Bajo la vigilancia del responsable de la guarnición y de seis barqueros, la tumbaron en el fondo de una gran barcaza. La primera noche, cuando remaban a la luz de las antorchas, los barqueros la dieron por muerta y quisieron huir cuando el doble pálido de Helena se deslizó en la estela de la embarcación. El viejo intendente puso orden y los mantuvo en la bancada hasta Koutais. Finalmente, llegaron a Tiflis.
Cuando Helena llegó al palacio Fadéiev, salió del coma y empezó a delirar. La vidente estaba a punto de fallecer, y la familia llamó enseguida al mejor cirujano de la región. Después de unos días, y tras cauterizar la herida y controlar la infección, consiguió salvarla.
La debilidad resultante de la infección fue extrema. Por tres meses, Helena luchó para recobrar la salud. Durante ese período, el general Blavatsky la visitó arrepentido y la colmó de regalos. Le propuso olvidar el pasado y retomar la vida en común.
Al cabo de cuatro días, después de violentas peleas, tuvo que rendirse a la evidencia. Helena no volvería jamás al hogar. En esa ocasión claudicó, dándose por vencido.
– Bueno, haz lo que te parezca mejor. Si vuelves a sentir ganas de ir al Tíbet, ¡hazlo! No te impediré cruzar las fronteras.
Por primera vez, sonrió a ese hombre al que tanto había odiado.
Después de haber insultado al Papa y de haber hecho que lo expulsaran de Roma, había cruzado cinco fronteras para evitar el Imperio austrohúngaro, donde su cabeza seguía teniendo precio. Y, a lo largo de ese viaje, el mismo pensamiento le traspasaba el corazón, un pensamiento terrible que le hacía pensar en el suicidio: «¿Y si ella se ha enamorado de otro hombre?». Pero era una idea que lo asustaba tanto que Agardi procuraba alejarla violentamente de lo más oscuro de su alma. Después de haber tenido a tantas mujeres, ahora sólo estaba ella. Su propia esposa, Teresina, acababa de morir de una tisis pulmonar.
Agardi quería volver a ver a Helena y conocer la verdad.
Recorrió San Petersburgo, Moscú, Yekaterinoslav, el Volga y Ucrania, y acabó por encontrar las huellas de la mujer a la que amaba después de llamar a todas las puertas de los grandes de Rusia. Helena estaba en Tiflis.
Agotó a dos caballos para llegar lo antes posible hasta allí. Y cuando arribó a la ciudad de los Fadéiev, no le quedaba ni una moneda, se moría de hambre y estaba delirante y ansioso.
El cielo de Tiflis estaba pálido y cargado todavía del frío del invierno, pero a Helena, que iba recuperándose lentamente de su enfermedad, le bastaba esa primavera tímida para ser feliz. Se pasaba largas horas estudiando mapas de Oriente y trazando itinerarios a lápiz.
Todas esas rutas grises sobre las llanuras blancas de Siberia llevaban al Tíbet. ¿Tendría la fuerza necesaria para escalar los peldaños del Himalaya después de haberse enfrentado al desierto de Gobi? Se entrenaba todos los días caminando por el exterior de la ciudad. Muy pronto, volvería a poner el pie en el estribo…
Todas las mañanas también, bajo la mirada severa de una anciana dama contratada por su abuelo, el príncipe Fadéiev, Helena salía de las cuadras y paseaba por la gran arboleda de tilos que conducía hasta la reja de hierro forjado en la que dos águilas coronadas entrelazaban sus garras.
Se negó a subir en la briska que le habían preparado para sus paseos.
– Sigo sin querer subirme a su calesa, señor Strogiev -le dijo al cochero, que se desesperaba por no cumplir las órdenes de sus señores.
– Se caerá y tendremos que meterla bajo tierra con los espectros a los que tanto quiere -dijo la vieja dama con aire afectado.
Aquella mujer, que se limitaba siempre a los «modérese», «tenga cuidado», «sus abuelos se preocupan», acababa de dar un paso más. Ahora la anciana dejaba ver su verdadera naturaleza.
Helena se volvió hacia ella.
– Ya veremos quién de las dos se irá la primera, señorita Krivalov. ¿No nota ese olor a azufre? ¿Está usted en paz con Dios? El diablo ronda por aquí y le va a estirar los pies. Huela el azufre, señorita -repitió Helena olisqueando el aire.
La dama no pudo evitar olisquearlo. Se sintió desfallecer y se llevó la mano al corazón. Percibía el olor, ese olor especial del Infierno que guardaba en su memoria desde que le habían enseñado la existencia del diablo y de sus legiones. Se lo habían hecho oler cuando era una niña y la obligaban a arrepentirse delante de la cruz.
– ¡Dios mío! ¡Oh, Dios mío! -dijo santiguándose-. Tú lo has hecho venir. ¡Estás maldita! ¡Tienes tratos con él! ¡Lo sé desde hace mucho!
Ahora la tuteaba. ¡Qué desvergonzada! La anciana se levantó con su cara de virgen marchita, enmarcada por un tocado de puntilla negra adornado con perlas, y buscó la salvación en el Cielo. Helena se fue, entonces, a paso rápido, dejándola a merced de ese cielo pálido. La señorita Krivalov se repuso y continuó reprendiéndola, ahogándose entre maldiciones.
– ¡Vuelve! ¡Espérame! ¡Voy a llevarte a la iglesia!
– ¡No me llevarás a ninguna parte! -le espetó Helena acelerando el paso.
– Debes confesarte con el pope Gregory. ¡Miserable, vuelve aquí! ¡Se lo voy a contar todo a tu abuelo!
Helena continuó su marcha. Dobló en la esquina de un camino y se puso a correr.
Tiflis revivía. La primavera había hecho volver las caravanas de las lejanas regiones de Asia y de Oriente Medio, de Europa y del norte de África. Como la ciudad se encontraba en el cruce de las rutas de mercaderes, era una etapa segura antes de Odessa y después de Samarkanda. El barrio de negocios estaba en plena efervescencia bajo la custodia de trescientos soldados y de una cincuentena de policías. Las prostitutas ofrecían sus encantos en las tabernas y en los burdeles. Circulaba mucho dinero en ese punto de encuentro del comercio. Tenía siete entradas. Helena entró por la puerta de los Cuatro Vientos en compañía de un grupo de burgueses rusos de la corporación de los tapiceros. Había conseguido escapar del asedio de la señorita Krivalov. Pero la vieja gobernanta no tardaría en acudir a ese lugar que odiaba. Krivalov nunca soltaba a una presa. Sin embargo, le costaría encontrar a su «protegida».
En la efervescencia de ese barrio coloreado, Helena volvió a sentir el gusto por la vida. El olor de las especias y de los perfumes la embriagaba, y la mezcla de lenguas le recordaba sus viajes y la invitaba a marcharse. Los hombres olían muy fuerte. Muchos iban armados. Guardaban sus preciosos cargamentos y sólo enseñaban lo esencial. A veces, se veía alguna esmeralda en la palma de una mano, un pedazo de seda brillaba en la esquina de una mesa. Una capa de azafrán cubría de rojo un dedo.
– ¡Tengo otros mil!
Helena se sentía aturdida. Un rubí en bruto tan grande como una nuez. El hombre se lo había puesto debajo de la nariz, agarrándolo con el pulgar y el índice.
– Vienen de Siam…
Helena ya no lo escuchaba. Un pensamiento amigo captaba su atención. Era algo más que amistad… ¿Amor, tal vez? Sí, amor.
– Agardi -susurró ella uniendo las dos manos sobre el pecho.
Estaba subido a una pila de cajas. En cuanto levantó la cabeza, se puso a cantar en francés y su voz de bajo se impuso al bullicio:
Bella que tienes mi vida
cautiva en tus ojos,
que me has encantado el alma
con un recuerdo gracioso.
Ven enseguida a socorrerme
o tendré que morir.
– ¡Agardi! -gritó ella.
Él le envió un beso y continuó cantando. La gente se había arremolinado al pie de las cajas para escucharlo.
Acércate, bella mía.
Acércate, mi vida.
No seas rebelde,
porque mi corazón es tuyo.
Para apaciguar mi mal,
dame un beso.
Читать дальше