Agardi sonrió. Lo había arrancado de la muerte una mujer que se había enfrentado a los dioses de Oriente. La encontraba magnífica y heroica. Se olvidó de su ardiente amante, la cantante Sophie Cruvelli.
Helena reunía todas las cualidades y las pasiones de las heroínas de ópera. Ella era la Norma de Bellini, y él, el procónsul Pollione, su amante, que le daba entrada. Él era Robert, el Diablo, y ella tenía los ojos de Alice.
– Querida Helena, he perdido el juicio, sí -le susurró llevándose la mano prisionera hacia los labios.
Helena no hizo nada para impedírselo. Sintió el calor del suave beso en la punta de los dedos… Sólo una dulce caricia sobre la piel temblorosa. El amor la invadió, pero no quería ceder tan pronto a ese sentimiento. No tan deprisa.
La salvaron tres golpes breves y secos en la puerta de la habitación y la voz del doctor Meyer-Cohen:
– ¿Se puede pasar?
– Sí -respondió Helena retirando rápidamente la mano.
El médico fue a estrechar su mano caliente y notó el rubor en las mejillas de Helena. Luego se inclinó sobre el herido.
– Veo que mi paciente va camino de recuperarse -dijo al tiempo que le tomaba el pulso a Agardi-. Todos los médicos lo han comprobado; se sabe ya desde la Antigüedad: no hay mejor remedio que el amor -dijo con una sonrisa divertida-. Volveré dentro de tres días.
Finalmente llegó el momento en que Agardi pudo dejar de guardar cama, y luego, el momento en el que se entregó a los brazos de Helena. Se lo había contado todo: su matrimonio desdichado, la existencia de Sophie, su amante. Gustaba mucho a las mujeres; desde que se había subido a los escenarios, lo acosaban. Por desgracia, no sabía resistirse cuando lo abordaban. A Helena le preocupó tanto que se planteó dejarlo. Tenía miedo de que la amara un hombre veleidoso. Tal idea la torturaba.
Todas las noches se acostaba con el cuerpo tembloroso en la cama complementaria que el señor Strofades había instalado de mala gana. Todas las noches sentía el olor de Agardi, se sumergía en sueños eróticos; había dejado de controlar la atracción que sentía hacia él. Se le había acercado tres veces, para acariciarlo mientras dormía profundamente. Ya no podía aguantar más. Por eso, dos semanas después de la agresión, le pidió que dejara el hotel.
– La gente empezará a hablar, no puede quedarse aquí.
Él se estaba cortando la barba delante del espejo. Dejó caer las tijeras en el lavabo y le plantó cara.
– Créame, ya lo hacen.
– ¡Váyase, Agardi, se lo ruego!
– No quiero oír ni una palabra más, Helena, no voy a dejarla sola.
– Siempre he estado sola.
– Pues ya no lo estará nunca más.
Ella retrocedió y puso la cama de por medio. Él la esquivó. Se esforzó por sostenerle la mirada e impedirle que se acercara, pero él siguió avanzando.
– No -susurró ella sin convicción, al mismo tiempo que él la cogía por los hombros antes de deslizarle la mano por la nuca.
Helena sintió que flojeaba. El segundo «no» que intentó soltar se vio ahogado por un beso. Se abrieron todas las barreras. A su vez, ella lo abrazó y lo llenó de besos hasta quedarse sin aliento.
Sus manos se buscaron, se unieron, se entretuvieron sobre la piel. Esbozaron curvas, estamparon marcas de placer sobre las marcas de los sufrimientos pasados. Agardi la besó con fogosidad. Era la heroína con la que siempre había soñado. Superaba de lejos a todas las mujeres con las que había estado en el escenario. Dejó que sus labios corrieran sobre ese marfil tostado que nunca había conocido la absurda máscara del maquillaje.
Helena le devolvió los besos. Él le dio la vuelta y ella se arqueó, ofreciendo su liso cuello a los labios apasionados que, en un arrebato, bajaron hasta sus pechos disimulados bajo la larga camisa de tela. Helena empezó a gemir. Una mano subió a lo largo de sus muslos. La suya también lo buscó para darle placer. Pronto, quedaron desnudos, exaltados por el deseo, vientre contra vientre.
Helena cerró los ojos cuando él la penetró. El fuego insaciable del amor se avivó.
Gritaron al mismo tiempo. Agardi se derrumbó agotado. Le dolía la herida.
– ¿Te duele, mi amor?
– No, tú me has curado de todos los males.
Helena le cubrió de besos el rostro mojado por el sudor. Los dos pensaban palabras dulces, juramentos, sortilegios que los unieran para siempre. Habían vivido muy intensamente antes de conocerse.
Nunca podrían consolidar ese amor naciente, pues sus destinos eran muy distintos. Helena se fue dando cuenta poco a poco. En efecto, en lo más hondo de su ser, temía al amor.
– ¿Qué te pasa? -le preguntó él cuando sintió que se iba alejando.
– Nada… Nada.
– ¿He sido demasiado brusco?
– No.
Se debatía entre el deseo de apoyar la mejilla en el hombro de su amante y el de huir de la habitación.
– Dime lo que sientes.
Vaciló, luego las palabras se le amontonaron en la cabeza.
– Agardi, desde que te salvé, nunca pensé en enamorarme. Me lo habían predicho, pero yo no me lo creía. Estoy maravillada, y es un desastre. En lo más hondo de mi ser, alimento un sueño oculto, una esperanza. Y el amor es un obstáculo para la realización de este ideal.
– ¿Cuál es?
– Se me revelará en el Tíbet. Quiero el bien para la humanidad, el fin de las grandes religiones, proporcionarle al ser humano los medios para que pueda comprender el universo, transmitir mis poderes al mayor número de gente posible y hacer recular la miseria allí donde se encuentre.
– Tendrás que fundar una nueva religión para lograrlo… Déjame soñar contigo. Guíame, enséñame los secretos del mundo. Llévame al Tíbet, seré tu primer discípulo.
– No puedo, Agardi, perdóname.
– ¿Por qué?
– Tengo que ir sola. Pero antes tengo que volver a mi santa Rusia para ver una última vez a los míos.
El viaje había sido largo: Bruselas, Colonia, Berlín, Varsovia y por fin la frontera. Había salido de Londres el 27 de diciembre de 1857. Un mes después se reencontraba con el frío y la miseria de Rusia.
Habían pasado diez años desde que se fuera. Le parecía que había sido ayer. Su país no había cambiado. Se encontró con los mismos rostros cansados de los siervos, las mismas borracheras, las mismas disputas. Los campesinos seguían sublevándose contra los señores, los intendentes seguían sirviéndose del látigo y el bastón. En las monótonas llanuras había patíbulos, cuerpos abotargados y congelados, cuervos y lobos hambrientos. No habría querido que Agardi viera todo aquello; no podía dejar de pensar en él. Le había despertado el deseo carnal. Lo echaba de menos; a su lado, habría soportado mejor el retorno.
Versta tras versta, al ritmo del galope de dos caballos bayos, se iba acercando a Pskov. Su familia y una gran parte de sus amigos se habían instalado en sus cuarteles de invierno en la ciudad del mariscal Yahontov.
Helena temía el reencuentro. No podía hacerse a la idea de que su hermana estuviese casada, su hermanita pequeña que jugaba con muñecas en el parque de Saratov, su pequeña Vera con el vestido rosa con volantes, que le prometía un amor y una admiración sin límites.
Helena suspiró. ¿Qué iba a descubrir en Pskov? Se levantó el cuello del abrigo de piel sobre las mejillas. El viento no dejaba de soplar con fuerza; no se encontró con ningún obstáculo en ese paisaje llano y blanco, raramente moteado por isbas.
La invadió el miedo cuando vio una larga columna de cosacos y de soldados de infantería que avanzaba a lo largo de la orilla izquierda del río Velikaya. El movimiento circular y sordo de las ruedas de los cañones sobre el hielo, los gritos de los sargentos y los relinchos de los caballos le recordaron que había estado casada con un violento general. Las banderas rojas, aunque heladas, del águila y la corona desaparecieron entre la bruma. No había de qué preocuparse. Un mal presentimiento le acongojó el espíritu. Decidió parar en un hostal y quedarse dos o tres días antes de entrar en Pskov.
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