Jean-Michel Thibaux - En busca de Buda

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En el verano de 1831, las calles de Yekaterinoslav, en Rusia, amanecen atestadas de cadáveres. El cólera y la peste se ceban en los humildes y amenazan a la nobleza. Helena Petrovna von Hahn, hija de un coronel y una aristócrata, bautizada por una hechicera, escapará de la guadaña de la enfermedad, pero a cambio los hilos de su vida serán manejados por el Más Allá, por el espíritu de los Siete Rebeldes encadenados bajo tierra por los primeros dioses. El don de comunicarse con lo invisible, de ver el dolor sufrido por sus ancestros en esas tierras y presagiar el porvenir harán que Helena se gane el sobrenombre de Sedmitchka, diez letras que evocan el espíritu de los Grandes Antepasados…
Desde pequeña, su carácter único y su poder despertarán el temor y la simpatía. A los dieciséis años encandilará al vil consejero de Estado Nicéphore Blavatski, mucho mayor que ella y con quien contraerá matrimonio a la fuerza. Aun así, Sedmitchka no se dejará doblegar y terminará huyendo de ese hombre cruel y de un país que se le ha quedado pequeño. La inquietud la llevará a viajar por Turquía y por París, por América, Egipto y el Tíbet conocerá la esencia de esos lugares mágico el secreto mejor guardado de cada una de las religiones. Un aprendizaje con el que intentará reconstruir, pieza a pieza, el sentido de la vida y que la convertirá en una de las ocultistas más importantes que ha dado la historia.

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El trineo se deslizaba por las calles nevadas de la ciudad, centelleante bajo el cielo adornado con estrellas. Sobre las cúpulas de las iglesias pasaban luces plateadas y los fuegos iluminaban las orillas del Velikaya, en las cuales los mujiks tiraban de sus trineos cargados de mercancía. Se oía el ruido de los knuts azotando las espaldas de los hombres y las groserías de los capataces, que prometían vodka a medianoche. El trineo de Helena se iba cruzando con algún otro trineo entre el ruido de los cascabeles.

– ¡So! -gritó de repente el cochero.

El trineo se paró y Helena escuchó que el hombre le preguntaba a alguien:

– Amigo, ¿sabe dónde está la casa del mariscal Yahontov?

– Todo recto; no tiene pérdida, es la casa más grande y más iluminada de la plaza.

– Muchísimas gracias.

Helena se quitó el abrigo que la cubría y abrió la portezuela.

– ¡Para!

– Pero si todavía no hemos llegado.

– Quiero ir sola. Espérame aquí diez minutos.

– Muy bien, señora.

Helena se alejó del trineo. Sólo oía el crujido de sus pasos sobre la nieve y los latidos de su corazón. Le vinieron a la cabeza todos sus recuerdos, se sumergió en ellos. Sobre todo los malos… El pequeño siervo que había muerto por su culpa, Nicéphore que la azotaba, su madre moribunda, las epidemias, la hambruna…

«Tengo que irme», se dijo a sí misma.

Sin embargo, se sentía atraída como una mariposa nocturna por la luz. Todas las ventanas de la gran mansión de los Yahontov brillaban, cubriendo de oro la nieve y los rostros de los transeúntes.

Dio unos pasos hacia ese espejismo. Le llegó una melodía de violín. Su padre, Vera, sus tíos, sus tías y sus primas estaban detrás de los cristales, entre la gente que celebraba. Avanzó hacia la escalera de entrada.

Vera estaba sentada al lado de su suegro, vestido con uniforme de general. Permanecía distante, lejos de la celebración; ya no escuchaba al viejo Yahontov, que desvariaba sobre las campañas napoleónicas. Delante de ella, las parejas se arremolinaban y mezclaban el aire perfumado de miosotis, jazmín, tabaco y coñac.

– ¿Se la puedo robar, mi general?

Vera levantó la mirada. El hombre era joven, guapo, atrevido. Ella le sonrió. Llevaba desde Navidad haciéndole la corte discretamente.

– Por supuesto, conde Muraviev -respondió el general.

Vera le ofreció la mano al joven oficial, que vestía un uniforme de ulano prusiano. Ella también iba vestida de negro. Se unieron a los invitados. En medio del color pastel de los vestidos de encaje y de la ropa de gala de colores vivos, formaban una extraña pareja; daban un toque de tristeza a la fiesta en honor de la boda de la hija menor de Yahontov con un ayudante de campo del zar.

Vera, indiferente a las habladurías y a las miradas de la gente, se dejó arrastrar hacia el gran bufé ante el cual se habían juntado un buen número de hombres que discutían ávidamente sobre política.

Uno de ellos se quedó helado, rígido como un militar, chascó los talones y levantó el vaso de plata hacia Vera.

– ¡Por la belleza! -dijo.

– ¡Por la belleza! -repitieron sus compañeros, que vaciaron el vaso de vodka de golpe.

Ella les dio las gracias con un movimiento de la cabeza. El conde Muraviev le ofreció una copa de champán a Vera y luego la hizo sonar contra la suya.

– Para la princesa de mi corazón -murmuró.

De todos los que le hacían la corte desde que su esposo había muerto, éste era el más atrevido. Se le había declarado y le había pedido que compartiera su vida con él. Le había ofrecido sus tierras, sus ciudades, sus miles y miles de siervos y de caballos, sus minas de Siberia, pero lo había rechazado.

– ¿Tengo esperanzas? -le susurró una vez más al oído.

Ella se dio la vuelta, molesta. La gente había asaltado el bufé. Se habían lanzado con glotonería sobre las perlas negras de caviar, las anguilas ahumadas, las copas de kissel, el foie-gras francés, las lonchas de perca, el pollo a la caucasiana. El conde le aconsejó que probara la carne de reno; ella no lo oyó. Se llevó la mano a la frente.

– ¿No se encuentra bien? -preguntó el conde, preocupado.

Vera empujó a los criados encargados del guardarropa y se plantó en la puerta de entrada. En aquel momento sonó la campana. Se precipitó hacia el batiente de la puerta y la abrió.

– ¡Helena!

– ¡Vera!

Las dos hermanas se abrazaron con fuerza, se besaron, se buscaron para reconocerse. A Helena le costó trabajo creer que aquella mujer bella y risueña fuera la niña pequeña que había dejado hacía diez años. Se apartó de ella para contemplarla mejor.

– ¡Estás fantástica!

– ¡Ven! Papá está ahí.

Vera la cogió de la mano. Eran el centro de todas las miradas, que brillaban de curiosidad.

– ¡Es Helena! ¡Helena Blavatski!

– ¡Ah! ¡Diablos! -soltó un general.

Siguió un alboroto. Todos los invitados acudieron a ver a la aventurera, la médium, la invencible princesa que había escapado de la policía del zar. Vera apartó amablemente a los jóvenes audaces que intentaban besar la mano de su hermana. Entraron en un pequeño salón donde estaban jugando a las cartas. Al ver a su hija, el coronel Von Hahn sufrió un shock. Se quedó estupefacto durante unos instantes. Helena se paró en la puerta, aguantándose las lágrimas.

– Mi hija… Mi querida hija.

Se levantó para estrecharla entre sus brazos.

– Padre.

– El Señor me ha escuchado. Ya no esperaba volver a verte. ¡Estás aquí, en nuestra Rusia! De ahora en adelante nada nos podrá separar.

– ¡Oh, padre, soy tan feliz!

Él la cogió de la mano y se la llevó a la sala de baile.

– ¡Mi gloriosa hija Helena ha vuelto! -gritó-. ¡Es un gran día para nuestra familia!

– ¡Que los caballeros del Regimiento Negro corten con el sable cien botellas de champán enseguida! -ordenó bien alto el general Yahontov, a la vez que sacaba el sable para dar ejemplo.

Un hurra hizo temblar hasta las arañas. Los sirvientes trajeron las botellas, que las hojas golpearon con alegría, y el champán que salió salpicó a los invitados. Helena soltó una carcajada franca al ver a todos esos bebedores contentos: ya nada los podía retener. Le ofrecieron una copa, dos, tres, que vació sin pestañear, y un vaso de vodka, que se bebió de un trago.

– ¡Viva Rusia! -proclamó Helena mientras las mujeres seguían su ejemplo.

Un duque entonado intentó arrastrarla a bailar una polca, pero Vera, que la estaba vigilando, se lo impidió tras empujarlo.

– Mi hermana ha dado la vuelta al mundo dos veces. Está un poco cansada. Deje que tome un baño y que se cambie, mi querido duque. Le prometo que bailará con usted antes del alba. Sígueme -le dijo a Helena-, te enseñaré tu habitación.

No les fue fácil escapar de los admiradores que las siguieron hasta el primer piso.

– ¡Éste es tu nido! -dijo Vera abriendo una puerta.

La habitación estaba decorada con un papel de flores azules y parecía el dormitorio de una niña pequeña. Sobre la cama azul acolchada de punto veneciano, había un vestido satén de color lila con reflejos cambiantes.

– Es para ti.

– Para mí… -se asombró Helena-. ¿Cómo sabías que iba a venir?

– Lo supe hace unos quince días… Me visitaste en sueños, y dos veces en pleno día. ¡Te vi como te veo ahora, Helena! Tus apariciones iban precedidas de sonidos de campanas y de cuernos. Me avisaste y me preparé para tu llegada… ¡Y aquí estás, más radiante que nunca, y con más fuerza que nunca!

– ¡Sí, hermanita! He cambiado tanto… ¡He adquirido unas cuantas cicatrices y me he convertido en una gran bruja! Y este vestido de princesa no es para mí. A decir verdad, estoy segura de que te quedará de maravilla. ¿Por qué vas vestida de negro? ¿Para parecerte a las mujeres viejas de la corte?

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