Jean-Michel Thibaux - En busca de Buda

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En el verano de 1831, las calles de Yekaterinoslav, en Rusia, amanecen atestadas de cadáveres. El cólera y la peste se ceban en los humildes y amenazan a la nobleza. Helena Petrovna von Hahn, hija de un coronel y una aristócrata, bautizada por una hechicera, escapará de la guadaña de la enfermedad, pero a cambio los hilos de su vida serán manejados por el Más Allá, por el espíritu de los Siete Rebeldes encadenados bajo tierra por los primeros dioses. El don de comunicarse con lo invisible, de ver el dolor sufrido por sus ancestros en esas tierras y presagiar el porvenir harán que Helena se gane el sobrenombre de Sedmitchka, diez letras que evocan el espíritu de los Grandes Antepasados…
Desde pequeña, su carácter único y su poder despertarán el temor y la simpatía. A los dieciséis años encandilará al vil consejero de Estado Nicéphore Blavatski, mucho mayor que ella y con quien contraerá matrimonio a la fuerza. Aun así, Sedmitchka no se dejará doblegar y terminará huyendo de ese hombre cruel y de un país que se le ha quedado pequeño. La inquietud la llevará a viajar por Turquía y por París, por América, Egipto y el Tíbet conocerá la esencia de esos lugares mágico el secreto mejor guardado de cada una de las religiones. Un aprendizaje con el que intentará reconstruir, pieza a pieza, el sentido de la vida y que la convertirá en una de las ocultistas más importantes que ha dado la historia.

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«Los monjes de Tchord nos vendrán a ayudar», dijo él.

Helena sonrió tristemente. Acababa de tener la premonición de que nunca iba a alcanzar Lhassa.

El Anciano de la Montaña se había retirado a su habitación para meditar. Ya no tenía miedo ni de la mujer blanca ni del chamán. Estaban acabados… El monzón había terminado su obra; él mismo había provocado los aludes. Todos los puertos habían quedado sepultados. Nadie podía atravesar el Tíbet.

El Anciano había pecado mucho y buscó refugio en Buda.

88

Helena se quedó en silencio durante horas, perdida en el gran dolor de su fracaso. El Tíbet que no había podido conquistar formaba parte de la historia de su vida. Apenas se acordaba del viaje de vuelta; quería borrar el recuerdo.

Pakula y los monjes la habían acompañado a Nepal por caminos alternativos, usando medicinas y magia. Se había pasado días delirando, pegada al lomo de un yak, congelada y con fiebre. La habían curado en Katmandú. No podía volver a partir hacia Lhassa de ninguna manera durante los próximos meses. Pakula la había convencido antes de separarse de ella.

– No estás preparada; primero debes encontrar a ese hombre en Occidente y convertirte en una mujer completa. Antes de realizarte, tienes que aprender a amar. Yo te esperaré y prepararé tu vuelta. Cuando regreses, te estaré esperando con el Maestro reencarnado.

Con el alma muerta, se unió a los caravaneros que hacían su ruta por el sur del país. De su travesía del continente sólo se acordaba de un hecho concreto. Una noche de luna llena, durante la fiesta de Raji Purnima, una mujer le había puesto un brazalete raji en la muñeca para conjurar la mala suerte, pero al cabo de unos días había tirado el amuleto en el puerto de Madrás, donde iba a embarcar hacia Java.

Mecida por el oleaje perezoso de sus penas y presa del ensueño, Helena, en un sillón de la biblioteca, dormitaba con un gran libro abierto sobre las rodillas. Alguien tosió.

– Se ha entregado demasiado; ningún hombre en su lugar habría sobrevivido -dijo alguien con acento escocés.

– ¿Disculpe? -dijo ella, sorprendida, mientras levantaba la cabeza.

Era un hombre encorvado y calvo. La miraba con sus ojos de miope tras unas lentes redondas plateadas. Tenía la tez amarillenta típica de los enfermos de hígado. No obstante, parecía honesto y buena persona.

– Se tiene que cuidar, señora Blavatski, parece muy cansada.

– Es mi espíritu el que está cansado. A veces, ya no sé ni quién soy ni dónde estoy.

Sin embargo, era el mes de febrero de 1857 y estaba en Londres, en la magnífica biblioteca de lord Palmerston, enfrente del bibliotecario, que nunca había salido de la ciudad y que conservaba amorosamente los ciento diez mil volúmenes de los que se encargaba.

La aventurera había trastornado al viejo, pero no dejó que se le notara. Sentía una admiración secreta por esa mujer enigmática que había explorado, según decían, las zonas más peligrosas del mundo, y que había llegado incluso hasta el Tíbet.

– ¿Tiene previsto volver?

– Sí, cuando esté en armonía con mi cuerpo.

– ¿Qué entiende usted por eso?

– No se lo puedo explicar, todavía no sé cómo pasará.

– Ah -dijo él, y volvió a su labor de etiquetaje y limpieza.

Le era imposible admitir que estaba esperando a un hombre, ¡y que encima se trataba de un desconocido! No se acababa de creer que fuera a encontrar el amor durante los próximos meses o años.

¿Acaso Pakula se había equivocado?

Curiosamente, estaba deseando conocerlo. Sólo había un hombre con quien habría querido compartir la vida: Garibaldi, cuyas hazañas seguía desde hacía mucho tiempo. Para ella, lo tenía todo: la grandeza, el espíritu de libertad, un carácter fuerte; pero desgraciadamente estaba casado con la fogosa Anita. Había escrito frases maravillosas: «Iba sentado a horcajadas con la mujer de mi alma a mi lado, digna de la admiración universal. ¿Qué más me daba no tener nada más que la ropa que me cubría el cuerpo o estar al servicio de una pobre República que no podía dar ni un céntimo a nadie? Tenía un sable y una carabina que llevaba delante de mí, atravesados en la silla… Mi Anita era mi tesoro, no menos entusiasta que yo por la causa sagrada de los pueblos y por una vida aventurera».

Ningún hombre le había dicho nunca algo así. Helena suspiró. No iba a esperar mucho más; había empezado a pensar en irse. Esta vez tenía previsto viajar por tierra, a través de Rusia y de Mongolia.

Se lo había comentado a unos amigos de su padre. Todos le habían desaconsejado tal locura. Le dijeron que nunca llegaría al Tíbet por ese camino. Los descendientes de las hordas matarían a los extranjeros. Había terminado por no pedir consejo a nadie más. Habían criticado mucho a esa mujer audaz que alteraba las reglas. Era objeto de calumnias por parte de los periodistas, objeto de envidia de la vieja nobleza inglesa, y sufría los agravios de las Iglesias católica y protestante, que parecían añorar los bellos tiempos de la Inquisición y de las hogueras. Tampoco hizo ninguna sesión más de espiritismo; ya no quería comunicarse con los muertos. Lejos de los cancanes de los salones, disfrutaba de su tiempo entre preciados libros y rodeada de sus propios escritos. En su modesta habitación del Soho, se pasaba las horas trabajando en el plan de su futura obra: la teosofía.

Aprender, comprender, fundirse con el pensamiento tibetano. Clavó la mirada de nuevo en el texto y, en voz baja, repitió unas palabras en la lengua mágica de los lamas:

– Bla-ma, na-ran, dra-ba, tog-maz, zags-pa, ral-gri: mi lama, yo, la red, el lazo, la espada…, ro-khog, cadáver… La than-chadgrod-pa yanltogs, estoy cansada y tengo hambre…

– Señora, es más de medianoche.

El bibliotecario había vuelto a la carga; no le gustaba tener compañía durante la noche, momento en que se quedaba acariciando sus libros y hablando con los autores desaparecidos. Su pequeño ojo acusador parecía estar diciendo: «¿No tiene una casa que mantener, una madre que cuidar, un marido que consolar, unos hijos que educar? ¿No tendría que estar rezándole a Dios en vez de aprender lenguas impías?».

Helena miró el péndulo del reloj, que empezó a desgranar unas campanadas un tanto agrias.

– Tengo tanto que aprender…

– Eso no es problema; le puedo prestar este volumen y todos los que ha escogido. Nadie los había abierto antes que usted.

Con diligencia, tomó dos libros más sobre el Tíbet.

– Espere -dijo él deteniéndola-, se los meteré en un zurrón.

– ¿Está seguro de que me los puedo llevar?

– Lord Palmerston tiene plena confianza en usted, y yo también. Lord Palmerston está muy unido a su padre y eso le confiere un estatus especial.

Helena no se lo pensó dos veces. Después del hundimiento de la flota rusa en Sebastopol el 11 de septiembre de 1855, su padre había sido uno de los emisarios secretos enviados a Londres por Nicolás I. Había preparado la paz firmada en París el 30 de marzo de 1856. Los ingleses y los franceses le habían dado el reconocimiento de hombre leal y justo; el coronel Meter von Hahn había hecho nuevos amigos: los lores Palmerston, Clarendon, Derby, Russel y el almirante Dundas.

– Me los puede devolver dentro de dos semanas -dijo el bibliotecario-. Buenas noches, señora.

– Buenas noches, míster Lewis.

La acompañó hasta la recepción desierta del peculiar hotel. Los Palmerston estaban en un baile oficial que daba la princesa María de Cambridge. En algún lugar de Balmoral, de Windsor o en otra parte, estaban bailando la cuadrilla y la marcha.

Empezó a andar tristemente por las calles grises bajo la lluvia fina, con el pesado zurrón en la mano. A medida que se alejaba de los lujosos barrios residenciales, las arterias se iban estrechando y se iban debilitando en una multitud de callejuelas negras sin nombre y sórdidos callejones sin salida. La pálida luz de las farolas se deslizaba como lo hacen las llamas de los cirios sobre las piedras sepulcrales de las casas altas, apoyadas unas sobre otras con maderos y vigas.

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