Muy pronto, Vera se cansó de esa pequeña ciudad militar que encerraba el valle del país en el que no se moría nunca. Era un hecho: más de mil centenarios vivían en ese lugar. A Helena le interesaba el enigma de su longevidad, y frecuentaba a magos armenios, hechiceros persas y curanderos que buscaban el secreto de la vida eterna. Pero a Vera no le interesaba en absoluto.
Ésta se moría de aburrimiento al escuchar todas las noches a la orquesta militar de la guarnición. Los nobles de la religión la acosaban. Incultos y groseros, sólo pensaban en sus rebaños, en sus bosques y en los criados de los establos. Una noche le comunicó a Helena su intención de volver a casa de su suegro, para ir después a la corte de San Petersburgo.
– ¡Ven conmigo! ¡Aquí no tienes nada que ganar!
– No, he encontrado la paz en este valle. Cuando llegue el momento, retomaré mi camino hacia el Tíbet -respondió con calma su hermana.
– Ese momento no llegará jamás. Tu marido es inmortal.
– Entonces, realizaré mi ideal en mi próxima vida. Vete rápido, hermanita, vete rápido. Tu período de duelo se acaba. Recuperarás el derecho al amor, te casarás enseguida.
– ¿Qué dices?
– Te vas a volver a casar con un hombre que todavía no se te ha declarado.
– ¿De verdad?
– Antes del verano que viene.
– ¡Oh! -exclamó Vera, y le dio un sonoro beso en la mejilla a su hermana.
Vera se marchó a las grandes ciudades civilizadas en busca del amor, con el corazón aliviado y la conciencia tranquila, dejándole a su hermana doscientos cincuenta rublos en oro y prometiéndole otros mil. Helena no sufría por la soledad.
Dos criados pagados por Vera se habían quedado a su servicio. Y ella continuaba con sus experiencias sobre la vida y la muerte. Ella misma también tenía adeptos, en concreto las esposas de los oficiales y de los suboficiales de la guarnición, que la visitaban regularmente.
El bora soplaba muy fuerte. Uno solo de sus gritos en las gargantas de alrededor tenía el poder mágico suficiente para sumir al valle en la más absoluta de las desgracias. Ese temido viento despertaba demasiados maleficios y tinieblas. Volvía locos a los hombres y a los animales. Desde su llegada, había habido tres asesinatos y dos suicidios en la ciudad. En el exterior de las murallas, todavía era peor.
Una familia entera de campesinos había muerto masacrada, los rebaños no dejaban de mermar, habían encontrado a un pope colgado en un árbol y la mitad de un pueblo había sucumbido a las llamas. Entonces, organizaron procesiones, pero al bora, que levantaba un gran oleaje en el mar Negro y partía al asalto de las nieves eternas, le daba igual el agua bendita que los creyentes derramaban sobre los caminos y en las habitaciones. Corría, se metía por todas partes, incluso dentro de las tumbas, y resucitaba los viejos miedos y a los muertos.
Helena lo escuchaba violar su casa, orientada al este como los cañones del fuerte de Ozurgeti. Se había pasado el día con Mijkayeva, una joven maga sanadora, aprendiendo recetas medicinales. Mijkayeva debía su fama a su conocimiento de las plantas y a su don excepcional de clarividencia, que se manifestaba repentinamente a cualquier hora del día o de la noche. Había sufrido una crisis de ausencia mientras le explicaba a Helena cómo preparar una poción estimulante con fumaria, pensamientos salvajes y tréboles botánicos. Había empezado a decir incoherencias a la vez que maldecía al viento. Después había sujetado a Helena por la muñeca.
– Debes enfrentarte a la muerte. Es el precio de la libertad… ¡Quémala! El bora disipará el humo y pasarás la prueba. ¡Quema esa cosa que hay dentro de ti!
– ¿El qué?
La sanadora se tomó su tiempo para responder. Al final, consiguió ver con claridad:
– El muñeco que parece un soldado.
Helena pegó un respingo. El terror se reflejó en su mirada. Quemar el muñeco era un acto brutal e irremediable que podía volverse contra ella.
– Sí, debes quemarlo y afrontar la muerte -repitió Mijkayeva.
Helena tenía miedo. Durante toda la noche, había estado dando vueltas antes de decidirse a actuar. Había enviado a las dos criadas a su casa. Vera había guardado el muñeco bajo una pila de ropa. Tenía un aura maléfica. Cuando Helena se acercó, la intensidad de las ráfagas del bora aumentó. La incitaba a coger el muñeco. Los cimientos de la casa crujieron. También la empujaba a actuar. Las fuerzas invisibles se unían y la exhortaban a recuperar su libertad.
La libertad y la muerte.
Helena pensó en el Tíbet y agarró con brusquedad el muñeco. Corrió hasta la chimenea del salón, donde ardían los troncos. Sin dudar ni un segundo, lanzó la representación de su esposo a las llamas. Una luz blanca, imposible de mirar, iluminó el salón. El muñeco se consumía con un destello.
– ¡Ah!
Helena se llevó la mano al hombro, encima del corazón. Un fuerte dolor le impedía respirar, como si acabaran de apuñalarla. El dolor se acentuó. Se desató los primeros botones del corsé y se quitó la camisa. Su antigua cicatriz supuraba; esa herida había estado a punto de matarla en Texas. Helena volvió a verse delante del comanche que le había disparado la flecha.
La herida se abría sin remedio. Y debía afrontar ese dolor sola, sin que Agardi la cubriera de besos y cerrara la herida para siempre. Helena pensaba en él con intensidad, en su amor. Lamentaba su ausencia y se arrepentía de haberse alejado tan bruscamente de ese hombre. ¿Cómo había llegado a ese punto después de haber esperado tanto la muerte de Nicéphore? Se le hizo un nudo en la garganta por la desesperación; el dolor aumentó violentamente. La habitación empezó a dar vueltas… y más vueltas.
Las criadas la encontraron tendida, agonizando en el umbral de la puerta. Helena sufría el martirio. El médico militar que habían llamado para atenderla se vio sobrepasado por la gravedad de su mal. Accedió a la voluntad de Helena, que reclamaba a Mijkayeva. La sanadora usó todo su poder y las mejores recetas de su farmacopea, pero enseguida entendió lo grave que era su enfermedad y que no podía curarla. Helena había perdido el conocimiento y ninguna pócima podía hacerle recuperar la conciencia.
– Está en coma -constató el médico.
– Dios la mantiene con vida -le corrigió Mijkayeva.
– Deberíamos llamar al pope -dijo una criada.
– No es propio de ella arrepentirse de sus pecados.
Se volvieron hacia la segunda criada, que acababa de hablar y apretaba su rosario hasta romper las cuentas.
– Rezo por ella -susurró-. Ya oye el bora… ¡Escúchelo! ¡Es el aliento del diablo!
– ¡Cállate! -respondió el médico antes de dirigirse a la sanadora-. ¿Qué piensas? No puedo hacer nada por ella.
– La fiebre acabará con su vida. Puedo mantenerla viva tres o cuatro días. No más.
– ¿Cómo piensas conseguirlo? -preguntó él.
– Tengo una droga que ralentizará su corazón y el avance del veneno en su sangre.
– ¿Y después? -insistió el médico.
– Hay que enviarla a Tiflis.
– ¡A Tiflis! ¡No lo conseguirá jamás!
– La carta final de su destino se juega en Tiflis. Tiene que creerme, capitán. Allí, la muerte puede perder la partida.
– ¿En qué te basas para decir una cosa semejante?
– ¡En mis visiones!
– ¡En tus visiones! ¡Soy un hombre realista! ¡No quiero ser el hazmerreír de la guarnición!
– Si no lo hace, será el responsable de su muerte. No tiene otra opción. Dé las órdenes necesarias para que se la lleven. Voy a preparar su medicina.
En diligencia, no habría aguantado ni un día. El médico se había decidido a enviarla hasta Koutais por el río. Desde allí, Tiflis quedaba a menos de dos horas.
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