que pasaba por allí- que venciera al monstruo.
A la derecha de la pequeña escalera se podía admirar el combate de san Jorge y el dragón, que resultaba ser una dragona. Si atacaba la ciudad, explicaba el fresco, era solo porqué sus habitantes le habían robado sus huevos y habían matado a su marido. Cegada por el dolor, la infortunada dragona solo hacía que vengarse. Cuando comprendió su desgracia, san Jorge sintió piedad, e hizo un pacto con ella. No la mataría, pero a cambio debería convertirse al cristianismo, dejar de atormentar a los habitantes de la ciudad y devolver la princesa a su padre.
La dragona aceptó el trato, y para engañar a los habitantes de la ciudad, incluso se prestó a representar una farsa en la que se la veía, como un perrito atado por una correa, siguiendo a san Jorge al interior de la población, y luego haciéndose expulsar de ella por todos los habitantes con un gran alarde de signos de la cruz. Una vez cumplida su tarea, san Jorge partió de nuevo hacia los pantanos del Lago Negro, donde vivía la dragona. Cuando volvió por segunda vez a la ciudad, les dijo a todos:
– He triunfado.
Pero solo era cierto a medias.
Más adelante, san Jorge sería torturado a causa de su religión y moriría como un mártir. Sus seguidores habían construido esta tumba, lo habían enterrado en ella, y la habían -o eso creían ellos- sellado para siempre. Porque nadie debía saber que en realidad san Jorge no había matado al dragón. Si esa información salía a la luz, podía hacerle perder su santidad.
Y para sus adoradores, nadie era más digno de serlo que él. Porque estos eran, aparte de los coptos (que creían que san Jorge había matado a su dragón), los ofitas, que sabían que le había perdonado la vida.
– Todo esto es extremadamente interesante -masculló Guillermo de Tiro-. En efecto, para Isidoro de Sevilla, un sepulcro « est quod mentem maneat » .
– Habla en francés, p-p-por favor -dijo Amaury-. No hay nada más irritante que esos eruditos que se expresan en latín sin t-t-traducir. ¿Qué quieres p-p-probar? ¿Que sabes latín? Pues bien, ya lo has hecho.
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